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Yo construí un hogar sobre la piedra más alta de
Ayacucho, la más dura de todas,
guardado por el puma y el halcón y bajo techo / una
fogata redonda y amarilla.
Pero poco quedaba por ganar: apenas fue el final de
esa alegría guardada y desgastada entre los años
—hace siete veranos por ejemplo,
gloriosos y enredados junto a las grandes olas y lejos
de los ojos de tu tribu.
Pero cualquier chillido —un pelícano herido, una gaviota—
podrían devolverte el viejo miedo,
y entonces / volvías a cruzar los muros de tu tribu por
la puerta mayor
—el pelo y las orejas / eran toda la arena de la playa.
Y es el miedo que nunca te dejó, como la ropa interior
o los modales. Qué fue eso de casarse en una iglesia "barroco colonial
del XVII en Magdalena Vieja"
—pero la arquitectura no nos salva.
Verdad que así tuvimos un par de licuadoras, un loro
disecado, 4 urnas, artefactos para 18 oficios, 6
vasijas en cristal de Bohemia y 8 juegos de té
con escenas del amor pastoril (que los cambiaste
por una secadora de pelo y otras cosas que nadie
te había regalado).
Asi, muchacha bella, cruzaste el alto umbral (bajo el
puma de piedra, el halcón de piedra,
la fogata que da luz a los dos lados del valle de Huamanga
—banderas que a la larga también se hicieron mierda).
Ahora ni me acuerdo de las cosas que hablabas —si es
que hablabas,
de las cosas que fe hadan reír —si es que reías,
y no puedo siquiera ni elogiar tu cocina.
Fuiste un fuerte construido por el miedo (imagen medieval)
que no supe trepar o que no pude.
Ahora ni me acuerdo si es que fuiste un fuerte
construido por el miedo (imagen medieval),
ni si supe trepar ni si no pude.
Escribir este poema me concede derecho a la versión.
Antonio Cisneros (Perú, Lima, 1942; id. 2012)
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