viernes, 11 de septiembre de 2009

LA ANSIEDAD DEL ARTE





¿Recuerdan, en Doctor Zhivago, la manera en que la historia destruye toda su vida, todo lo que tenga el mínimo sentimiento humano? ¿Cómo su identidad es aplastada por la historia, por la revolución? ¿Cómo todo aquello personal, toda fantasía, toda vulnerabilidad humana, pierde su significado y es arrasado por completo?
La misma dinámica que destruyó la vida de Pasternak, puede tener lugar en el arte. Aquí también, el hecho de que algo sucedió, de que existe en la historia, le proporciona una autoridad sobre nosotros que nada tiene que ver con su valor o significado real. Lo vemos en la vida, ¿por qué no podemos verlo también en el arte, que los hechos y triunfos de la historia pueden aplastar todo lo sutil, todo lo que hay de personal en nuestro trabajo?
Sin embargo, el artista no resiste. Se identifica con esta fuerza que sólo puede destruirlo. De hecho, ejerce una atracción irresistible hacia él, ya que le ofrece metas conocidas, la ilusión de seguridad en su trabajo, la certeza tentadora de que nada triunfa en el arte, como puede ser el éxito de alguien más. En resumen, porque lo libera de la ansiedad del arte.
Es verdad que se debe pagar un precio por esta protección, este consuelo, esta red tendida bajo el artista en caso de que fracase. Pero hay que pensar lo que gana si identifica su arte con una posición histórica. Es como sí un Mefistófeles estuviera detrás de él susurrándole, "Vamos. Crea ahora. Nos arreglaremos después."
Es necesario aclarar que identificarse con la historia no quiere decir necesariamente identificarse con el pasado. Se puede referir de igual modo a las creaciones artísticas más radicales y novedosas. Un artista puede enamorarse tanto de lo nuevo como de lo viejo. Puede estar incluso comprometido con los dos, como el joven soldado de Babel que encuentran con una fotografía de Lenin en un bolsillo y su tefillin en el otro. De hecho, ésta es quizá la posición más atractiva de todas. Cuando Schöenberg, por ejemplo, formuló su principio de composición dodecafónica, predijo que esto extendería la tradición musical germánica por cien años más. Su mayor satisfacción al concebir algo nuevo parecía ser haber extendido algo viejo. Y para muchos, Schöenberg tiene la llave para ir hacía atrás culturahnente, mientras aparenta ir hacia adelante artísticamente.
Las diferencias de posición histórica, sin embargo, siempre me han parecido carentes de importancia. Boulez, por ejemplo, está muy interesado en cómo se construye la música, mientras Duchamp prefiere hacer un ready-made. Al final, ambos coinciden en que lo que se ve o lo que se escucha es menos importante que la postura histórica que lo produjo.

Durante diez años de mi vida trabajé en un ambiente sin compromisos hacia el pasado o el futuro. Trabajábamos, por decir, sin saber a qué pertenecía lo que hacíamos o si podía pertenecer a algún sitio. Lo que hacíamos no era una protesta contra el pasado. Rebelarse contra la historia es aún ser parte de ella. Simplemente no estábamos interesados en los procesos históricos. Nos interesaba el sonido por sí mismo. Y el sonido no conoce su historia.
La revolución que hacíamos no era apreciada entonces ni lo es ahora. Pero la revolución americana tampoco ha sido apreciada en realidad. Nunca se le ha dado la importancia de la revolución francesa o la rusa. ¿Por qué habría de dársela? No hubo baño de sangre, ni terror intrínseco. No celebramos un acto de violencia, no tenemos un Día de la Bastilla. Todo lo que existía era "dame libertad o dame muerte." Nuestro trabajo no tenía el autoritarismo, incluso diría, el terror inherente a las enseñanzas de Boulez, Schöenberg y ahora Stockhausen.
Este autoritarismo, esta presión, son exigidos en una obra de arte. Es por esto que la verdadera tradición norteamericana del siglo XX, una tradición que ha evolucionado del empirismo de Ivés, Várese y Cage, se la conoce como "iconoclasta", otra palabra para decir "poco profesional". En música, cuando haces algo nuevo, algo original, eres un principiante. Tus imitadores —estos son los profesionales.
Estos imitadores son los que están interesados no en lo que el artista hizo, sino en los medios que utilizó. Aquí es donde el oficio surge como un absoluto, una posición autoritaria que se divorcia del impulso creativo del inventor. El imitador es el gran enemigo de la originalidad. La "libertad" del artista le resulta aburrida, porque en la libertad no puede reconstruir el rol del artista. Existe, sin embargo, otro papel que puede jugar y de hecho juega. Es este imitador, este "profesional" que transforma el arte en cultura.
Este es el hombre que enfatiza el impacto histórico de la obra de arte original. El que toma de él y que pone en juego todo lo utilizable en un sentido colectivo. El que dota a la obra de los conceptos de virtud y moral y el "bien común". El que le acerca el mundo a la obra.
Proust dice que el gran error radica en buscar la experiencia en el objeto en vez de buscarla en nosotros mismos. Llama a esto "escapar de la propia vida". ¿Cuántos de estos "profesionales" podrían pensar así acerca del arte? Con frecuencia nos dan ejemplos para buscar la experiencia en el objeto —o en su caso, en el sistema, el oficio que constituye el centro de su mundo.
La atmósfera de una obra de arte, aquello que lo rodea, ese "lugar" en el que existe —todo esto se piensa como algo de menor importancia, algo encantador pero no esencial. Los profesionales insisten en las esencias. Se concentran en las cosas que hacen arte. Estas son las cosas con las que se identifican, las que piensan, de hecho, que son arte, sin entender que todo lo que usamos para crear arte es precisamente lo que lo mata.
Esto es algo que todos los pintores que conozco comprenden. Y esto es lo que casi ningún compositor que conozco ha comprendido.

El problema de la música, por supuesto, es que por naturaleza es un arte público. Se debe tocar antes de que podamos escucharlo. Se toca el tambor y luego se escucha su sonido. Esto es bastante razonable. No es posible imaginar el sonido como una abstracción sin relacionarlo con alguien que toca el plano o toca un tambor. Tocar es lo necesario. Esta es la realidad de la música.
Sin embargo, hay algo degradante en el hecho de que no exista otra dimensión para la música que la pública. El compositor no tiene ni siquiera la privacidad del dramaturgo, cuya obra puede existir como una obra literaria. El compositor debe ser también el actor. Y esto resulta vergonzoso cuando la actuación no es de mi agrado. Las partituras de una obra maestra pueden ser grandiosas, perfectas, indiscutibles; pero puede no gustarme la manera en que el compositor dice sus propias partituras.
Lo que quiero dejar en claro es que los compositores se orientan instintivamente hacia este elemento de proyección musical retórico, casi teatral. El susurro más delicado es un susurro escenográfico, sotto voce. Aunque la tonalidad ya hace tiempo que ha sido abandonada, y la atonalidad, según entiendo, ha visto mejores días, el mismo gesto del ataque instrumental permanece. El resultado es un plano sonoro que ha cambiado muy poco desde Beethoven y en cierto sentido es primitivo, como Cézanne nos ha hecho ver que el espacio renacentista es primitivo.
Naturalmente, si el ataque instrumental en la música siempre crea el mismo plano sonoro, algo debe hacerse para activarlo, para variarlo. Hay que apuntalarlo para hacerlo más interesante.
Es por esto que la música está tan relacionada con la diferenciación. Una pieza como Socrate de Satie, donde casi nada sucede y continúa y continúa, cambiando muy poco, ha sido prácticamente olvidada. Por supuesto que todo el mundo sabe que es una pieza maravillosa. Cada año se habla de ella, cada año alguien dice, "Sí, toquemos Socrate", sin embargo, nunca se hace...
Añora bien, cuando las cosas se han comprimido y abreviado de manera constante, cuando la diferenciación se ha vuelto, de hecho, el tema de la mayoría de las composiciones, la música parece ser una proeza atlética extraordinaria. Piensen en un corredor entrenado para correr hacia atrás a gran velocidad, o lo que es más difícil, correr hacia atrás de manera lenta y constante. ¿Por qué hacia atrás? Ya que la música está cada vez más obsesionada con esta única idea —la variación— uno siempre debe ver hacia atrás en su obra para que sus implicaciones vayan hacía adelante. El cambio es la única solución en un plano sonoro invariable creado por el elemento constante de proyección, de ataque.
Tal vez sea por esto que en mi música me involucre tanto con el declive de cada sonido, e intente que su ataque carezca de origen. El ataque de un sonido no es su personalidad. De hecho, lo que escuchamos es el ataque y no el sonido. El declive, sin embargo, este paisaje que se aleja, expresa el lugar donde el sonido se ubica en nuestros oídos, alejándose en vez de aproximándose.
Alguna vez me contaron de una mujer que vivía en París, una descendiente de Scriabin, que pasó su vida entera escribiendo música con la intención de que nunca se escuchara. Qué música es y cómo la hace no queda muy claro, pero siempre la he envidiado. Envidio su locura, su falta de sentido práctico.

Repasando lo que he escrito hasta el momento, veo que de modo implícito he sugerido la posibilidad de que exista otro tipo de dimensión sonora. De hecho, eso no me incumbe. Lo que me interesa es la condición musical donde la dimensión sonora se desdibuja. ¿Qué quiero decir con esto? El desdibujamiento del plano sonoro no significa que la música deba ser inaudible, aunque mi música en ocasiones parece serlo. De pronto, pienso en la Fantasía en Fa menor de Schubert. El peso de la melodía aquí es tal que no se puede ubicar de donde viene. No hay muchas experiencias de este tipo en la música, pero un ejemplo perfecto de lo que quiero decir podría encontrarse en el autorretrato de Rembrandt en la colección Frick. No sólo es imposible entender cómo se hizo esta pintura, sino que tampoco podemos ubicar su existencia en relación con nuestro punto de vista.
La música no es pintura, pero puede aprender de su temperamento más perceptivo que espera y observa el misterio inherente a sus materiales, opuesto al interés velado del compositor en relación con su oficio. Ya que la música nunca ha tenido un Rembrandt, hemos permanecido como simples músicos.
El pintor consigue su maestría dejando que su obra cobre vida por sí misma. Tiene que hacerse a un lado para no perder el control. El compositor apenas está aprendiendo esto. Empieza a aprender que el control puede entenderse sólo como la práctica aceptada.
Yo mismo, al escuchar mucha de la música de los últimos veinte años, debo admitir que aún encuentro intimidantes los controles. Pero la intimidación está menguando porque todo lo que la música parece tener es estos controles. Creo que fue Veblen el que dijo refiriéndose a las metas económicas de Estados Unidos, "¿de qué sirve tanta planificación cuando los fines son tan indeterminados?" Se puede hacer la misma observación acerca de la música hoy día. Vemos la misma abundancia —¿pero de qué? Mientras la vieja mitología se desvanece, mientras la música ya no ensalza los mismos temas que antes, una nueva mística aparece. La mística de su propia creación, de su propia construcción. Lo que en apariencia buscan ahora los compositores es una posición técnica infalible. Aunque claman ser selectivos, responsables de sus decisiones, lo que en realidad eligen es un sistema o un método que, con la precisión de una máquina, elija por ellos. En el pasado, si algo no te gustaba, no lo utilizabas, lo dejabas en paz. Ahora se utiliza todo. Recuerdo algunos compositores que trabajaban el día entero. Ahora tienen una gran reputación y trabajan una hora por semana. Hacen mucho, tienen tanto de dónde trabajar.
Al menos en la música del pasado, cuando los controles dominaban, aún existía una dicotomía, aún era posible distinguir entre el hombre y la máquina. Esto es cierto incluso cuando los controles dominan por completo. Tomemos la Grosse Fuge por ejemplo, quizá la obra más reveladora de Beethoven. Un aura de peligro, de algo que va mal, ronda por encima de la música, parece que el juicio final se ha volteado contra sí mismo. Uno sospecha que en esta obra Beethoven fue puesto de lado por la arremetida musical.
¿Puedo sugerir que cualquier cualidad trascendental que posea esta obra se debe a este hecho? ¿Sólo porque lo que aquí encontramos, del modo más patético y volcánico, es un control en control de su maestro? ¿Qué le sucederá a mi tesis, a mis años de pensar y trabajar en la dirección opuesta?
La respuesta a esta paradoja podría encontrarse en algo que escribí alguna vez: "Para que el arte triunfe, su creador debe fracasar." ¿Cuántas veces he sentido, al escuchar el trabajo de Cage, una sensación de lástima, de pérdida de su creador? Y cuando nos encontramos cara a cara en sus conciertos me gustaría decirle, "déjame darte el pésame por tu persona, pero dile a Atlas Eclipticalis que ha sido la experiencia más excitante de mi vida".
Si no existe algo como una posición honesta o moral o "verdadera" en el arte, lo que se le aproxima es un arte con un poco menos de...control.
Por supuesto, la historia de la música siempre ha estado relacionada con los controles, muy raramente con alguna sensibilidad nueva hacia el sonido. Cualquier adelanto que haya existido, tuvo lugar sólo cuando fueron concebidos nuevos sistemas. Los sistemas extendieron el vocabulario musical, pero en esencia sólo fueron modos más complejos de decir las mismas cosas. La música se sigue basando en unos pocos modelos técnicos. En el momento en que los abandonas te encuentras en un área de la música que no se reconoce como tal.
De acuerdo, podemos comenzar cada época con el mismo puñado de suposiciones, pero no con los mismos procedimientos técnicos relacionados cercanamente a lo largo de toda la historia. Este énfasis obsesivo en un ritual que se ha vuelto idéntico a la creencia que simboliza nos lleva a una conclusión, que la música debe ser una especie de religión. La misión de la música evidentemente es propagar los principios de esta religión. Schöenberg, Stravinsky, Webern, Boulez—su fama existe porque hicieron precisamente esto.
Es interesante que la mayoría de la generación más joven no se haya volcado hacia estos hombres como hacia una fuerza religiosa, sino a un hombre totalmente alejado de ellos, John Cage. Desde Tolstoí no había existido una figura artística que haya dejado una impresión tan honda en la juventud. La clave de este fenómeno tal vez pueda encontrarse en una conversación entre Cage y un visitante a su casa de Stony Point. El visitante hablaba de las innovaciones y los logros notables de Cage, alabando el progreso enorme que había dado a la música. Cage caminó hacia la ventana, miró el bosque y le dijo, "no creo que sea mejor que nada de lo que hay allá afuera".
Esta no es realmente una posición artística, ni siquiera filosófica. Es una posición religiosa. ¿No es esto a lo que Cage se refiere cuando dice que creó una cámara para que otros tomen la fotografía? Si para empezar, el arte es auto-desaparición, lo que Cage consigue es una auto-abolición. Decía anteriormente que la maestría del pintor consiste en hacerse a un lado y dejar que las cosas sean ellas mismas. Cage se hizo a un lado a tal grado que nos deja ver el fin del mundo, el fin del arte. Esta es la paradoja, que esta auto-abolición refleje su opuesto —un dogma omnisciente de las cosas finales—, de hecho, posee un aura de la revelación final del arte.
¿Qué nos ofrece Cage además de esta cámara fotográfica? Sería difícil de decir. Pero, ¿por qué sabemos, en las circunstancias musicales más ambiguas, cuándo es la experiencia Cage? ¿Por qué se escucha inmediatamente algo que no es Cage? Nos damos cuenta de inmediato cuando un intérprete está envuelto en su propio glamour o es insensible o no ha entendido nada. Como cierto personaje que no nombraré, Cage está escondido, pero sabemos lo que es bueno o malo en sus propios ojos. Si te preguntan qué es Cage, es difícil. Pero hasta Stockhausen sabe cuando no es Cage.
Cage no le ofrece a los jóvenes de esta generación un ideal. No grita, como Maiakovsky, "¡Abajo con tu arte, abajo con tu amor, abajo con tu sociedad, abajo con tu dios!" La revolución ha terminado. La de Maiakovsky y la nuestra. Lo que Cage tiene que ofrecer es casi una especie de resignación. Lo que tiene que enseñar es que simplemente no hay un modo de llegar al arte, como tampoco un modo de no llegar.
Un querido y cercano amigo se enfadó una vez ante mi persistente admiración por Cage. "¿Cómo puedes sentir esto", dijo "cuando aparentemente todo lo que Cage propone niega tu propia música?"
Esta fue mi respuesta: "Si alguien niega mi música es, digamos, Boulez. Con Boulez tienes toda el aura del gesto correcto o corrector. Parece arte, se huele y se siente como arte, pero no hay en su obra una presión creativa que me demande algo. Me arrulla hasta dormirme con sus virtudes fácilmente adquiridas".
Mi única discusión con Cage, y sólo hay una, es con su sentencia, "El proceso debe imitar a la naturaleza en su manera de operar". O, como lo dijo en otra ocasión, "todo es música."
Así como hay una decisión implícita en el arte preciso y selectivo, también hay una decisión igualmente implícita en dejar que todo sea arte. Hay un koan zen que responde a esta cuestión. "¿Un perro puede tener la naturaleza de Buda? ...Responde de cualquier manera y perderás tu propia naturaleza de Buda."
Enfrentados a un misterio divino, según el koan, debemos mantenernos dudosos entre las dos opciones. Nunca, a riesgo de perder nuestra propia divinidad, estamos permitidos a decidir. Mi discusión con Cage es que él decidió. Siendo un brillante estudiante zen, de alguna manera no ha entendido este punto tan sutil.

Cuando yo era más joven, parecía que las posibilidades eran ilimitadas, pero mi mente estaba cerrada. Ahora, años después, con una mente abierta, las posibilidades ya no me interesan. Me siento satisfecho de reacomodar los mismos muebles en la misma habitación. En ocasiones, mi preocupación es únicamente establecer una serie de condiciones prácticas que me dejen trabajar. Por años dije que si sólo encontrara una silla cómoda podría competir con Mozart.
La pregunta que con frecuencia ocupa mi mente estos años es: ¿a qué grado uno deja el control y aún mantiene el último vestigio donde uno puede llamar al trabajo su trabajo? Cada quien debe encontrar su respuesta, pero hay una historia acerca de Mondrian que podría clarificar lo que quiero decir.
Alguien sugirió que si Mondrian pintaba superficies de un sólo color, ¿por qué no utilizar spray en vez de pintar estas áreas? A Mondrian le interesó la cuestión y se puso a experimentar de inmediato. No sólo la pintura no se sentía como un Mondrian sino que ni siquiera parecía un Mondrian. Nadie que no haya experimentado algo como esto, puede entenderlo.
La palabra que más se acerca es, tal vez, el tacto. Para mí, al menos, esta parece ser la respuesta, incluso si no es más que la sensación efímera del lápiz en mi mano mientras trabajo. Estoy seguro que si dictara mi música, si la dictara de manera exacta, no sería igual.
Pero toda esta cuestión de ser artista llega sólo después de mucho trabajo y cuando las reminiscencias empiezan a saturar tu vida. Proust no supo cuál era su "tema" hasta el final de su vida. Lo que eres o lo que estás a punto de ser es claro quizá para otros pero nunca para ti mismo. El hecho de que Flaubert le dijera a George Sand (después de escribir Madame Bovary) que no estaba seguro de querer convertirse en un escritor, es más o menos a lo que me refiero. Uno nunca tiene una identidad como artista, pero se observa vagamente a sí mismo en ese papel.
El problema es que utilizamos una dialéctica teológica para entender el mecanismo completo del arte. Sin embargo, la especulación teológica casi siempre ha pertenecido demasiado a este mundo; la búsqueda de Dios es sólo una máscara de la búsqueda de conocimiento. Por eso Spinoza fue rechazado. Todo lo que tenía por ofrecer era Dios y nadie quería eso.
La búsqueda del arte, muchas veces, ha sido otra máscara de la búsqueda de conocimiento. Otro intento de llegar al paraíso con hechos reales. Desde la Torre de Babel este intento ha fracasado. No se puede alcanzar el paraíso con el conocimiento, no se le puede alcanzar con ideas, no se le puede alcanzar ni con creencias -¡recordemos el koan zen!
Hace años alguien me dijo, "si amas algo, ¿por qué cambiarlo?" Aunque esta observación no se refería al arte del pasado, bien podría hacerlo. Para responderla, uno debe entender que el amor por el pasado en el arte es algo muy distinto para el artista que para el público. La vida del artista, hay que recordarlo, es breve, el lapso común de, digamos, setenta y tantos años. El público, por otro lado, existe por siglos, y es, de hecho, inmortal.
El público siente la pérdida en el cambio de manera más crucial que el artista porque ama el arte con la pasión que uno le da a algo que nunca posee del todo. Lo que demanda incesantemente del artista es que compense su pérdida. Sin embargo, esto es muy duro para el artista. Él siente que el público sofoca el arte con su amor y su preocupación. No entiende la naturaleza de su amor o la naturaleza de su pérdida.
Pero esto es quizá una digresión. A donde quiero llegar es a que existe una diferencia entre las muchas ansiedades de un artista que intenta crear algo, intentando encontrar salvavidas contra el fracaso y la ansiedad del arte. La ansiedad del arte es una condición especial, de hecho, no es propiamente una ansiedad, aunque tenga toda la apariencia de serlo. Surge cuando el arte se separa de lo conocido, cuando habla con su propia emoción.
En la vida hacernos todo lo posible por evitar la ansiedad, en el arte debemos buscarla. Esto es difícil. Todo lo que nos rodea en nuestra vida y cultura, sin importar nuestro pasado, nos lleva a la deriva. Sin embargo, existe la sensación de algo inminente. Y lo que es inminente, descubrimos, no es el pasado ni el futuro, sino simplemente —los siguientes diez minutos. Los siguientes diez minutos...No podemos ir más allá de ellos, ni necesitamos hacerlo. SÍ el arte tiene su paraíso, tal vez es esto. Si hay una conexión con la historia, tendría que ser después del hecho en sí, y podría resumirse perfectamente en las palabras de Willem de Kooning: "la historia no influye en mí. Yo influyo en ella."

(1965)

Morton Feldman

(Traducción de Juan Carlos Cano;
el poeta y su trabajo / 18,
México, Invierno 2004)


Morton Feldman (Nueva York, 1926-Buffalo, 1987) Compositor estadounidense. Fue alumno de W. Riegger y de S. Wolpe y recibió la influencia de John Cage, de quien era amigo. Fue uno de los primeros autores que utilizó la notación gráfica. Sus composiciones se caracterizan por un sucesión libre de sonidos lentos en pianissimo, con exclusiva atención a la calidad sonora. "La ansiedad del arte es uno de los ensayos que integran el libro: Give my Regards to eight street: collected writting (Exact Change,2001).

IMAGEN: Ad marginem de Paul Klee.


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