Era una noche ventosa y antes de que mi retina registrara algo me sobrecogió un sentimiento de felicidad total: las ventanillas de mi nariz habían sido golpeadas por lo que para mí es siempre sinónimo de aquélla, el olor de algas congelándose. Para algunas personas es la hierba o el heno recién cortados; para otros, el olor en Navidad a agujas de pino y a mandarinas. Para mí, es algas congelándose —en parte debido a los aspectos onomatopéyicos de la conjunción misma (en ruso "alga" es un maravilloso vodorosli), en parte debido a la leve incongruencia y al oculto drama submarino en la noción. Uno se reconoce en ciertos elementos; en el momento en que estaba absorbiendo ese olor en las escalinatas de la stazione, hacía tiempo ya que dramas e incongruencias se habían convertido en mi fuerte.
No cabe duda de que la atracción por ese olor podría atribuirse a una niñez junto al Báltico, el hogar de esa errabunda sirena en el poema de Móntale. Y sin embargo tenía mis dudas sobre esa atribución. Para empezar, la niñez no había sido tan dichosa (rara vez lo es, pues se trata más bien de una escuela de repelencia por sí mismo, y de inseguridad); y en cuanto al Báltico, sólo una anguila habría podido escapar del territorio que me correspondía. De todas maneras, como motivo de nostalgia esa niñez difícilmente lograba la clasificación. La fuente de esa atracción, siempre lo he sentido, residía en otra parte, más allá de los confines de la biografía, más allá de nuestra configuración genética —en algún lugar de nuestro hipotálamo que almacena las impresiones de nuestros ancestros cordados acerca, por ejemplo, del propio ichthus que causó esta civilización. Que ese pez fuera feliz es asunto distinto.
Un olor es, al fin de cuentas, una violación del equilibrio de oxígeno, una invasión a él por otros elementos—¿metano? ¿carbono? ¿azufre? ¿nitrógeno? Dependiendo de la intensidad de la invasión, uno siente un aroma, un olor, un tufo. Es un asunto molecular y la felicidad, supongo, es el momento en que uno ve cómo se liberan los elementos de nuestra propia composición. Allí fuera había muchos de ellos, en estado de total libertad, y sentí que había pisado mi propio autorretrato en el aire frío.
El telón de fondo no era sino oscuras siluetas de cúpulas de iglesia y de techos; un puente enmarcado sobre un cuerpo de la negra curva del agua, cuyos dos extremos estaban recortados por el infinito. Por la noche, el infinito en tierras extranjeras llega con el último farol, y aquí estaba a veinte metros de distancia. Todo estaba muy tranquilo. Algunos barcos escasamente iluminados de vez en cuando merodeaban por allí, alterando con sus hélices el reflejo de un ancho CINZANO de neón que trataba de acomodarse sobre el encerado negro de la superficie del agua. Mucho antes de que lo lograra habría de restablecerse el silencio.
Todo era parecido a llegar a las provincias, a algún sitio desconocido, insignificante —posiblemente el propio lugar natal— después de años de ausencia. En no poco grado esta sensación se debía a mi propio anonimato, a la incongruencia de una figura solitaria en los escalones de la stazione. un blanco fácil para el olvido. Era, también, una noche de invierno. Y recordé el primer verso de uno de los poemas de Umberto Saba que yo había traducido largo tiempo atrás, en una encarnación previa, al ruso: "En las profundidades del desierto Adriático"... En las profundidades, pensé, en el quinto infierno, en un rincón perdido del desierto Adriático...Con sólo haberme dado vuelta hubiera visto la stazione en todo su esplendor rectangular de neón y urbanidad, hubiera visto grandes letras que decían VENEZIA. Pero no lo hice. El cielo estaba repleto de estrellas invernales, como lo está a menudo en las provincias. En cualquier punto, parecía, un perro podría ladrar a la distancia o, si no, se podría oír un gallo. Con los ojos cerrados sostuve un manojo de alga congelada desplegado contra una roca húmeda, quizás de hielo cristalizado en algún lugar del universo, olvidado de su localización. Yo era esa roca, y la palma de mi mano izquierda era ese manojo desplegado de algas. Entonces un buque grande, chato, una mezcla de lata de sardinas y de sandwich emergió de ninguna parte y con un ruido sordo rozó el desembarcadero de la stazione. Un puñado de gente echó a tierra y, dejándome atrás, corrió hacia la escalera del terminal. Entonces vi a la úníca persona que conocía en esa ciudad; la visión era fabulosa.
La había visto por vez primera varios años antes, en aquella misma encarnación previa: en Rusia. La visión había Jlegado entonces en guisa de eslavista, de una estudiosa de Mayakovsky, para ser exactos. Eso casi descalificaba a la visión como tema de interés dentro de la camarilla a que yo pertenecía. El que no lo hubiera sido daba la medida de sus propiedades visuales. Cinco pies diez pulgadas, huesos delgados, piernas largas, cabello castaño y ojos almendrados color de avellana, con un ruso pasable en esos labios maravillosamente conformados, vestida soberbiamente en un cuero tan liviano como papel y sedas que le hacían juego, olorosa a un perfume hipnótico, desconocido para nosotros, la visión era fácilmente la mujer más elegante que hubiera puesto su turbador pie en medio de nosotros. Del tipo que suscita sueños húmedos en los hombres casados. Además, era una veneciana.
De modo que prescindimos de su pertenencia al PC italiano y de su consiguiente sentimiento por los simplones de nuestra avant-garde de los años treinta, atribuyendo los dos a frivolidad occidental. Si hubiera sido una fascista confesa, creo que no la hubiéramos codiciado menos. Era positivamente deslumbrante, y cuando después cayó por el peor pelmazo posible en la periferia de nuestro círculo, algún majadero bien pagado de extracción armenia, la respuesta común fueron asombro y cólera más que celos o pesadumbre varonil. Por supuesto, si se lo piensa bien, uno no puede encolerizarse ante un trozo de encaje exquisito manchado por algunos fuertes jugos étnicos. Pero nosotros lo hicimos. Porque era más que un desengaño: era una traición al tejido.
En esos días asociábamos estilo con sustancia, belleza con inteligencía. Al fin de cuentas, éramos una pandilla libresca y a cierta edad, si uno cree en la literatura, piensa que todo el mundo comparte o debe compartir nuestras convicciones y nuestro gusto. Así, si alguien es elegante, es uno de los nuestros. Inocentes del mundo exterior, del occidente en particular, no sabíamos aún que el estilo puede comprarse al por mayor, que la belleza puede ser apenas una mercancía. Así, mirábamos a la visión como la extensión física y como la encarnación de nuestros ideales y principios, y lo que usaba ella, cosas transparentes incluidas, pertenecía a la civilización.
Tan fuerte era la asociación, y tan linda la visión, que incluso ahora, años después, parte ya de una edad diferente y, por así decirlo, de un país diferente, comienzo a recaer sin darme cuenta en la antigua actitud. Lo primero que le pregunto mientras me aprieto contra su abrigo de nutria en el puente del vaporetto colmado es su opinión sobre los Motetes de Montale, recién publicados. El resplandor familiar de sus dientes, todos los treinta y dos, reflejado en el brillo al borde de su pupila avellanada y promovido a la dispersa platería de la Vía Láctea allá arriba, fue todo cuanto obtuve por respuesta, pero era mucho. Preguntar, en el corazón de la civilización, sobre lo más reciente era quizás una tautología. Quizás simplemente yo estaba siendo descortés, ya que el autor no era del vecindario.
(Watermark, 1992)
Joseph Brodsky (Rusia, Leningrado, 1940-Nueva York, 1996)
(Traducción de Hernando Valencia Goelkel)
(*) MARCA DE AGUA (editado por Norma, Colombia, 1993) es un ensayo y una crónica de viaje sobre la ciudad italiana de Venecia (imagen).
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