A la vuelta de un camino sentí de pronto ese placer especial, y que no tenía parecido con ningún otro, al ver los dos campanarios de Martinville iluminados por el sol poniente y que con el movimiento de nuestro coche y los zigzags del camino cambiaban de sitio, y luego el de Vieuxvicq, que, aunque estaba separado de los otros dos por una colina y un valle colocado en una meseta más alta de la lejanía, parecía estar al lado de los de Martinville.
Al fijarme en la forma de sus agujas, en lo movedizo de sus líneas, en lo soleado de su superficie, me di cuenta de que no llegaba hasta lo hondo de mi impresión, y que detrás de aquel movimiento, de aquella claridad, había algo que estaba en ellos y que ellos negaban a la vez.
Parecía que los campanarios estaban muy lejos, y que nosotros nos acercábamos muy despacio, de modo que cuando unos instantes después paramos delante de la iglesia de Martinville, me quedé sorprendido. Ignoraba yo el porqué del placer que sentí al verlos en el horizonte, y se me hacía muy cansada la obligación de tener que descubrir dicho porqué; ganas me estaban dando de guardarme en reserva en la cabeza aquellas líneas que se movían al sol, y no pensar más en ellas por el momento. Y es muy posible que de haberlo hecho, ambos campanarios se hubieran ido para siempre a parar al mismo sitio donde fueran tantos árboles, tejados, perfumes y sonidos, que distinguí de los demás por el placer que me procuraron y que luego no supe profundizar. Mientras esperábamos al doctor, bajé a hablar con mis padres. Nos pusimos de nuevo en marcha, yo en el pescante como antes, y volví la cabeza para ver una vez más los campanarios, que un instante después tornaron a aparecerse en un recodo del camino. Como el cochero parecía no tener muchas ganas de hablar y apenas si contestó a mis palabras, no tuve más remedio, a falta de otra compañía, que buscar la mía propia, y probé a acordarme de los campanarios. Y muy pronto sus líneas y sus superficies soleadas se desgarraron, como si no hubieran sido más que una corteza; algo de lo que en ellas se me ocultaba surgió; tuve una idea que no existía para mí el momento antes, que se formulaba en palabras dentro de mi cabeza, y el placer que me ocasionó la vista de los campanarios creció tan desmesuradamente, que, dominado por una especie de borrachera, ya no pude pensar en otra cosa. En aquel momento, cuando ya nos habíamos alejado de Martinville, volví la cabeza, y otra vez los vi, negros ya, porque el sol se había puesto. Los recodos del camino me los fueron ocultando por momentos, hasta que se mostraron por última vez y desaparecieron.
Sin decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me había aparecido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí papel y lápiz al doctor y escribí, a pesar de los vaivenes del coche, para alivio de mi conciencia y obediencia a mi entusiasmo, el trocito siguiente, que luego me encontré un día, y en el que apenas he modificado nada:
«Solitarios, surgiendo de la línea horizontal de la llanura, como perdidos en campo raso, se elevaban hacia los cielos las dos torres de los campanarios de Martinville. Pronto se vieron tres: porque un campanario rezagado, el de Vieuxvicq, los alcanzó y con una atrevida vuelta se plantó frente a ellos. Los minutos pasaban; íbamos a prisa y, sin embargo, los tres campanarios estaban allá lejos, delante de nosotros, como tres pájaros al sol, inmóviles, en la llanura. Luego, la torre de Vieuxvicq se apartó, fue alejándose, y los campanarios de Martinville se quedaron solos, iluminados por la luz del poniente, que, a pesar de la distancia, veía yo jugar y sonreír en el declive de su tejado. Tanto habíamos tardado en acercarnos, que estaba yo pensando en lo que aún nos faltaría para llegar, cuando de pronto el coche dobló un recodo y nos depositó al pie de las torres, las cuales se habían lanzado tan bruscamente hacia el carruaje, que tuvimos el tiempo justo para parar y no toparnos con el pórtico. Seguimos el camino; ya hacía rato que habíamos salido de Martinville, después que el pueblecillo nos había acompañado unos minutos, y, aún solitarios en el horizonte, sus campanarios y el de Vieuxvicq nos miraban huir, agitando en señal de despedida sus soleados remates. De cuando en cuando uno de ellos se apartaba, para que los otros dos pudieran vernos un momento más; pero el camino cambió de dirección, y ellos, virando en la luz como tres pivotes de oro, se ocultaron a mi vista. Un poco más tarde, cuando estábamos cerca de Combray y ya puesto el sol, los vi por última vez desde muy lejos: ya no eran más que tres flores pintadas en el cielo, encima de la línea de los campos. Y me trajeron a la imaginación tres niñas de leyenda, perdidas en una soledad, cuando ya iba cayendo la noche; mientras que nos alejábamos al galope, las vi buscarse tímidamente, apelotonarse, ocultarse una tras otra hasta no formar en el cielo rosado más que una sola mancha negra, resignada y deliciosa, y desaparecer en la oscuridad.» No he vuelto a pensar en esta página; pero recuerdo que en aquel momento, cuando en el rincón del pescante donde solía colocar el cochero del doctor un cesto con las aves compradas en el mercado de Roussain-ville la acabé de escribir, me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban, que, como si yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.
Al fijarme en la forma de sus agujas, en lo movedizo de sus líneas, en lo soleado de su superficie, me di cuenta de que no llegaba hasta lo hondo de mi impresión, y que detrás de aquel movimiento, de aquella claridad, había algo que estaba en ellos y que ellos negaban a la vez.
Parecía que los campanarios estaban muy lejos, y que nosotros nos acercábamos muy despacio, de modo que cuando unos instantes después paramos delante de la iglesia de Martinville, me quedé sorprendido. Ignoraba yo el porqué del placer que sentí al verlos en el horizonte, y se me hacía muy cansada la obligación de tener que descubrir dicho porqué; ganas me estaban dando de guardarme en reserva en la cabeza aquellas líneas que se movían al sol, y no pensar más en ellas por el momento. Y es muy posible que de haberlo hecho, ambos campanarios se hubieran ido para siempre a parar al mismo sitio donde fueran tantos árboles, tejados, perfumes y sonidos, que distinguí de los demás por el placer que me procuraron y que luego no supe profundizar. Mientras esperábamos al doctor, bajé a hablar con mis padres. Nos pusimos de nuevo en marcha, yo en el pescante como antes, y volví la cabeza para ver una vez más los campanarios, que un instante después tornaron a aparecerse en un recodo del camino. Como el cochero parecía no tener muchas ganas de hablar y apenas si contestó a mis palabras, no tuve más remedio, a falta de otra compañía, que buscar la mía propia, y probé a acordarme de los campanarios. Y muy pronto sus líneas y sus superficies soleadas se desgarraron, como si no hubieran sido más que una corteza; algo de lo que en ellas se me ocultaba surgió; tuve una idea que no existía para mí el momento antes, que se formulaba en palabras dentro de mi cabeza, y el placer que me ocasionó la vista de los campanarios creció tan desmesuradamente, que, dominado por una especie de borrachera, ya no pude pensar en otra cosa. En aquel momento, cuando ya nos habíamos alejado de Martinville, volví la cabeza, y otra vez los vi, negros ya, porque el sol se había puesto. Los recodos del camino me los fueron ocultando por momentos, hasta que se mostraron por última vez y desaparecieron.
Sin decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me había aparecido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí papel y lápiz al doctor y escribí, a pesar de los vaivenes del coche, para alivio de mi conciencia y obediencia a mi entusiasmo, el trocito siguiente, que luego me encontré un día, y en el que apenas he modificado nada:
«Solitarios, surgiendo de la línea horizontal de la llanura, como perdidos en campo raso, se elevaban hacia los cielos las dos torres de los campanarios de Martinville. Pronto se vieron tres: porque un campanario rezagado, el de Vieuxvicq, los alcanzó y con una atrevida vuelta se plantó frente a ellos. Los minutos pasaban; íbamos a prisa y, sin embargo, los tres campanarios estaban allá lejos, delante de nosotros, como tres pájaros al sol, inmóviles, en la llanura. Luego, la torre de Vieuxvicq se apartó, fue alejándose, y los campanarios de Martinville se quedaron solos, iluminados por la luz del poniente, que, a pesar de la distancia, veía yo jugar y sonreír en el declive de su tejado. Tanto habíamos tardado en acercarnos, que estaba yo pensando en lo que aún nos faltaría para llegar, cuando de pronto el coche dobló un recodo y nos depositó al pie de las torres, las cuales se habían lanzado tan bruscamente hacia el carruaje, que tuvimos el tiempo justo para parar y no toparnos con el pórtico. Seguimos el camino; ya hacía rato que habíamos salido de Martinville, después que el pueblecillo nos había acompañado unos minutos, y, aún solitarios en el horizonte, sus campanarios y el de Vieuxvicq nos miraban huir, agitando en señal de despedida sus soleados remates. De cuando en cuando uno de ellos se apartaba, para que los otros dos pudieran vernos un momento más; pero el camino cambió de dirección, y ellos, virando en la luz como tres pivotes de oro, se ocultaron a mi vista. Un poco más tarde, cuando estábamos cerca de Combray y ya puesto el sol, los vi por última vez desde muy lejos: ya no eran más que tres flores pintadas en el cielo, encima de la línea de los campos. Y me trajeron a la imaginación tres niñas de leyenda, perdidas en una soledad, cuando ya iba cayendo la noche; mientras que nos alejábamos al galope, las vi buscarse tímidamente, apelotonarse, ocultarse una tras otra hasta no formar en el cielo rosado más que una sola mancha negra, resignada y deliciosa, y desaparecer en la oscuridad.» No he vuelto a pensar en esta página; pero recuerdo que en aquel momento, cuando en el rincón del pescante donde solía colocar el cochero del doctor un cesto con las aves compradas en el mercado de Roussain-ville la acabé de escribir, me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban, que, como si yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.
Marcel Proust
(Traducción de Pedro Salinas)
...En constatant, en notant la forme de leur flèche, le déplacement de leurs lignes, l’ensoleillement de leur surface, je sentais que je n’allais pas au bout de mon impression, que quelque chose était derrière ce mouvement, derrière cette clarté, quelque chose qu’ils semblaient contenir et dérober à la fois.
Les clochers paraissaient si éloignés et nous avions l’air de si peu nous rapprocher d’eux, que je fus étonné quand, quelques instants après, nous nous arrêtâmes devant l’église de Martinville. Je ne savais pas la raison du plaisir que j’avais eu à les apercevoir à l’horizon et l’obligation de chercher à découvrir cette raison me semblait bien pénible; j’avais envie de garder en réserve dans ma tête ces lignes remuantes au soleil et de n’y plus penser maintenant. Et il est probable que si je l’avais fait, les deux clochers seraient allés à jamais rejoindre tant d’arbres, de toits, de parfums, de sons, que j’avais distingués des autres à cause de ce plaisir obscur qu’ils m’avaient procuré et que je n’ai jamais approfondi. Je descendis causer avec mes parents en attendant le docteur. Puis nous repartîmes, je repris ma place sur le siège, je tournai la tête pour voir encore les clochers qu’un peu plus tard, j’aperçus une dernière fois au tournant d’un chemin. Le cocher, qui ne semblait pas disposé à causer, ayant à peine répondu à mes propos, force me fut, faute d’autre compagnie, de me rabattre sur celle de moi-même et d’essayer de me rappeler mes clochers. Bientôt leurs lignes et leurs surfaces ensoleillées, comme si elles avaient été une sorte d’écorce, se déchirèrent, un peu de ce qui m’était caché en elles m’apparut, j’eus une pensée qui n’existait pas pour moi l’instant avant, qui se formula en mots dans ma tête, et le plaisir que m’avait fait tout à l’heure éprouver leur vue s’en trouva tellement accru que, pris d’une sorte d’ivresse, je ne pus plus penser à autre chose. A ce moment et comme nous étions déjà loin de Martinville en tournant la tête je les aperçus de nouveau, tout noirs cette fois, car le soleil était déjà couché. Par moments les tournants du chemin me les dérobaient, puis ils se montrèrent une dernière fois et enfin je ne les vis plus.
Sans me dire que ce qui était caché derrière les clochers de Martinville devait être quelque chose d’analogue à une jolie phrase, puisque c’était sous la forme de mots qui me faisaient plaisir, que cela m’était apparu, demandant un crayon et du papier au docteur, je composai malgré les cahots de la voiture, pour soulager ma conscience et obéir à mon enthousiasme, le petit morceau suivant que j’ai retrouvé depuis et auquel je n’ai eu à faire subir que peu de changements:
«Seuls, s’élevant du niveau de la plaine et comme perdus en rase campagne, montaient vers le ciel les deux clochers de Martinville.
Bientôt nous en vîmes trois: venant se placer en face d’eux par une volte hardie, un clocher retardataire, celui de Vieuxvicq, les avait rejoints. Les minutes passaient, nous allions vite et pourtant les trois clochers étaient toujours au loin devant nous, comme trois oiseaux posés sur la plaine, immobiles et qu’on distingue au soleil.
Puis le clocher de Vieuxvicq s’écarta, prit ses distances, et les clochers de Martinville restèrent seuls, éclairés par la lumière du couchant que même à cette distance, sur leurs pentes, je voyais jouer et sourire. Nous avions été si longs à nous rapprocher d’eux, que je pensais au temps qu’il faudrait encore pour les atteindre quand, tout d’un coup, la voiture ayant tourné, elle nous déposa à leurs pieds; et ils s’étaient jetés si rudement au-devant d’elle, qu’on n’eut que le temps d’arrêter pour ne pas se heurter au porche. Nous poursuivîmes notre route; nous avions déjà quitté Martinville depuis un peu de temps et le village après nous avoir accompagnés quelques secondes avait disparu, que restés seuls à l’horizon à nous regarder fuir, ses clochers et celui de Vieuxvicq agitaient encore en signe d’adieu leurs cimes ensoleillées. Parfois l’un s’effaçait pour que les deux autres pussent nous apercevoir un instant encore; mais la route changea de direction, ils virèrent dans la lumière comme trois pivots d’or et disparurent à mes yeux. Mais, un peu plus tard, comme nous étions déjà près de Combray, le soleil étant maintenant couché, je les aperçus une dernière fois de très loin qui n’étaient plus que comme trois fleurs peintes sur le ciel au-dessus de la ligne basse des champs. Ils me faisaient penser aussi aux trois jeunes filles d’une légende, abandonnées dans une solitude où tombait déjà l’obscurité; et tandis que nous nous éloignions au galop, je les vis timidement chercher leur chemin et après quelques gauches trébuchements de leurs nobles silhouettes, se serrer les uns contre les autres, glisser l’un derrière l’autre, ne plus faire sur le ciel encore rose qu’une seule forme noire, charmante et résignée, et s’effacer dans la nuit.» Je ne repensai jamais à cette page, mais à ce moment-là, quand, au coin du siège où le cocher du docteur plaçait habituellement dans un panier les volailles qu’il avait achetées au marché de Martinville, j’eus fini de l’écrire, je me trouvai si heureux, je sentais qu’elle m’avait si parfaitement débarrassé de ces clochers et de ce qu’ils cachaient derrière eux, que, comme si j’avais été moi-même une poule et si je venais de pondre un oeuf, je me mis à chanter à tue-tête.
Les clochers paraissaient si éloignés et nous avions l’air de si peu nous rapprocher d’eux, que je fus étonné quand, quelques instants après, nous nous arrêtâmes devant l’église de Martinville. Je ne savais pas la raison du plaisir que j’avais eu à les apercevoir à l’horizon et l’obligation de chercher à découvrir cette raison me semblait bien pénible; j’avais envie de garder en réserve dans ma tête ces lignes remuantes au soleil et de n’y plus penser maintenant. Et il est probable que si je l’avais fait, les deux clochers seraient allés à jamais rejoindre tant d’arbres, de toits, de parfums, de sons, que j’avais distingués des autres à cause de ce plaisir obscur qu’ils m’avaient procuré et que je n’ai jamais approfondi. Je descendis causer avec mes parents en attendant le docteur. Puis nous repartîmes, je repris ma place sur le siège, je tournai la tête pour voir encore les clochers qu’un peu plus tard, j’aperçus une dernière fois au tournant d’un chemin. Le cocher, qui ne semblait pas disposé à causer, ayant à peine répondu à mes propos, force me fut, faute d’autre compagnie, de me rabattre sur celle de moi-même et d’essayer de me rappeler mes clochers. Bientôt leurs lignes et leurs surfaces ensoleillées, comme si elles avaient été une sorte d’écorce, se déchirèrent, un peu de ce qui m’était caché en elles m’apparut, j’eus une pensée qui n’existait pas pour moi l’instant avant, qui se formula en mots dans ma tête, et le plaisir que m’avait fait tout à l’heure éprouver leur vue s’en trouva tellement accru que, pris d’une sorte d’ivresse, je ne pus plus penser à autre chose. A ce moment et comme nous étions déjà loin de Martinville en tournant la tête je les aperçus de nouveau, tout noirs cette fois, car le soleil était déjà couché. Par moments les tournants du chemin me les dérobaient, puis ils se montrèrent une dernière fois et enfin je ne les vis plus.
Sans me dire que ce qui était caché derrière les clochers de Martinville devait être quelque chose d’analogue à une jolie phrase, puisque c’était sous la forme de mots qui me faisaient plaisir, que cela m’était apparu, demandant un crayon et du papier au docteur, je composai malgré les cahots de la voiture, pour soulager ma conscience et obéir à mon enthousiasme, le petit morceau suivant que j’ai retrouvé depuis et auquel je n’ai eu à faire subir que peu de changements:
«Seuls, s’élevant du niveau de la plaine et comme perdus en rase campagne, montaient vers le ciel les deux clochers de Martinville.
Bientôt nous en vîmes trois: venant se placer en face d’eux par une volte hardie, un clocher retardataire, celui de Vieuxvicq, les avait rejoints. Les minutes passaient, nous allions vite et pourtant les trois clochers étaient toujours au loin devant nous, comme trois oiseaux posés sur la plaine, immobiles et qu’on distingue au soleil.
Puis le clocher de Vieuxvicq s’écarta, prit ses distances, et les clochers de Martinville restèrent seuls, éclairés par la lumière du couchant que même à cette distance, sur leurs pentes, je voyais jouer et sourire. Nous avions été si longs à nous rapprocher d’eux, que je pensais au temps qu’il faudrait encore pour les atteindre quand, tout d’un coup, la voiture ayant tourné, elle nous déposa à leurs pieds; et ils s’étaient jetés si rudement au-devant d’elle, qu’on n’eut que le temps d’arrêter pour ne pas se heurter au porche. Nous poursuivîmes notre route; nous avions déjà quitté Martinville depuis un peu de temps et le village après nous avoir accompagnés quelques secondes avait disparu, que restés seuls à l’horizon à nous regarder fuir, ses clochers et celui de Vieuxvicq agitaient encore en signe d’adieu leurs cimes ensoleillées. Parfois l’un s’effaçait pour que les deux autres pussent nous apercevoir un instant encore; mais la route changea de direction, ils virèrent dans la lumière comme trois pivots d’or et disparurent à mes yeux. Mais, un peu plus tard, comme nous étions déjà près de Combray, le soleil étant maintenant couché, je les aperçus une dernière fois de très loin qui n’étaient plus que comme trois fleurs peintes sur le ciel au-dessus de la ligne basse des champs. Ils me faisaient penser aussi aux trois jeunes filles d’une légende, abandonnées dans une solitude où tombait déjà l’obscurité; et tandis que nous nous éloignions au galop, je les vis timidement chercher leur chemin et après quelques gauches trébuchements de leurs nobles silhouettes, se serrer les uns contre les autres, glisser l’un derrière l’autre, ne plus faire sur le ciel encore rose qu’une seule forme noire, charmante et résignée, et s’effacer dans la nuit.» Je ne repensai jamais à cette page, mais à ce moment-là, quand, au coin du siège où le cocher du docteur plaçait habituellement dans un panier les volailles qu’il avait achetées au marché de Martinville, j’eus fini de l’écrire, je me trouvai si heureux, je sentais qu’elle m’avait si parfaitement débarrassé de ces clochers et de ce qu’ils cachaient derrière eux, que, comme si j’avais été moi-même une poule et si je venais de pondre un oeuf, je me mis à chanter à tue-tête.
Marcel Proust (París, 1871-id., 1922) Escritor francés. Hijo de Adrien Proust, un prestigioso médico de familia tradicional y católica, y de Jeanne Weil, alsaciana de origen judío, dio muestras tempranas de inteligencia y sensibilidad. A los nueve años sufrió el primer ataque de asma, afección que ya no le abandonaría, por lo que creció entre los continuos cuidados y atenciones de su madre. En el liceo Condorcet, donde cursó la enseñanza secundaria, afianzó su vocación por las letras y obtuvo brillantes calificaciones. Tras cumplir el servicio militar en 1889 en Orleans, asistió a clases en la Universidad de La Sorbona y en la École Livre de Sciences Politiques. Durante los años de su primera juventud llevó una vida mundana y aparentemente despreocupada, que ocultaba las terribles dudas que albergaba sobre su vocación literaria. Tras descartar la posibilidad de emprender la carrera diplomática, trabajó un tiempo en la Biblioteca Mazarino de París, decidiéndose finalmente por dedicarse a la literatura. Frecuentó los salones de la princesa Mathilde, de Madame Strauss y Madame de Caillavet, donde conoció a Charles Maurras, Anatole France y Léon Daudet, entre otros personajes célebres de la época. Sensible al éxito social y a los placeres de la vida mundana, el joven Proust tenía, sin embargo, una idea muy diferente de la vida de un artista, cuyo trabajo sólo podía ser fruto de «la oscuridad y del silencio». En 1896 publicó Los placeres y los días, colección de relatos y ensayos que prologó Anatole France. Entre 1896 y 1904 trabajó en la obra autobiográfica Jean Santeuil, en la que se proponía relatar su itinerario espiritual, y en las traducciones al francés de La biblia de Amiens y Sésamo y los lirios, de John Ruskin. Después de la muerte de su madre (1905), el escritor se sintió solo, enfermo y deprimido, estado de ánimo propicio para la tarea que en esos años decidió emprender, la redacción de su ciclo novelesco En busca del tiempo perdido, que concibió como la historia de su vocación, tanto tiempo postergada y que ahora se le imponía con la fuerza de una obligación personal. Anteriormente, había escrito para Le Fígaro diversas parodias de escritores famosos (Saint-Simon, Balzac, Flaubert), y comenzó a redactar Contre Sainte-Beuve, obra híbrida entre novela y ensayo con varios pasajes que luego pasarían a En busca del tiempo perdido. Consumado su aislamiento social, se dedicó en cuerpo y alma a ese proyecto; el primer fruto de ese trabajo sería Por el camino de Swann (1913), cuya publicación tuvo que costearse él mismo ante el desinterés de los editores. El segundo tomo, A la sombra de las muchachas en flor (1918), en cambio, le valió el Premio Goncourt. Los últimos volúmenes de la obra fueron publicados después de su muerte por su hermano Robert. La novela, que el mismo Proust comparó con la compleja estructura de una catedral gótica, es la reconstrucción de una vida, a través de lo que llamó «memoria involuntaria», única capaz de devolvernos el pasado a la vez en su presencia física, sensible, y con la integridad y la plenitud de sentido del recuerdo, proceso simbolizado por la famosa anécdota de la magdalena, cuyo sabor hace renacer ante el protagonista una época pasada de su vida. El tiempo al que alude Proust es el tiempo vivido, con todas las digresiones y saltos del recuerdo, por lo que la novela alcanza una estructura laberíntica. El más mínimo detalle merece el mismo trato que un acontecimiento clave en la vida del protagonista, Marcel, réplica literaria del autor; aunque se han realizado estudios para contrastar los acontecimientos de la novela con la vida real de Proust, lo cierto es que nunca podrían llegar a confundirse, porque, como afirma el propio autor, la literatura comienza donde termina la opacidad de la existencia. El estilo de Proust se adapta perfectamente a la intención de la obra: también la prosa es morosa, prolija en detalles y de períodos larguísimos, laberínticos, como si no quisiera perder nada del instante. La obra de Proust, junto a la de autores como Joyce o Faulkner, constituye un hito fundamental en la literatura contemporánea.
El fragmento que publicamos está incluído en el primer tomo de "A la recherche du temps perdu" (Por el camino de Swann), sin ningún título en el original.
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