Gárgolas feas atisban por tu ventana iluminada,
el palacio Gaetani exhala un olor a trementina y barniz
y Gino, donde el café era bueno y yo solía recoger mis llaves,
ha desaparecido. El lugar de Gino
lo ocupa ahora una boutique; vende medias y corbatas,
más indispensables que él o nosotros
desde cualquier punto de vista, en realidad. Y estás lejos, en Túnez
o en Libia, contemplando el orden de
las olas cuyo encaje sigue adornando la costa italiana:
¿en homenaje a Septimio Severo? Dudo de que haya
que culpar de todo eso al dinero, o al paso del tiempo o a mí.
En todo caso, no es menos probable
que el famoso desánimo
del cosmos, cansado de su infinitud bastante
viciosa, busque para sí un domicilio
terrenal: y nosotros le venimos bien. Y francamente uno debería agradecer
que él se confine en un departamento,
en cierta expresión del rostro, algunas células cerebrales, pocas,
y no nos empuje directamente al camino
al que llevó a padres, tu hermanito y tu hermanita, G.
El timbre de la puerta es sólo un cráter
en miniatura que se distrae módicamente después
de un roce cósmico, la desintegración de un meteorito;
todos los portales están picados por esa viruela de otros mundos.
En fin, no hemos podido entrar en contacto. Pienso que la próxima vez
no se dará muy pronto. Probablemente no se dará.
No lo lamenten, sin embargo. No creo que yo pueda
revelarles más que lo que Sirio revela a Canopus
aunque es precisamente aquí, en el umbral de la puerta de ustedes,
ellas chocan entre sí, en la ancha luz del amanecer,
y no en la hora de la noche que vigila aferrada al telescopio.
Joseph Brodsky (Rusia, Leningrado, 1940- E.E.U.U., Nueva York, 1996)
(Traducción de Juan Gelman)
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