domingo, 7 de marzo de 2010

GRETA o la realidad irreal en la obra de arte

(Segunda parte)

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Como toda conquista, la indagación que habrá de emprenderse admite diferentes estrategias. El método mas ambicioso, un método al que puede calificarse de "imperial", llevaría el análisis hasta un plano en el que todas las artes o por lo menos todas las obras de un mismo arte queden involucradas. Pero así como en política, en un terreno en el que la prudencia constituye una virtud fundamental, las ambiciones desmedidas conducen por lo general a los fracasos más estrepitosos, también en el dominio del pensamiento es preciso evitar los imperios que no se poseen, pues son éstos los que se pierden inexorablemente. Las conquistas más hermosas son las soñadas y las más amargas son estas mismas transformadas en derrotas por la vigilia. Por lo tanto, se seguirá aquí una estrategia más modesta: habrá de trabajarse en un solo terreno artístico, el de la pintura, y, dentro de él, con un solo cuadro. En definitiva, este cuadro constituye una obra de arte y, como tal, representa a la obra de arte, de manera que las respuestas que brinde a los planteos a los que será sometido pueden perfectamente proyectarse al ámbito del arte en general.
Pues bien, el cuadro elegido para llevar a cabo este análisis es un óleo de Kisling, ese polaco formidable nacido en Cracovia, en 1891 y muerto en París en 1953, ciudad a la que llega en 1910 y en la que realiza gran parte de su obra, animando junto a muchos otros artistas, entre los cuales se encuentran algunos sin cuyos aportes resultaría impensable el arte de este siglo (Picasso, Modigliani, Foujita, Ferdinand Léger, Matisse, Ortiz de Zárate, Miró, Braque, Zadkine, Valentine Hugo, Sévérini, Picabia, Giacometti, Brancusi, Gargallo, André Saimon, Max Jacob, Apollinaire, Cocteau, Blaise Cendrars, Diaghilev, Satie), ese fenómeno tan particular y delicioso que hoy se denomina Grande Aventure de Montparnasse. Este óleo se titula Greta, fue pintado por Kisling en 1937 y actualmente forma parte de la colección del Museo de Arte Moderno de la ciudad de París. No hace mucho tiempo, en 1984,fue expuesto en el Grand Palais, en una restrospectiva que ofreció el salón de otoño de ese año, en homenaje al pintor.

Se ha elegido este cuadro por varias razones. En primer lugar, porque es particularmente hermoso. En segundo lugar, porque el tema del cuadro, un desnudo femenino, al remitir a una realidad muy concreta, facilita en gran medida la indagación. En tercer lugar, porque si bien remite a una realidad muy concreta, el estilo de Kisling (sin llegar a los extremos del cubismo o del surrealismo, su arte hereda y profundiza la labor iniciada por el impresionismo para independizar a la obra pictórica de la realidad material, labor que continuaron aquellas escuelas, entre otras, hasta que la pintura logro emanciparse de las formas del munido visible, privándolas de todo valor representativo y erigiéndose ella misma en el contenido de su propia realidad) hace que su pincel actúe con gran libertad frente al tema y se aparte muchas veces de lo que la realidad le dicta. En cuarto lugar, y por último, porque pese a haberse alejado muchas veces con las líneas, los colores; la composición y el tratamiento del óleo de esa realidad concreta que es una mujer desnuda, pese a eso o acaso por eso, el cuadro no sólo se acerca sino que termina por mezclarse con dicha realidad, configurándola él a ella, a punto tal que la mujer desnuda ya no es sino Greta.

¿Quién es Greta?. Greta es una mujer que yace desnuda sobre un canapé. Su cuerpo se halla absorto en una lenta contorsión: inclina la espalda hacia atrás al tiempo que de la cintura para abajo, se mantiene de lado. Una pierna apoya sobre la otra, ambas ligeramente flexionadas; una, la de arriba, un poco más que la otra. El brazo derecho rodea al cuello y lo envuelve suavemente. La boca, oculta tras ese brazo, parece apoyar sus labios en él. Es el crepúsculo de un movimiento: en unos instantes, brazo, boca y cuello habrán de abandonarse, la espalda se enderezará y las piernas recobrarán su tensión... En unos instantes, otros movimientos surcarán a este cuerpo.

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¿Qué es Greta? Pese a las líneas, pese a los colores, pese a la composición y al tratamiento del óleo, o acaso por todo eso, Greta es la imagen viva de la sensualidad: piernas largas, colmadas de gracia y exuberancia, caderas imponentes, pronunciadas, terriblemente pronunciadas y voraces, cintura estrecha, muy estrecha, pelvis floreciente, discretamente tapizada, senos armoniosos, no demasiado abundantes pero que se destacan intensamente sobre el pecho: dos tentadoras perlas oscilantes... y los ojos: unos atrevidos ojos entornados, verdosos. espléndidos, de mirada desvanecida, hechos para contemplar el deseo, para transformarlo en carne.
Pero la sensualidad de Greta va más allá de esto que se ve. La sensualidad de Greta más que una visión es una sugestión. De ahí su poder fascinante. Las piernas, los ojos, son sólo indicios. Una mujer cuya sensualidad se agote en una cintura, en una cadera o en una pelvis no es verdaderamente sensual. El cuerpo debe ser sólo un augurio de la sensualidad. Dicho más precisamente: la sensualidad no debe corporificarse. Si lo hace está perdida. En todo caso, es el cuerpo el que debe tornarse sensual.
Greta está completamente desnuda y, aún así, todo un universo erótico permanece enterrado a la espera de ser descubierto. Cuando la desnudez de una mujer no es revelación sino misterio, el potencial erótico que ella alberga es inmenso, incapaz de disiparse en un cuerpo. En ciertas mujeres, la desnudez es un vestido, un vestido más. Desnudas siguen veladas y este velo es el que esparce por suss cuerpos una oleada de arrogancia, de severa dignidad. No se trata de desenfado, no. Se trata del abolengo de la desnudez. Otras mujeres, en cambio enajenan por completo su erotismo al desnudarse. No todas resisten un desnudo. Aunque lozanas, poseedoras de cuerpos plenos de frescura, para muchas el desnudo es el agotamiento de su misterio erótico.
No es por cierto, como se adelantó, el caso de Greta. Ella, en lugar de marchitarse, florece en medio de su desnudez. Es que su desnudez no es una conclusión sino un punto de partida: es un principio, el prólogo de un largo libro. Observándola, se comprende que su cuerpo es sólo la llave para, penetrar en un vasto y delicioso mundo erótico, un mundo lleno de matices, de formas, de graduaciones, de oscuridades y peligros, de fulgores y paraísos. El cuerpo de Greta no se cierra con su desnudez; por el contrario, se abre, se abre a un erotismo complejo y profundo.

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Y llega ahora el momento de formular la siguiente pregunta: ¿todo esto pertenece a Greta o pertenece a Kisling? Y en caso de pertenecer a ambos, ¿quien de ellos ha realizado el aporte mayor?
En las líneas anteriores parece no haber lugar para Kisling. En efecto, allí sólo se habla de Greta, de atributos que, por lo demás, le pertenecen en virtud de su condición de mujer: allí se exalta su sensualidad y su erotismo, ¿Cómo puede entonces preguntarse a quién pertenecen esos atributos? Naturalmente a Greta,-no pueden pertenecerle sino a ella. Sin embargo, no es así.
Como primera medida es necesario destacar que no hay una sola Greta: hay, por lo menos, dos Gretas. En el preciso momento en el que Kisling termina de pintar su cuadro, se produce el nacimiento de una nueva Greta, de la Greta pictórica. Esta llega al mundo y se incorpora a la existencia. A partir de ese instante habrá, pues, dos Gretas: la Greta real y la Greta pictórica.
Los comentarios hechos anteriormente están referidos a la segunda, no a la primera. La sensualidad y el erotismo que se exaltan en esas lineas son los de la Greta pictórica, no los de la Greta real. Si también esta última poseyó sensualidad y erotismo es una cuestión aquí irrelevante, tan irrelevante como la relación que pudo haber existido entre ambas. A los efectos de este trabajo no interesa en absoluto determinar si la Greta pictórica se ajusta a lo que fue la Greta real. Si se ajusta, tanto mejor para esta última, pues quiere decir entonces que también ella gozó de esos atributos. Pero la eventual sensualidad y el eventual erotismo de la Greta real no oscurecen ni refutan la sensualidad y el erotismo de la Greta pictórica. Y esto por dos motivos.
Ante todo porque la Greta pictórica no ha emanado de la Greta real, sino de otra Greta, de una tercera, de la Greta modelo. Suponiendo que haya habido sensualidad y erotismo, más allá de la Greta pictórica, ellos no pertenecieron a la Greta real, sino a la Greta modelo, pues aun cuando aquélla haya sido también sensual y erótica, al momento de posar se transformó en otra mujer y expuso así no su propia sensualidad y su propio erotismo, sino los de esa mujer distinta que en ese momento era.
Este nuevo deslinde entre la Greta real y la Greta modelo no constituye una veleidad retórica. Tiene fundamentos muy serios y si parece caprichoso o meramente literario es porque en las investigaciones estéticas consagradas a las artes plásticas esta cuestión no tiene cabida, dado que ni el tratamiento específico de la obra de arte ni el del artista -los dos temas a cuyo estudio se abocan tales investigaciones- dejan lugar a la consideración del modelo. Aún está por escribirse la monografía, el articulo o el ensayo que, abandonando la clasica relación entre obra de arte y artista, se dedique de lleno a indagar en el terreno de los lazos que se establecen entre obra de arte y modelo humano y analice estos vínculos y sus múltiples aspectos desde un punto de vista filosófico, pues, en lo que se refiere al examen de los problemas técnicos, los trabajos abundan.
Por otra parte, se trata aquí de sensualidad y erotismo, es decir, de condiciones que no se manifiestan de un modo material. La sensualidad y el erotismo de una mujer son cualidades que se han hecho para ser saboreadas, no para ser vistas. Que no puedan contemplarse como se contempla un sombrero o un par de zapatos dificulta en gran medida la percepción de esta especie de desvanecimiento del ser real que se opera cuando este esta posando. Para explicar mejor este eclipse se tomará como ejemplo un cuadro de una mujer en el que lo que está en juego no son sus atributos ocultos sino algo más vasto que irrumpe en el mundo exterior involucrando a toda su persona y que se expresa concretamente en gestos, atuendo, objetos materiales, etcétera. Este algo visible es el oficio y el cuadro al que se hará referencia es La criada sajona, un óleo de Charles-Francois Hutin, enviado al Salón de 1769. salvajemente criticado por Diderot, criticado con esa impiedad y ese sarcasmo que tan bien lo caracterizaban y que constituían terribles amenazas para la obra que cayera bajo sus ojos ("Mais puisqu'il me reste du temps et de l'espace, il faut que je me débarrasse ef vous aussi d'une demi-douzaine de pauvres diables qui ne valent pas ensemble une ligne d'écriture:... d'un Hutin dont il y avait deux Servantes saxonnes qui n 'étaient pas grand' chose, même avec le mérite de venir de loin...") -Hutin residía en ese momento en Sajonia- y que ahora cuelga sobre una de las paredes del Musée du Louvre.

En este cuadro se narra lo siguiente: una mujer joven, sentada junto a una mesa de cocina, mira a lo lejos: su atención parece momentáneamente
retenida por un hecho sorpresivo, un pequeño hecho cotidiano que la ha distraído. Estaba pelando legumbres. Ha dejado caer el brazo derecho y en su mano, asido aparentemente sin fuerza, puede verse el pequeño cuchillo con el que efectuaba la tarea y a la que probablemente retornará en unos instantes, una vez que emerja del estado de ensimismamiento al que ese hecho la ha sometido. Viste un amplio delantal que se arrastra por el suelo. Al lado de la mesa, delante de ella, un canasto de mimbre para los residuos, Sobre la mesa, los alimentos; más atrás, unos cántaros, hacia la izquierda, arriba, sobre un estante, un cuenco, una tetera, etcétera.
Se trata, evidentemente, de una criada. Su oficio se ostenta a través de todos estos elementos: la mesa, una ruda mesa de madera gastada, el piso entarugado, la vajilla, los alimentos, el atuendo de la mujer, su mano, el cuchillo, la labor... todos estos elementos convierten a su oficio en algo material, algo que puede verse, incluso palparse.
Pues bien, observemos qué ocurre con este oficio en el supuesto de que la mujer de Hutin haya sido una criada auténtica. Lo que vemos en el cuadro, eso que se nos impone a los ojos sin necesidad de buscarlo con la sensación o con el pensamiento, ¿es su oficio verdadero o es su oficio fingido? (entiéndase bien: su oficio fingido aun cuando se trate de una criada verdadera). Si fuera su oficio verdadero, habría que decir que esta mujer estaba trabajando mientras Hutin la pintaba. Pero no es así: mientras Hutin la pintaba, esta mujer no trabajaba, posaba. El verbo posar es aquí decisivo, pues revela que se trata de un oficio fingido. Quien posa, actúa, representa un papel. Quien posa, por lo tanto, se aparta de su ser. Frente al pincel de Hutin, esta mujer no era una criada, era una modelo que actuaba, que representaba el papel de criada. De esta manera, aunque ella hubiese sido en efecto una criada, dejó de serlo por el hecho de haber posado como tal. Dejó de serlo para transformarse en modelo, modelo para que Hutin construyera una criada, una criada que no es ni la criada auténtica ni la que, al posar, fue modelo y no criada.
Este fenómeno tan curioso y tan sencillo al mismo tiempo, este fenómeno que se produce cada vez que el arte necesita de un modelo humano vivo para engendrar él su propia vida, constituye la aplicación concreta de una paradoja formidable propia del arte en general y no sólo de aquellas artes en las que el modelo desempeña una función plástica, como ocurre en el caso de la pintura o de la escultura. Esta paradoja podría expresarse del siguiente modo: para construir la realidad, el arte debe primero destruirla. La criada de Hutin debió despojarse de su oficio, de su ser real, con el fin de que el pintor pudiera elaborar su realidad pictórica. Esta mujer tuvo que abandonar su realidad para fingirla, tuvo que dejar de trabajar para posar y simular así que estaba trabajando; tuvo, en fin, que aparentar ser como modelo lo que en verdad ya era: una criada, Y todo este eclipse de su realidad fue el camino a través del cual el arte pudo llegar precisamente a esa realidad.
Hemos descubierto entonces, examinando el cuadro de Hutin, en qué consiste y cómo se produce ese desmoronamiento del ser real, un ser real que se ve obligado a abdicar ante la irrupción de otro ser, un ser fingido, que lo desaloja y ocupa su lugar. Así como la criada de Hutin fue desplazada por la modelo, así también la Greta real de Kisling fue desplazada por la modelo. Y si el cuadro de Hutin refleja hoy a la mujer que posó y no a la verdadera criada, del mismo modo el cuadro de Kisling refleja hoy a la mujer que posó y no a la verdadera Greta. Este desmoronamiento constituye, pues, el primer motivo que lleva a afirmar que la sensualidad y el erotismo de los que aquí se está hablando no pertenecen a la Greta real.
Pero hay, como ya se adelantó, un segundo motivo, aun cuando éste nos permitirá comprobar que, en rigor aquellos atributos ni siquiera pertenecen a la Greta modelo. En efecto, la sensualidad y el erotismo que el cuadro exhala son posesiones inalienables de la Greta pictórica. El adjetivo inalienable no ha sido tomado al azar. Con él se desea subrayar que resulta imposible el traslado de estas dos cualidades a otra Greta: a la Greta modelo o a la Greta real. Al nacer, la Greta pictórica recibió estos dones y ellos, que ahora la constituyen de un modo intrínseco (empezamos a sumergirnos en la realidad de lo irreal), ya no pueden retornar ni a la Greta modelo ni a la Greta real. Tampoco pueden retornar a Kisling, de cuya alma y de cuyo pincel, sin embargo, ella los recibió. En efecto, mientras la base de sustentación de la Greta modelo fue la Greta real, la base de sustentación de la Greta pictórica no fue ninguna de aquellas dos sino Kisling. En Kisling se encuentra la fuente de su sensualidad y de su erotismo.

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La Greta modelo es sólo el símbolo que ha puesto en movimiento el proceso de creación del cuadro. El símbolo no es la mujer del cuadro. El cuadro no simboliza a la Greta modelo, es ésta la que simboliza a la mujer del cuadro, es decir, a la Greta pictórica. Examinado el punto desde el interior de este proceso de creación, ya no puede decirse que haya sido la Greta modelo la que inspiró a Kisling: ha sido Kisling quien inspiró a la Greta pictórica. Su sensualidad y su erotismo son obra de Kisling. Todo este riquísimo universo feminino ha sido gestado por un hombre. Quizás a partir de condiciones preexistentes y a él mismo. Es lo más probable. Pero en tal caso, él se apropió de estas condiciones e hizo de ellas un reflejo de su propio mundo: las transfiguró de tal modo que la sensualidad y el erotismo de Greta no son sino su propia sensualidad y su propio erotismo transfigurados.
El hecho de un hombre pueda ser fuente de feminidad se explica perfectamente si se tiene en cuenta que se trata aquí de un proceso artístico. La transformación de lo masculino en femenino es un suceso habitual en el campo del arte. En literatura hay muy buenos ejemplos. Mujeres delineadas de un modo tan perfecto que han pasado a constituir modelos de feminidad. Las heroínas de Ibsen, por ejemplo. Madame Bovary, de Flaubert, es quizás el ejemplo más elocuente, no sólo porque en este libro los estratos más profundos del alma de una mujer aparecen nítida y brillantemente expuestos, sino también porque el propio escritor, y aunque tal vez sólo para disipar aquellas opiniones que sostenían que madame Bovary era o había sido un ser real, se dedicó a explicar y a poner en evidencia ese mecanismo sutil en cuya virtud un hombre puede llegar a encarnarse en una mujer, "Madame Bovary soy yo", exclamó Flaubert en una frase que, pese a su brevedad, evoca los problemas más hondos de la creación artística. Sea como fuere, y aunque su pluma se haya apoyado al comienzo en los rasgos de una mujer auténtica, Madame Bovary es Flaubert y no esa supuesta mujer auténtica. Del mismo modo, Greta es Kisling.

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Y no debe extrañar que Greta sea Kisling (lo cual no significa, desde luego, que Kisling sea Greta), pues el arte es precisamente eso: un ejercicio de simulación a través de la belleza.
Ya fue destacado en la primera parte de este trabajo que en el fondo de toda novela, de toda pintura o de toda escultura hay un núcleo de irrealidad que la sostiene y en el que ella encuentra su esencia.
Considerada en sí misma, la obra de arte es la verdad suprema, pero considerada en su relación con el mundo real es la mentira suprema. Las manzanas y naranjas de Cézanne son bellísimas, pero... ¿acaso podrían comerse? Esta Greta es extremadamente sensual y toda su figura una promesa de erotismo inagotable, pero... ¿podría alguien deslizar sus labios por su cuerpo y fecundar su erotismo? Nadie podrá jamás saborear las manzanas y naranjas de Cézanne ni beber del erotismo de Greta. Para el mundo real, para el mundo de los dientes clavados en la pulpa de una fruta y de los labios posados en otros labios, estas manzanas y naranjas y esta Greta no son más que rotundas inexistencias.
Este hecho, innegable por cierto, no debe sin embargo llevar al desaliento. Sólo se ha puntualizado que Greta no existe para el mundo real, es decir que no existe cuando se la observa desde cierta perspectiva. Dicha afirmación contiene, pues, una alta dosis de relatividad: la inexistencia de Greta no es absoluta. Por lo demás, los seres del mundo real no poseen una existencia absoluta: el espacio y el tiempo les ponen límites insalvables y las relativizan. Esa mujer que nace y muere lejos, muy lejos de nosotros, en una ciudad o aldea del mundo, en una época de la historia del mundo, la nuestra u otra, esa mujer cuya existencia toda se desenvuelve sin que sepamos absolutamente nada de ella, esa mujer que no existe para nosotros ¿ostenta una existencia más sólida que la de Greta? Por lo tanto, y en la medida en que en el mundo real la existencia no es absoluta, la situación de Greta no es peor que la de los seres reales: si éstos existen relativamente y Greta inexiste relativamente, el estado de ambos a este respecto es el mismo.

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De todos modos, pese a esta paridad, el hecho de que Greta no exista para el mundo de los labios posados en otros labios hace caer en una grave crisis a su relativa inexistencia. Aquella mujer de la aldea lejana no existe para nosotros, es cierto, pero si existiera -bastaría con un golpe de la casualidad para que el destino nos deje en esa aldea-, nuestros labios podrían llegar a enlazarse con los suyos. En cambio, no hay ninguna posibilidad de que esta situación acontezca con Greta. Podríamos, si la locura nos empujara, besar sus labios de ilusión, pero sus labios jamás podrían besarnos. Sus labios son irreales, carecen de la realidad de la existencia. Sus labios han sido creados por el arte.
Sin embargo, este arte que ha creado los labios de Greta, esos labios irreales que no besan, produce una clase de realidad que es, curiosamente, más impetuosa que la propia realidad del mundo real. ¿Como se explica esta formidable paradoja? ¿Cómo comprender que algo tan irreal sea, precisamente por eso, tan real? La mejor respuesta a estas preguntas ha sido proporcionada por Henri Michaux. Nadie mejor que él ha explicado este fenómeno tan curioso. En uno de los varios libros que escribió para relatar sus experiencias con drogas alucínógenas expresa: "Nunca estamos tan seguros de la realidad que cuando es ilusión. Pues entonces es realidad por adhesión. Os adherís de modo que recibáis una plenitud. Es perfecta. Así en ciertos sueños. La realidad exclusiva no da la impresión de realidad. Demasiado variada. Verdaderamente no logramos detenernos en ella. Da demasiada libertad para mirar a otro punto". (El Infinito Turbulento, Experiencias con la Mezcalina, Premia, México, 1979, página 80.)
Aquí está magistralmente develada, la clave para poder descifrar esta paradoja. Si bien Michaux no se refiere específicamente a la realidad que crea el arte sino a la que surge de ciertos estados mentales artificialmente provocados, en el fondo la cuestión es la misma, pues se trata en ambos casos de lo que podría denominarse la realidad de la ilusión. En efecto, la ilusión, cualquiera que fuere su origen, comporta un grado de realidad superior al del mundo real, porque, como lo puntualiza Michaux, ella es capaz de abstraer uno de los infinitos puntos de dicho mundo para exponerlo con todo detalle, con toda intensidad: entonces todo lo demás se desvanece y esto contribuye a crear un efecto de concentración y de hondura que la propia realidad no posee.
La idea de Michaux podría ser completada diciendo que la realidad de la ilusión se debe, más a lo que la ilusión ha suprimido de la realidad que a lo que destaca. O para ser más preciso: lo que destaca no surge tanto un poner en relieve sino de un llevar a las sombras toda esa ingente masa de realidad que rodea al punto sobre el cual se desea hablar. En otros términos: el método que emplea la ilusión es el aislamiento de aquel fragmento de realidad que se pretende destacar, siempre pequeño, siempre fugaz, pero que se agiganta y eterniza a fuerza de aislamiento.
Y cabría agregar aún algo más a esta conclusión: el vigor de la realidad que construye la ilusión se debe a que ella es una realidad cuyo tiempo, cuyo espacio y cuyo contenido se encuentran absolutamente gobernados, disciplinados por la ilusión. Esta no es una realidad caótica e inabarcable sino ordenada y sumisa: se deja ver, se deja pensar y se deja sentir. Está ahí, plena de inmediatez, abierta a los ojos, a la cabeza y al corazón, al alcance de quien quiera poseerla, porque su destino, a diferencia de la otra realidad, no es poseer sino ser poseída.

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Pues bien, volviendo a Greta, puede ahora decirse que su fastuosa sensualidad y su inagotable napa de erotismo son tanto más reales cuanto que descienden de una ilusión. Más reales que la propia realidad, más reales a causa de su propia irrealidad.
El mundo real no es capaz de proporcionar una sensualidad y un erotismo como los que ha elaborado Kisling. En. el mundo real nada se presenta en estado puro ni nada queda a nuestra disposición para siempre. La sensualidad y el erotismo, como todo cuanto habita en él, se ofrecen de una manera esquiva, informe, caprichosa y fugaz. En el mundo real no hay sensualidad ni erotismo; hay tan sólo átomos de sensualidad y de erotismo, átomos que atraviesan el aire, algunos más veloces, otros más lentos, y que se esfuman muchas veces antes de que puedan ser apresados. La sensualidad y el erotismo de Greta no son átomos, son esencias. Greta es sensualidad, Greta es erotismo. Su sensualidad y su erotismo están ahí, sobre la tela, súbditos de una ilusión, y pueden entonces contemplarse cuantas veces se quiera y siempre están ahí y siempre Greta es hondamente sensual y siempre Greta es hondamente erótica. En el cuerpo y en el espíritu de una mujer real la sensualidad y el erotismo son ráfagas que los agitan de tanto en tanto, con mayor o menor frecuencia, pero siempre ráfagas que, después de cruzarlos, los abandonan para devolverlos así al reposo. Cuando se dice que una mujer es sensual, sólo se está diciendo que esa mujer se comporta habitualmente de una manera sensual, que posee ciertos atributos que favorecen o facilitan un obrar sensual. Pero que se comporte habitualmente de un modo sensual no significa que sea sensual, porque para serlo sería preciso que lo fuera en todo momento y frente a toda circunstancia, y esto, en el mundo real, es imposible.
El ser exige exclusividad y constancia. Para ser algo se debe ser eso y no otra cosa: no se puede ser y no ser al mismo tiempo. Para ser algo se debe ser eso permanentemente: no se puede ser hoy para dejar de ser mañana. En el mundo real las personas no son ni sensuales ni eróticas: tan sólo tienen una disposición hacia la sensualidad y hacia el erotismo. En el mundo real nadie es algo, porque en el mundo real el ser se astilla bajo el peso de la existencia y del devenir. La existencia supone multiplicidad infinita y el devenir mutación infinita. Las personas existen y por lo tanto son diversas y cambiantes. Al existir no son, por lo menos si se emplea este verbo en su sentido más preciso.
Pascal escribió: "No hay hombre que sea tan distinto de otro como de sí mismo en los diversos tiempos". La existencia disipa al ser, lo esparce, lo agota. La diferencia que media entre una mujer real y Greta, es que mientras la primera sólo existe, la segunda es. Mientras en la primera todo está tejido por la existencia, en la segunda todo está tejido por el ser. La sensualidad y el erotismo de una mujer real se encuentran, en efecto, a merced de la existencia. Ambos carecen, por consiguiente, de estabilidad: como una flor, brotan para después marchitarse. Esto los torna vanos, poco reales, ilusorios. Por el contrario, la sensualidad y el erotismo de Greta, al hallarse al margen de la existencia, y por lo tonto, del tiempo y de la fragmentación, pese a su carácter ilusorio, son mucho más consistentes, mucho más reales.

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Greta configura una realidad a la que el tiempo no puede alcanzar. Es una mujer exenta de fugacidad: el beso elocuente que esconde tras su brazo no tiene fin, el deseo espeso que habita en sus ojos verdosos tampoco tiene fin, la imponencia de sus formas, la suavidad de su carne, el sueño de su mirada, el jardín de su piel, todo esto tampoco tiene fin. Nada tiene fin en ella, nada concluye en esta mujer. Es que en Greta el tiempo se ha extinguido: en ella no hay ni ayer ni hoy ni mañana. En Greta el tiempo no es una fuga: en Greta el tiempo se ha fugado.
Para un ser que existe, el hoy navega por una estrechísima franja bordeada por lo que aún no es y por lo que ya dejó de ser. Para Greta, que no es un ser que existe sino una existencia que es, el hoy no tiene límites, el hoy no está comprimido ni por el pasado ni por el futuro. Para Greta el hoy ocupa todo su espacio vital. Greta es un eterno hoy: por eso Greta es.
La vida sólo puede ofrecer temporalidad. El arte puede ofrecer eternidad. Y una especie fascinante de eternidad: la eternidad del tiempo. Es decir: no ya la simple ausencia de devenir sino el devenir mismo eternizado. Greta es un instante, el crepúsculo de un movimiento y, sin embargo este instante es eterno, este crepúsculo no cesa para dar lugar a otro movimiento. Greta es el instante que no huye, el movimiento que reposa: el tiempo fuera del tiempo, la vida fuera de la vida. Cuando el tiempo y la vida consiguen emigrar de sí mismos, la realidad se acrecienta, se hace infinita y eterna, como Greta.



(c) La Nación, Suplemento cultural,
Domingo, 31-07-1988*
Horacio Oscar Vicente


Horacio Oscar Vicente. Escritor y docente argentino (Universidad de Buenos Aires). Abogado. Doctor en Derecho Político y Constitucional. Ha ejercido como Profesor de las carreras de posgrado que dictan la Universidad Nacional del Comahue y la Universidad Nacional de Entre Ríos, entre otras casas de altos estudios. Actualmente, y desde el año 1987, se desempeña como Director de Técnica y Valoración Aduanera de la Dirección Nacional de Impuestos. Fue Funcionario de la Secretaría de Ingresos Públicos del Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos, donde ingresó en el año 1973. Representó a nuestro país en diversos cargos públicos. Autor de libros y publicaciones en revistas especializadas. Participacipa activamente en reuniones científicas de su especialidad.


* Con este trabajo, el autor ganó el tercer premio (1987) en categoría ENSAYOS, en el concurso que el Diario La Nación organizaba para ensayistas con obras no publicadas.

IMAGEN: Greta, el óleo de Moisés Kisling,motivo de este ensayo,  no aparece en esta entrada, dado que me fue imposible recuperarlo. Aparentemente ya no está disponible la reproducción en Internet.



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