4 (final)
Estaba, sobre todo, el cine. Y era sin duda el único campo en el que su sensibilidad lo había aprendido todo. No debían nada a ningún modelo. Pertenecían, por su edad, por su formación, a esa primera generación para la que el cine fue, más que un arte, una evidencia; lo habían conocido siempre, y no como forma balbuciente, sino de buenas a primeras con sus obras maestras, su mitología. A veces les parecía que habían crecido con él, que lo comprendían mejor de lo que nadie antes que ellos había sabido comprenderlo.
Eran cinefilos. Era su pasión primera; se entregaban a ella cada noche, o casi. Les gustaban las imágenes, a poco que fueran bellas, que los arrastrasen, los encantasen, los fascinasen. Les gustaba la conquista del espacio, del tiempo, del movimiento, les gustaban el torbellino de las calles de Nueva York, la languidez de los trópicos, la violencia de los saloons, No eran ni demasiado sectarios, como esas mentes obtusas para las que no hay más que Eisenstein, Buñuel, o Antonioni, o también -de todo ha de haber en el mundo- Carné, Vidor, Aldrich o Hitchcock, ni demasiado eclécticos, como individuos infantiles que pierden todo sentido crítico y todo les parece genial a poco que un cielo azul sea azul celeste, o que el rojo pálido del vestido de Cyd Charisse contraste con el rojo oscuro del sofá de Robert Taylor. No carecían de gusto. Tenían una gran prevención contra el llamado cine serio que hacía que encontraran más bellas aún las obras que este calificativo no bastaba para volver vanas (¡pero hombre, decían, y tenían razón, vaya mierda Marienbad!), una simpatía casi exagerada por los westerns, los thrillers, las comedias americanas, y por aquellas aventuras sorprendentes, llenas de arrebatos líricos, de imágenes suntuosas, de bellezas fulgurantes y casi inexplicables, tituladas, por ejemplo -todavía se acordaban-, Lola, La encrucijada de los destinos, Los embrujados, Escrito en el viento.
Iban rara vez a un concierto, menos aún al teatro. Pero se encontraban, sin haber quedado en nada, en la Filmoteca, en el Passy, en el Napoleón, o en esos pequeños cines de barrio -el Kursaal en Les Gobelins, el Texas en Mont-parnasse, el Bikini, el México en la plaza Clichy, el Alcázar en Belleville, e incluso en otros, por la Bastille o el distrito 15, esas salas sin gracia, mal equipadas, que sólo parecía frecuentar una clientela heteróclita de parados, argelinos, solterones, cinefilos, y que programaban, en asesinas versiones dobladas, esas obras maestras desconocidas de las que se acordaban desde que tenían quince años, o esas películas consideradas geniales, cuya lista tenían en la cabeza y que, desde hacía años, trataban de ver en vano. Guardaban un recuerdo maravilloso de aquellas benditas veladas en que habían descubierto, o redescubierto, casi por casualidad, El corsario rojo, o El mundo es suyo, o Los forajidos de la noche, o My Sister Eileen, o Los cinco mil dedos del doctor T. Por desgracia, muy a menudo, lo cierto es que se quedaban terriblemente decepcionados. Aquellas películas que habían esperado tanto tiempo, hojeando casi febrilmente, cada miércoles, a primera hora, L'Officiel des Spectacles, aquellas películas, que les habían asegurado en todas partes que eran admirables, a veces llegaba un día en que venían anunciadas. El grupo entero se encontraba en la sala la primera noche. La pantalla se iluminaba y ellos se estremecían de placer. Pero los colores estaban pasados, las imágenes temblaban, las mujeres habían envejecido terriblemente. Salían; estaban tristes. No era la película con que habían soñado. No era la película total que cada uno de ellos llevaba en sí, la película perfecta que no habrían podido agotar. La película que habrían querido hacer. O, más secretamente sin duda, que habrían querido vivir.
5 (comienzo)
Así vivían, ellos y sus amigos, en sus pisitos simpáticos abarrotados de cosas, con sus salidas y sus películas, sus grandes comidas fraternales, sus proyectos maravillosos. No eran desgraciados. Cierta dicha de vivir, furtiva, evanescente, iluminaba sus días. Ciertas tardes, después de cenar, dudaban en levantarse de la mesa; acababan una botella de vino, comían nueces, encendían cigarrillos. Ciertas noches no conseguían dormirse, y, medio sentados, recostados en las almohadas, con un cenicero entre ambos, hablaban hasta la madrugada. Ciertos días paseaban charlando horas enteras. Se miraban sonriendo en los espejos de los escaparates. Les parecía que todo era perfecto; andaban libremente, sus movimientos eran ágiles, el tiempo ya no parecía afectarles. Les bastaba con estar allí, en la calle, un día de frío, de fuerte viento, bien abrigados, al caer la tarde, dirigiéndose sin prisa, pero a buen paso, hacia una casa amiga, para que el menor de sus gestos -encender un cigarrillo, comprar un cucurucho de castañas calientes, deslizarse por entre la muchedumbre a la salida de una estación- les pareciese la expresión evidente, inmediata, de una felicidad inagotable.
O bien, ciertas noches de verano, andaban largo tiempo por barrios casi desconocidos. Una luna perfectamente redonda brillaba alta en el cielo y proyectaba sobre todas las cosas una luz afelpada. Las calles, desiertas y largas, anchas, sonoras, resonaban bajo sus pasos sincrónicos. Pasaba algún que otro taxi, lentamente, casi sin hacer ruido. Entonces se sentían dueños del mundo. Experimentaban una exaltación desconocida, como si hubieran sido poseedores de secretos fabulosos, de fuerzas indecibles. Y cogiéndose de la mano, echaban a correr, o jugaban a la rayuela, o corrían a la pata coja a lo largo de las aceras y vociferaban al unísono las grandes arias de Così fan tutte o de la Misa en si.
O bien, abrían la puerta de un pequeño restaurante y, con una alegría casi ritual, se dejaban envolver por el calor ambiente, por el ruido de los tenedores, el tintineo de las copas, el murmullo apagado de las voces, las promesas de los manteles blancos. Elegían el vino con aire solemne, desdoblaban la servilleta, y les parecía entonces, bien calentitos, mano a mano, fumando un cigarrillo que iban a aplastar un instante más tarde, apenas empezado, cuando llegaran los entremeses, que su vida no sería más que la inagotable suma de aquellos momentos propicios y que serían siempre felices, porque merecían serlo, porque sabían permanecer disponibles, porque la felicidad estaba en ellos. Estaban sentados uno frente a otro, iban a comer después de haber tenido hambre, y todas aquellas cosas —el mantel blanco de recia tela, la mancha azul de un paquete de Gitanes, los platos de loza, los cubiertos algo pesados, las copas, la cestita de mimbre llena de pan tierno- componían el marco siempre nuevo de un placer casi visceral, al borde del embotamiento: la impresión casi exactamente contraria y casi exactamente semejante a la que produce la velocidad, de una formidable estabilidad, de una formidable plenitud. A partir de aquella mesa servida, tenían la impresión de una sincronía perfecta; se sentían al unísono con el mundo, estaban sumidos en él, estaban a gusto en él, no tenían nada que temer.
Acaso sabían, un poco más que los otros, descifrar, o incluso suscitar aquellos signos favorables. Sus oídos, sus dedos, su paladar, como si hubieran estado en continuo acecho, sólo esperaban aquellos instantes propicios, que el menor detalle bastaba para provocar. Pero, en aquellos momentos en que se dejaban llevar por una sensación de calma chicha, de eternidad, que ninguna tensión venía a turbar, en que todo era equilibrado, deliciosamente lento, la fuerza misma de aquellos goces exaltaba cuanto en ellos había de efímero y frágil. No hacía falta mucho para que todo se viniera abajo: la menor nota falsa, un simple momento de vacilación, un signo demasiado grosero, y su dicha se dislocaba; volvía a ser lo que había sido siempre, una especie de contrato, algo que habían comprado, algo frágil y lastimoso, un simple respiro que los devolvía con violencia a lo más peligroso, a lo más inseguro de su existencia, de su historia.
Iban rara vez a un concierto, menos aún al teatro. Pero se encontraban, sin haber quedado en nada, en la Filmoteca, en el Passy, en el Napoleón, o en esos pequeños cines de barrio -el Kursaal en Les Gobelins, el Texas en Mont-parnasse, el Bikini, el México en la plaza Clichy, el Alcázar en Belleville, e incluso en otros, por la Bastille o el distrito 15, esas salas sin gracia, mal equipadas, que sólo parecía frecuentar una clientela heteróclita de parados, argelinos, solterones, cinefilos, y que programaban, en asesinas versiones dobladas, esas obras maestras desconocidas de las que se acordaban desde que tenían quince años, o esas películas consideradas geniales, cuya lista tenían en la cabeza y que, desde hacía años, trataban de ver en vano. Guardaban un recuerdo maravilloso de aquellas benditas veladas en que habían descubierto, o redescubierto, casi por casualidad, El corsario rojo, o El mundo es suyo, o Los forajidos de la noche, o My Sister Eileen, o Los cinco mil dedos del doctor T. Por desgracia, muy a menudo, lo cierto es que se quedaban terriblemente decepcionados. Aquellas películas que habían esperado tanto tiempo, hojeando casi febrilmente, cada miércoles, a primera hora, L'Officiel des Spectacles, aquellas películas, que les habían asegurado en todas partes que eran admirables, a veces llegaba un día en que venían anunciadas. El grupo entero se encontraba en la sala la primera noche. La pantalla se iluminaba y ellos se estremecían de placer. Pero los colores estaban pasados, las imágenes temblaban, las mujeres habían envejecido terriblemente. Salían; estaban tristes. No era la película con que habían soñado. No era la película total que cada uno de ellos llevaba en sí, la película perfecta que no habrían podido agotar. La película que habrían querido hacer. O, más secretamente sin duda, que habrían querido vivir.
5 (comienzo)
Así vivían, ellos y sus amigos, en sus pisitos simpáticos abarrotados de cosas, con sus salidas y sus películas, sus grandes comidas fraternales, sus proyectos maravillosos. No eran desgraciados. Cierta dicha de vivir, furtiva, evanescente, iluminaba sus días. Ciertas tardes, después de cenar, dudaban en levantarse de la mesa; acababan una botella de vino, comían nueces, encendían cigarrillos. Ciertas noches no conseguían dormirse, y, medio sentados, recostados en las almohadas, con un cenicero entre ambos, hablaban hasta la madrugada. Ciertos días paseaban charlando horas enteras. Se miraban sonriendo en los espejos de los escaparates. Les parecía que todo era perfecto; andaban libremente, sus movimientos eran ágiles, el tiempo ya no parecía afectarles. Les bastaba con estar allí, en la calle, un día de frío, de fuerte viento, bien abrigados, al caer la tarde, dirigiéndose sin prisa, pero a buen paso, hacia una casa amiga, para que el menor de sus gestos -encender un cigarrillo, comprar un cucurucho de castañas calientes, deslizarse por entre la muchedumbre a la salida de una estación- les pareciese la expresión evidente, inmediata, de una felicidad inagotable.
O bien, ciertas noches de verano, andaban largo tiempo por barrios casi desconocidos. Una luna perfectamente redonda brillaba alta en el cielo y proyectaba sobre todas las cosas una luz afelpada. Las calles, desiertas y largas, anchas, sonoras, resonaban bajo sus pasos sincrónicos. Pasaba algún que otro taxi, lentamente, casi sin hacer ruido. Entonces se sentían dueños del mundo. Experimentaban una exaltación desconocida, como si hubieran sido poseedores de secretos fabulosos, de fuerzas indecibles. Y cogiéndose de la mano, echaban a correr, o jugaban a la rayuela, o corrían a la pata coja a lo largo de las aceras y vociferaban al unísono las grandes arias de Così fan tutte o de la Misa en si.
O bien, abrían la puerta de un pequeño restaurante y, con una alegría casi ritual, se dejaban envolver por el calor ambiente, por el ruido de los tenedores, el tintineo de las copas, el murmullo apagado de las voces, las promesas de los manteles blancos. Elegían el vino con aire solemne, desdoblaban la servilleta, y les parecía entonces, bien calentitos, mano a mano, fumando un cigarrillo que iban a aplastar un instante más tarde, apenas empezado, cuando llegaran los entremeses, que su vida no sería más que la inagotable suma de aquellos momentos propicios y que serían siempre felices, porque merecían serlo, porque sabían permanecer disponibles, porque la felicidad estaba en ellos. Estaban sentados uno frente a otro, iban a comer después de haber tenido hambre, y todas aquellas cosas —el mantel blanco de recia tela, la mancha azul de un paquete de Gitanes, los platos de loza, los cubiertos algo pesados, las copas, la cestita de mimbre llena de pan tierno- componían el marco siempre nuevo de un placer casi visceral, al borde del embotamiento: la impresión casi exactamente contraria y casi exactamente semejante a la que produce la velocidad, de una formidable estabilidad, de una formidable plenitud. A partir de aquella mesa servida, tenían la impresión de una sincronía perfecta; se sentían al unísono con el mundo, estaban sumidos en él, estaban a gusto en él, no tenían nada que temer.
Acaso sabían, un poco más que los otros, descifrar, o incluso suscitar aquellos signos favorables. Sus oídos, sus dedos, su paladar, como si hubieran estado en continuo acecho, sólo esperaban aquellos instantes propicios, que el menor detalle bastaba para provocar. Pero, en aquellos momentos en que se dejaban llevar por una sensación de calma chicha, de eternidad, que ninguna tensión venía a turbar, en que todo era equilibrado, deliciosamente lento, la fuerza misma de aquellos goces exaltaba cuanto en ellos había de efímero y frágil. No hacía falta mucho para que todo se viniera abajo: la menor nota falsa, un simple momento de vacilación, un signo demasiado grosero, y su dicha se dislocaba; volvía a ser lo que había sido siempre, una especie de contrato, algo que habían comprado, algo frágil y lastimoso, un simple respiro que los devolvía con violencia a lo más peligroso, a lo más inseguro de su existencia, de su historia.
(Les choses, 1965)
George Perec
(Traducción de Josep Escué,
Anagrama, Barcelona, 1992,pags.60-67)
Anagrama, Barcelona, 1992,pags.60-67)
Georges Perec (Burdeos, 1936-París, 1982) Escritor francés. Fue un destacado miembro del grupo Oulipo. Su obra narrativa está centrada en la búsqueda de soluciones a problemas formales. Destacan las novelas Las cosas (1965), La desaparición (1969), W o el recuerdo de la infancia (1975) y su obra maestra La vida, instrucciones de uso (1978), próxima al género autobiográfico. Escribió también poesía y teatro.
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