¿Regalos de una caligrafía muerta?
Se dirigía a los que habían emigrado,
el padre a la hija que se llevaba
todo, con quien le llevaban toda
la suave espera del futuro. 23
de diciembre de 1951.
«Mañana es Nochebuena y pienso...
quisiera que hoy estuvieras aquí...
con nosotros... armar un lindo pesebre.
tu sei tanto lontano... la alegría
que no pude tener... Brindaremos
una y otra vez por tu salvación...»
¿El porvenir fue óptimo, excelente?
Quizás. Pero el abuelo no vería
a su nieto niño, no conocería
al bisnieto poeta: eccomi qua!
«Pienso... ahora pienso... hubiese
querido bajarte los regalos de la chimenea...
un bel pulcinella... una bella bicicletta...
un calzettone pieno di dolci... torroni...
y ni siquiera eso pude hacer...»
Una estilográfica, sin duda, y un papel
que absorbe la tinta para que las letras
dibujen curvas precisas, de artista.
El dolor se esconde tras la cortesía,
apenas. «Ese año no armé el pesebre,
no armé el árbol... me faltaba todo...
me faltabas... angelo bello. No puedo darte
mis deseos... tus queridos... te mando
al niño, José y la Virgen... ti auguro
tante belle cose... il tuo papà Milo baci.»
La escritura se inclina a la derecha
apenas. Los palitos que atraviesan
las «t» y las dobles «tt» parecen escaparse
de las lágrimas negras que inician las palabras.
La «M» mayúscula de «Madonna» hace
un extraño arabesco antes de subir
sus dos crestas. Al final el papel
se acaba: las cuatro últimas líneas
se apilan en dos renglones. Una parte
de mí se queda en el apostrofe que falta,
en medio de la ciudad desconocida:
L'Aquila. La otra parte, en su idioma,
piensa que va a morir sin que nada
pueda sacarla del lugar natal.
En la pantalla líquida contemplo
la imagen de la carta consumida.
Nada es eterno, aunque ningún amor
se va del mundo sin dejar su huella.
Silvio Mattoni (Argentina, Córdoba, 1969)
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