sábado, 2 de mayo de 2009

MIEDO DE LA ETERNIDAD















Jamás olvidaré mi aflictivo y dramático contacto con la eternidad.


Cuando yo era muy pequeña todavía no había probado chicles y en Recife casi no se hablaba de ellos. Yo ignoraba qué clase de caramelos o bombones eran. Y hasta el dinero con que contaba no alcanzaba para comprarlos: con el mismo dinero podía conseguir no sé cuántos caramelos.
Al final mi hermana juntó dinero, los compró y al salir de casa para la escuela me explicó:
-Ten cuidado de no perderlo, porque este caramelo nunca se acaba. Dura toda la vida.
-¿Cómo que no se acaba? -me detuve un instante en la calle, perpleja.
—No se acaba nunca, y listo.
Yo estaba embobada: me parecía haber sido transportada al reino de las historias de príncipes y hadas. Tomé la pequeña pastilla color rosa que representaba el elixir del largo placer. La examiné, casi no podía creer en el milagro. Yo que, como otros niños, a veces me sacaba de la boca un caramelo todavía entero, para chuparlo después, sólo para hacerlo durar más. Y heme con aquella cosa rosada, de apariencia tan inocente, que hacía posible el mundo imposible del cual ya había empezado a darme cuenta.
Con delicadeza, terminé poniéndome el chicle en la boca. -¿Y ahora qué hago? -pregunté para no equivocarme en el ritual que ciertamente tenía que existir.
-Ahora chupa el chicle para ir saboreando su dulzor, y sólo cuando se le vaya el gusto empieza a masticar. Y ahí mastica por toda la vida. A no ser que los pierdas, yo ya perdí varios. Perder la eternidad. Nunca.
Lo dulzón del chicle era bueno, no podría decir que excelente. Y, todavía perpleja, nos encaminábamos a la escuela.
-Se acabó lo dulce. ¿Y ahora?
-Ahora mastica por siempre.
Me asusté, no sabría decir por qué. Empecé a masticar y pronto tenía en la boca ese pegote ceniciento de goma sin gusto a nada. Masticaba, masticaba. Pero me sentía a disgusto. Y en verdad no me estaba gustando el sabor. Y la ventaja de ser un caramelo eterno me llenaba de una suerte de miedo, como el que se tiene ante la idea de la eternidad o del infinito.
No quise admitir que no estaba a la altura de la eternidad. Que sólo me producía aflicción. Mientras tanto, masticaba obedientemente, sin parar.
Hasta que no soporté más, y, cruzando el portón de la escuela, me ingenié para que el chicle masticado se cayera al suelo arenoso.
-Mira lo que pasó -dije con fingidos espanto y tristeza. Ahora no puedo masticar más. Se terminó el caramelo.
—Ya te lo dije, repitió mi hermana, que no se termina nunca. Pero una a veces los pierde. Hasta de noche se puede seguir masticando, pero para no tragarlo cuando se duerme se lo pega en la cama. No te pongas triste que un día te doy otro, y ése no lo vas a perder.
Yo estaba avergonzada ante la bondad de mi hermana, avergonzada de la mentira que había tramado al decir que el chicle se me había caído de la boca por casualidad.
Pero aliviada. Sin el peso de la eternidad sobre mí.


6 de junio de 1970
Clarice Lispector (Ucrania, 1920; Brasil, Río de Janeiro. 1977)


(Traducción de Amalia Sato)



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