Entrevista a César Fernández Moreno
por Jorge Fondebrider (*)
-Que lo llevó a salir del modo de escritura de Gallo ciego?
— Bueno, ese libro fue escrito entre mis diecisiete y veinte años. Es un libro casi escolar. Está básicamente imbuido de los principios del sencillismo paterno. Pero ese libro, que ganó un Premio Municipal, tuvo la virtud de lanzarme a la circulación literaria, ayudado, desde luego, por la posición privilegiada que ocupaba mi padre en ese mundo literario. Yo empecé a publicar en La Nación a los dieciocho años, y en Sur creo que a los veintiuno o veintidós. Entonces, así como empecé prematuramente, después me alejé prematuramente. Lo que yo escribí luego ya no era adecuado ni para La Nación ni, en alguna medida, para Sur. A los veinte años, al lanzarme a la circulación literaria, yo, un hijo que salía poco, comencé a vincularme con gente de mi edad y sucede que esos amigos de mi edad eran mucho más duchos literariamente que yo. Ellos tenían veneraciones que para mí eran casi esotéricas. Algunas eran inmediatas, como Pablo Neruda; pero cuando me hablaban de Stefan George, de Trakl, de Lubicz Milosz, me remitían a mundos de poesía germánica que en mi casa no se "usaban". En mi casa se usaban los mundos de la poesía española y los de la poesía francesa.
—¿Quiénes eran esos amigos?
Esos amigos eran toda la gente de la revista Canto: Eduardo Calamaro, Miguel Ángel Gómez, Julio Marsagot; también gente de otros orígenes literarios, como León Benarós, Vicente Barbieri, Juan Ferreyra Basso, Eduardo Jonquières, Daniel Devoto —que de por sí era todo un pequeño mundo, con sus ediciones siempre muy cuidadas, siempre bien seleccionadas. Allí empezó a publicar Julio Cortázar, creo. Toda esa gente, entonces, me acogió como a un compañero más y me permitió, casi obligándome, asumir la personalidad de ellos. Esto me era útil porque me dio la posibilidad de afianzarme a mí mismo en una edad en la que, como bien sabemos, afianzarnos es lo que necesitamos. Sobre todo logré afianzarme frente a mi padre, porque mi adhesión por la vida y obra de mi padre era un tanto excesiva. Si yo hubiera continuado en ese camino, habría sido un simple epifenómeno...A lo mejor lo soy. No estoy seguro de haber superado ese peligro. Pero entonces era evidente que corría el riesgo de convertirme en un glosador de mi padre. Te decía que esos nuevos poetas, esos nuevos estilos, esos nuevos modelos, esas nuevas modas fueron insensiblemente asumidos por mí en mi poesía. Así encontré alguna forma de novedad y, al mismo tiempo, puse al servicio de mis amigos una buena posición de política literaria recibida a través de mi padre. Realicé una tarea de promoción, de publicación, de presentación pública de todos esos poetas, entre los cuales estaba yo. Creo que todo eso fue bastante útil para promover esa generación y lograr que ocupara un lugar bastante claro en la escena literaria argentina.
—Habla de un primer paso para distanciarse de la figura de su padre, después, en la década del cincuenta, hay otro paso que nos ubica en lo que luego sería su verdadera voz. ¿Cómo se produce este paso?
—Se produce espontáneamente, en una forma inexplicable para mí. Yo empiezo a escribir alrededor de los años cuarenta y siete o cuarenta y ocho algunos poemas donde, por lo pronto, abandono las formas clásicas, el ritmo y la rima cuidadosamente enseñados por mi padre y aprendidos por mí desde la infancia. Empiezo a escribir en verso libre poemas cortos. Siento, en ese momento, que hay un cambio. Estoy por cumplir treinta años. Creo que es Balzac quien dice que a los treinta años el ser humano asume sus verdaderas características; por cierto que no las mejores, según Balzac. Esta forma nueva de escribir se ve en mi libro Veinte años después, publicado en 1953; hay una sección que lleva el mismo título que el libro, en la que se subraya el salto alcanzado respecto de esos primeros poemas de Gallo ciego y de los escritos durante el influjo de la generación del cuarenta. En Veinte años después la forma es más despojada y, quizá, más personal. Lo primero ya fue dicho: hay abandono de las formas el clásicas. Pero lo más importante es lo que se empieza a expresar: una versión existencial y muy lacerada del mundo donde yo siento una privación y un despojo. Posiblemente sean los primeros efectos del abandono de las personalidades un tanto ficticias antes asumidas. Llamo así a las personalidades que reproducen la de mi padre y la de la generación del cuarenta. Tal vez, al dejar yo caer esos disfraces o telas, me encuentro con mi propia persona y esto no es tan agradable, porque me produce una sensación bastante dura. En el campo del lenguaje recuerdo un par de poemas que están en el libro y que expresan esto muy claramente. Hay uno que termina diciendo: "el lenguaje se me ha dado vuelta/ apenas puedo usarlo al revés",y otro poema mucho más pesimista en el cual manifiesto la carencia de todo: de ideas, de creencias, de acciones —una especie de vacío que, quizá, siendo 1948 o 1949, podría acusar algún reflejo del existencialismo francés, que en esa época nos llegaba, sobre todo, a través de las novelas de Sartre y de Camus. Sin embargo, si eso existió, creo que fue una superposición entre la época y mi personal evolución. Tendía a la autenticidad, a la asunción de mi propia persona. Todo esto, en una etapa de lo que podríamos llamar, con buena voluntad, "mi poesía", se manifiesta de una manera muy clara en un poema, también incluido en Veinte años después, que yo escribo en 1950, precisamente el año de la muerte de mi padre: "La tierra se ha quedado negra y sola", que es uno de los poemas más profundamente sentidos que yo he escrito a lo largo de toda mi vida, sin duda alguna porque el hecho que lo suscita es uno de de los más profundamente sentidos por mí. La muerte de mi padre simboliza el acceso a mi propia persona con todas sus posibilidades y limitaciones, la asunción dramática de esa personalidad auténtica. Debo, entonces, reemplazar a mi padre porque él ha muerto.
Las circunstancias que expresó explican muy bien por qué usted es, durante los años cincuenta, uno de los primeros poetas que se lanzan al vacío abandonando las formas e incorporando la realidad de una manera que, hasta ese momento, había sido incluida en nuestra poesía con bastante timidez. ¿Estaba solo en su búsqueda?
—En el año cincuenta, precisamente, empieza a aparecer Poesía Buenos Aires. Esa revista aporta muchos elementos nuevos. Era bastante más contradictoria de lo que parece. Hay, al menos, dos líneas perfectamente claras; una es la invenciónista, teóricamente acaudillada por Edgar Bayley. Esa línea abogaba por una poesía presentativa y no representativa. Era, por lo tanto, una poesía que no tenía nada que ver con la realidad, una poesía que buscaba justificarse a sí misma con sus propias palabras. Al mismo tiempo publicaban en la revista otros poetas que dan más cabida a la realidad existencial , entre ellos Raúl Gustavo Aguirre, Mario Trejo, Paco Urondo, que, si bien siguen parcialmente a Bayley, dejan salir su expresión de lo que viven y de lo que sienten. El propio Bayley, poco a poco, irá abandonando au estricta doctrina del invencionismo para sumergirse en lo que yo, en mi tesis presentada aquí, en París, llamo poesía existencial para denominarla de alguna manera; poesía de la existencia, que se comprobara en la revista ZONA de Poesía Americana y en la Antología Interna publicada por la misma revista entre 1963 y 1965. Allí se ve que todos aquellos movimientos iban a parar al mismo lugar: una corriente existencial en la que confluimos Edgar Bayley, Paco Urondo, Noé Jitrik, Alberto Vañasco y yo. También Ramiro de Casasbellas. Así que te contesto que tan solo no estaba en Argentina. Delante de mí había un grupo al cual me encontraba estrechamente ligado por razones de amistad y convivencia. No ya por doctrinas, como en los años cuarenta, porque ahora me sentía seguro de mí mismo. No, yo no estaba solo. Escribo con los hombres de la generación del cincuenta, aunque no en Poesía Buenos Aires. Esta revista nunca publicó nada mío, salvo algún poemita en uno de esos cuadernillos que Aguirre publicaba aparte. Por sus características, Poesía Buenos Aires se presentaba como opuesta a mi posición poética, aunque no a la vital y amistosa. Sin ninguna duda la prueba de nuestra confluencia fue la revista ZONA. Esto en cuanto a Argentina. Sucede además que esa misma conmoción o extraña fuerza que me había llevado a lanzarme al vacío, como vos decís, había llevado a lanzarse al vacío por el mismo tiempo a otros poetas de mi misma edad en toda América latina, concepto que, por entonces estaba en Argentina mucho menos difundido que ahora. En esos años no se hablaba de América latina, se nablaba de Argentina casi exclusivamente. Pero sucede que cuando yo escribía Veinte años después, Nicanor Parra escribía sus Poemas y Antipoemas, y Ernesto Cardenal publicaba Getsemaní, y Roberto Fernández Retamar, Vuelta a la antigua esperanza. Benedetti, por su parte, publicaba en Uruguay Poemas de la oficina. Es decir que hay como una onda, sísmica quizá, que recorre América latina sin previo aviso, sin connivencias, sin contactos entre sus ejecutores, que planta o lanza esa poesía existencial, cuyo carácter central, a mi entender, es que se refiere a la existencia vivida. ¿Cuál es la razón? Probablemente la existencia se nos hacía cada vez más y más problemática en América latina. Había en marcha una revolución tan importante como la cubana y empezábamos a sor conscientes de la situación de dependencia en la que todavía hoy se encuentra nuestra región. En esas condiciones parecía humanamente imposible no hablar de todo esto. Variaba, únicamente, el grado de conciencia presente en los poetas. Los había más politizados o menos politizados, como era mi caso. Pero la manera de encarar la realidad y de traducirla en palabras es una manera que se aproxima a otra de las características de este tipo de poesía: el tono conversacional. Se trata de la poesía que se puede comunicar oralmente a todas las personas y no únicamente a un restringido y exclusivo círculo de poetas, como era el caso de la revista Canto o el de las ediciones de Daniel Devoto, o el de Poesía Buenos Aires en su costado invencionista. Se trata de la poesía que tiene la virtud de permitir que la reciban más personas sin dimitir, por ello, sus más profundas exigencias de calidad, de elaboración y de alquitaramiento del lenguaje.
A esa poesía existencial, según sus propios términos, se oponía, como siempre sucedió a lo largo de nuestra historia literaria, una poesía de corte más abstracto. ¿Cómo se planteaba la convivencia?
—Esta oposición que, efectivamente, es propia de toda la poesía argentina y, generalizando, de toda la literatura latinoamericana y, generalizando todavía más, de toda la producción de los países dependientes de todo el mundo es una oposición que consiste en escribir como a uno le sale en su propio país o escribir como se escribe en la metrópoli. La poesía que sigue a la metrópoli es una poesía esencialista, abstracta, etérea e imitativa de la experiencia europea. En nuestro país, notoriamente, es una imitación esencialista de la poesía francesa: Mallarmé, Rimbaud. Entonces, en América latina, como en cualquier otro lugar dependiente del planeta, hay dos formas de escribir: imitando a los grandes maestros extranjeros o escribiendo de forma existencial, vale decir no imitando a la metrópoli. En el primer caso se puede adquirir una enorme maestría y pueden hacerse imitaciones tan buenas como los originales —con lo cual no dejamos de imitar a Rilke, a Mallarmé, a Rene Char o a autores anteriores, como Garcilaso o Góngora, que tanto importaron a la generación del cuarenta. En el segundo caso escribimos a partir de un impacto, el de la realidad vivida. La dicotomía es perfectamente clara; y si queremos ser groseros en nuestra apreciación, digamos que esa poesía existencial de la que hablamos se manifiesta con mucha más crudeza y existencialidad en las expresiones específicamente populares. En Argentina, en nuestra poesía, es el caso del tango. No vamos a decir que Celedonio Flores es mejor poeta que Lugones, pero sí que es más auténtico y que se refiere a la realidad vivida en una forma directa e inmediata con detrimento, seguramente, de su calidad poética. Así como está el tango en Argentina, podría citar la literatura de cordel en Brasil, los decimistas cubanos, los improvisadores ecuatorianos y, volviendo a nuestro siglo XIX, la poesía gauchesca. Siempre se trata de la poesía que sale directamente de la vida sin pasar por los filtros literarios. La poesía existencial o coloquial o conversacional es más literaria que toda esta poesía popular que mencionamos. Los tres primeros libros de Borges —los de poesía, claro está— están escritos en el idioma conversado de cada día. Borges es, en esa época, un poeta existencial. Después asume otros rumbos. Pero esos tres primeros libros fueron el escándalo literario del ultraísmo. Borges, como Bayley, no practicaba sus doctrinas. Él escribía el manifiesto del ultraísmo y luego Fervor de Buenos Aires. Guillermo de Torre, que era "ultraísta abstracto", lo condenaba por heterodoxia a las propias normas establecidas por Borges. Entonces, esa poesía primera de Borges, escrita con las palabras de todos los días, es más literaria que una letra de tango, pero también se nutrió de la realidad cotidiana. Generalizando mucho, quiero citar a un joven poeta francés que, en un artículo que publicó en una revista que yo hacía para la UNESCO, manifestaba que lo que distingue a la literatura del Tercer Mundo de la literatura metrópolitana es que la primera es fundamentalmente oral, mientras que la segunda es fundamentalmente escrita. Esto se comprueba bien el caso de la poesía. La poesía francesa, por ejemplo, está muy cerca de las artes plásticas. Un ejemplo extremo podrían ser los Caligramas, de Apollinaire. Se tiende a trabajar sobre el lenguaje básicamente como lenguaje escrito, inclusive utilizando las formas tipográficas. Hay una idea escrita del poema. En cambio en Argentina, desde la poesía gauchesca a la poesía existencia, pasando por el tango, lo lírico se funde en lo oral, en la conversación. Creo que es Eliot quien dice que la poesía, de vez en cuando, debe sumergirse en la oralidad para preservar su frescura.
Precisamente, los poetas de los años sesenta, en Argentina, continuaron la senda anticipada por ustedes en la década anterior. Pero en mi opinión transformaron rápidamente en retórica lo que en los años cincuenta había tenido vida. ¿Por qué se produjo este fenómeno?
—En los años sesenta mi atención se centraba en los poetas de los años cincuenta, que trabajan en la lírica existencial. A los poetas de los años sesenta, a quienes no podría nombrar, habría que considerarlos epigonales. Siempre suceden a los momentos de creatividad e invención épocas de repetición y reiteración donde lo natural se convierte en artificial. Por otra parte, todo estilo llega a una retórica, a una cristalización hasta que viene una reacción que replantea todo de nuevo. Si fuera cierta mi hipótesis de que toda la historia de la poesía se caracteriza por períodos existenciales y esenciales, yo diría que hay una respiración lógica: los períodos existenciales nacen, crecen, se desarrollan, decaen y mueren dando paso al mismo fenómeno en los períodos esenciales. Esto en cuanto al tiempo, porque en cuanto al espacio te repito lo que te dije antes: un país dependiente tiene que esforzarse por apegarse a su realidad. No se trata de un decreto stalinista, sino de un imperativo de la realidad. Un país, todo país, tiene su propia realidad y cualquiera con un grado mínimo de lucidez debe escribir a partir de esa riqueza. Me parece más lógico que un poeta del Chaco escriba a partir de su realidad chaqueña que a partir de disquisiciones abstractas sobre metafísica dudosa.
—Muchos criticos señalan que en los últimos treinta años usted y Juan Gelman son, probablemente, quienes más lejos han ido en la búsqueda de un lenguaje básicamente argentino para la poesía. Sin embargo, ambos presentan una marcada diversidad de procedimientos. ¿Podría describir en qué radica esa diversidad?
—Me siento muy honrado y muy cómodo sentado en el sillón de la poesía al lado de Juan Gelman. Aunque más bien habría que decir que la poesía no tiene un sillón, sino un duro colchón de fakir. Ya hemos trazado mi evolución. La de Juan empieza unos diez años después, porque él es diez años menor que yo. Las influencias también son otras. Él no sufre para nada el impacto de la generación del cuarenta. Durante los años cincuenta, durante Poesía Buenos Aires, él está colocado en otra posición política, vital y poética. Yo diría que la primera influencia en Juan, lo que ocupa en mi caso mi padre, es César Vallejo. Magnífica influencia, por cierto; magnífica por su raigalidad americana. Nadie es más cotidiano ni más conversacional que Vallejo. En términos locales, él recibe la fraternidad de González Tuñón. Creo que mi padre es uno de los orígenes de Raúl González Tuñón, lo cual explica el que yo no haya recibido su influencia. Hay entonces una especie de sorteo de barajas determinado por la hilación del tiempo. Hay, luego, un momento en el cual Juan escribe muy existencialmente. Ese momento coincide con su publicación en la revista ZONA. Su última época corresponde al luctuoso período del proceso. Juan da varias vueltas de tuerca a su poesía y sale produciendo sus últimos libros publicados en España, donde de una forma casi milagrosa reúne lo mejor de la poesía mística española y lo mejor de nuestros tangos. Creo que Juan, por su situación personal en los hechos vividos en los últimos veinte años, es el testimonio primero que la poesía argentina puede dar de esos años. Yo, en cambio, viví todos esos hechos de otra forma. Alguna inspiración, quizá de origen divino, me permitió, para mi beneficio o mi perjuicio, estar fuera del país durante los peores años y, por lo tanto, ser sólo un testigo lateral de los hechos. Creo que la poesía de Juan lleva un imperativo de verdad, de autenticidad y de realidad que la caracteriza desde sus inicios hasta estos momentos.
Qué noticias tiene de los últimos diez años de poesía argentina?
—Siempre tuve noticias. Me llegaron libros, revistas, vi amigos. Fueron, claro está, noticias aisladas. Supe siempre que la poesía argentina no pudo ser liquidada. En Argentina la poesía es un potrero que cuanto más le cortan el pasto más crece. Es un milagro de nuestro país. Tengo la impresión de que la poesía argentina de estos años ha mantenido, por una parte, una especie de "guardia vieja" que se ha mantenido más o menos estable en sus estilos y modalidades, con más o menos dignidad de acuerdo a los poetas de los cuales se trate. Luego, creo que las generaciones del cincuenta y del sesenta, vale decir dos momentos de una misma generación —porque ya no son tan claras las diferencias entre Bayley y Gelman, o entre Poesía Buenos Aires y La Rosa Blindada— han sido sumamente dañadas por los sucesos. Son muchos los muertos y son incontables los exiliados. Se trata de gente silenciada durante mucho tiempo. Por último, cabe mencionar a los poetas que vinieron de los años setenta en adelante. De elloshe tenido una especie de visión panorámica a través de una selección que me presentó un miembro de esa generación, Abel Robino, quien me honró con el pedido de una introducción para esa antología. Hay, en estos nuevos poetas, una gran variedad de tonos. El tono existencial ha sido obligatoriamente postergado por razones de seguridad. Quienes quisieron hablar de lo que pasaba tuvieron que hacerlo mediante circunloquios, en forma velada; de ahí el tono elegiaco. Otros volvieron al equilibrio esencialista que es también una forma de evitar la referencia a la realidad. Tengo entendido que hubo un rebrote neo-romántico. Hubo también un rebrote neo-surrealista. Creo que la poesía surrealista, entre cuyos iniciadores se cuenta Enrique Molina, dio poetas considerables como Francisco Madariaga o como Juan Antonio Vasco. Me parece que también influyó sobre otros poetas importantes, como esta última etapa de Bayley lo demuestra. (Creo que la trayectoria de Bayley es muy curiosa: poeta invencionista archi -artístico, poeta existencial y, luego, poeta surrealista.) Cuantitativamente hablando, este último lapso de nuestra poesía es de una rica cosecha con dos características muy marcadas: la necesidad de eludir la realidad — algo perfectamente comprensible e inevitable en la Argentina de los militares — y la existencia de un lenguaje poético enormemente seguro, sobrio, exacto. Creo que podemos hablar de una escuela poética argentina, cuya marca fundamental es el extraordinario dominio del lenguaje. Esto no es gratuito, nace a partir de hombres como Macedonio Fernández, quien desde su aisamiento neurótico alcanzó una sobriedad y precisión expresivas realmente increíbles, y sigue con Borges, que nos hace accesibles las características de Macedonio. El rigor en el manejo del lenguaje ya forma parte de nuestro inconsciente colectivo.
— Bueno, ese libro fue escrito entre mis diecisiete y veinte años. Es un libro casi escolar. Está básicamente imbuido de los principios del sencillismo paterno. Pero ese libro, que ganó un Premio Municipal, tuvo la virtud de lanzarme a la circulación literaria, ayudado, desde luego, por la posición privilegiada que ocupaba mi padre en ese mundo literario. Yo empecé a publicar en La Nación a los dieciocho años, y en Sur creo que a los veintiuno o veintidós. Entonces, así como empecé prematuramente, después me alejé prematuramente. Lo que yo escribí luego ya no era adecuado ni para La Nación ni, en alguna medida, para Sur. A los veinte años, al lanzarme a la circulación literaria, yo, un hijo que salía poco, comencé a vincularme con gente de mi edad y sucede que esos amigos de mi edad eran mucho más duchos literariamente que yo. Ellos tenían veneraciones que para mí eran casi esotéricas. Algunas eran inmediatas, como Pablo Neruda; pero cuando me hablaban de Stefan George, de Trakl, de Lubicz Milosz, me remitían a mundos de poesía germánica que en mi casa no se "usaban". En mi casa se usaban los mundos de la poesía española y los de la poesía francesa.
—¿Quiénes eran esos amigos?
Esos amigos eran toda la gente de la revista Canto: Eduardo Calamaro, Miguel Ángel Gómez, Julio Marsagot; también gente de otros orígenes literarios, como León Benarós, Vicente Barbieri, Juan Ferreyra Basso, Eduardo Jonquières, Daniel Devoto —que de por sí era todo un pequeño mundo, con sus ediciones siempre muy cuidadas, siempre bien seleccionadas. Allí empezó a publicar Julio Cortázar, creo. Toda esa gente, entonces, me acogió como a un compañero más y me permitió, casi obligándome, asumir la personalidad de ellos. Esto me era útil porque me dio la posibilidad de afianzarme a mí mismo en una edad en la que, como bien sabemos, afianzarnos es lo que necesitamos. Sobre todo logré afianzarme frente a mi padre, porque mi adhesión por la vida y obra de mi padre era un tanto excesiva. Si yo hubiera continuado en ese camino, habría sido un simple epifenómeno...A lo mejor lo soy. No estoy seguro de haber superado ese peligro. Pero entonces era evidente que corría el riesgo de convertirme en un glosador de mi padre. Te decía que esos nuevos poetas, esos nuevos estilos, esos nuevos modelos, esas nuevas modas fueron insensiblemente asumidos por mí en mi poesía. Así encontré alguna forma de novedad y, al mismo tiempo, puse al servicio de mis amigos una buena posición de política literaria recibida a través de mi padre. Realicé una tarea de promoción, de publicación, de presentación pública de todos esos poetas, entre los cuales estaba yo. Creo que todo eso fue bastante útil para promover esa generación y lograr que ocupara un lugar bastante claro en la escena literaria argentina.
—Habla de un primer paso para distanciarse de la figura de su padre, después, en la década del cincuenta, hay otro paso que nos ubica en lo que luego sería su verdadera voz. ¿Cómo se produce este paso?
—Se produce espontáneamente, en una forma inexplicable para mí. Yo empiezo a escribir alrededor de los años cuarenta y siete o cuarenta y ocho algunos poemas donde, por lo pronto, abandono las formas clásicas, el ritmo y la rima cuidadosamente enseñados por mi padre y aprendidos por mí desde la infancia. Empiezo a escribir en verso libre poemas cortos. Siento, en ese momento, que hay un cambio. Estoy por cumplir treinta años. Creo que es Balzac quien dice que a los treinta años el ser humano asume sus verdaderas características; por cierto que no las mejores, según Balzac. Esta forma nueva de escribir se ve en mi libro Veinte años después, publicado en 1953; hay una sección que lleva el mismo título que el libro, en la que se subraya el salto alcanzado respecto de esos primeros poemas de Gallo ciego y de los escritos durante el influjo de la generación del cuarenta. En Veinte años después la forma es más despojada y, quizá, más personal. Lo primero ya fue dicho: hay abandono de las formas el clásicas. Pero lo más importante es lo que se empieza a expresar: una versión existencial y muy lacerada del mundo donde yo siento una privación y un despojo. Posiblemente sean los primeros efectos del abandono de las personalidades un tanto ficticias antes asumidas. Llamo así a las personalidades que reproducen la de mi padre y la de la generación del cuarenta. Tal vez, al dejar yo caer esos disfraces o telas, me encuentro con mi propia persona y esto no es tan agradable, porque me produce una sensación bastante dura. En el campo del lenguaje recuerdo un par de poemas que están en el libro y que expresan esto muy claramente. Hay uno que termina diciendo: "el lenguaje se me ha dado vuelta/ apenas puedo usarlo al revés",y otro poema mucho más pesimista en el cual manifiesto la carencia de todo: de ideas, de creencias, de acciones —una especie de vacío que, quizá, siendo 1948 o 1949, podría acusar algún reflejo del existencialismo francés, que en esa época nos llegaba, sobre todo, a través de las novelas de Sartre y de Camus. Sin embargo, si eso existió, creo que fue una superposición entre la época y mi personal evolución. Tendía a la autenticidad, a la asunción de mi propia persona. Todo esto, en una etapa de lo que podríamos llamar, con buena voluntad, "mi poesía", se manifiesta de una manera muy clara en un poema, también incluido en Veinte años después, que yo escribo en 1950, precisamente el año de la muerte de mi padre: "La tierra se ha quedado negra y sola", que es uno de los poemas más profundamente sentidos que yo he escrito a lo largo de toda mi vida, sin duda alguna porque el hecho que lo suscita es uno de de los más profundamente sentidos por mí. La muerte de mi padre simboliza el acceso a mi propia persona con todas sus posibilidades y limitaciones, la asunción dramática de esa personalidad auténtica. Debo, entonces, reemplazar a mi padre porque él ha muerto.
Las circunstancias que expresó explican muy bien por qué usted es, durante los años cincuenta, uno de los primeros poetas que se lanzan al vacío abandonando las formas e incorporando la realidad de una manera que, hasta ese momento, había sido incluida en nuestra poesía con bastante timidez. ¿Estaba solo en su búsqueda?
—En el año cincuenta, precisamente, empieza a aparecer Poesía Buenos Aires. Esa revista aporta muchos elementos nuevos. Era bastante más contradictoria de lo que parece. Hay, al menos, dos líneas perfectamente claras; una es la invenciónista, teóricamente acaudillada por Edgar Bayley. Esa línea abogaba por una poesía presentativa y no representativa. Era, por lo tanto, una poesía que no tenía nada que ver con la realidad, una poesía que buscaba justificarse a sí misma con sus propias palabras. Al mismo tiempo publicaban en la revista otros poetas que dan más cabida a la realidad existencial , entre ellos Raúl Gustavo Aguirre, Mario Trejo, Paco Urondo, que, si bien siguen parcialmente a Bayley, dejan salir su expresión de lo que viven y de lo que sienten. El propio Bayley, poco a poco, irá abandonando au estricta doctrina del invencionismo para sumergirse en lo que yo, en mi tesis presentada aquí, en París, llamo poesía existencial para denominarla de alguna manera; poesía de la existencia, que se comprobara en la revista ZONA de Poesía Americana y en la Antología Interna publicada por la misma revista entre 1963 y 1965. Allí se ve que todos aquellos movimientos iban a parar al mismo lugar: una corriente existencial en la que confluimos Edgar Bayley, Paco Urondo, Noé Jitrik, Alberto Vañasco y yo. También Ramiro de Casasbellas. Así que te contesto que tan solo no estaba en Argentina. Delante de mí había un grupo al cual me encontraba estrechamente ligado por razones de amistad y convivencia. No ya por doctrinas, como en los años cuarenta, porque ahora me sentía seguro de mí mismo. No, yo no estaba solo. Escribo con los hombres de la generación del cincuenta, aunque no en Poesía Buenos Aires. Esta revista nunca publicó nada mío, salvo algún poemita en uno de esos cuadernillos que Aguirre publicaba aparte. Por sus características, Poesía Buenos Aires se presentaba como opuesta a mi posición poética, aunque no a la vital y amistosa. Sin ninguna duda la prueba de nuestra confluencia fue la revista ZONA. Esto en cuanto a Argentina. Sucede además que esa misma conmoción o extraña fuerza que me había llevado a lanzarme al vacío, como vos decís, había llevado a lanzarse al vacío por el mismo tiempo a otros poetas de mi misma edad en toda América latina, concepto que, por entonces estaba en Argentina mucho menos difundido que ahora. En esos años no se hablaba de América latina, se nablaba de Argentina casi exclusivamente. Pero sucede que cuando yo escribía Veinte años después, Nicanor Parra escribía sus Poemas y Antipoemas, y Ernesto Cardenal publicaba Getsemaní, y Roberto Fernández Retamar, Vuelta a la antigua esperanza. Benedetti, por su parte, publicaba en Uruguay Poemas de la oficina. Es decir que hay como una onda, sísmica quizá, que recorre América latina sin previo aviso, sin connivencias, sin contactos entre sus ejecutores, que planta o lanza esa poesía existencial, cuyo carácter central, a mi entender, es que se refiere a la existencia vivida. ¿Cuál es la razón? Probablemente la existencia se nos hacía cada vez más y más problemática en América latina. Había en marcha una revolución tan importante como la cubana y empezábamos a sor conscientes de la situación de dependencia en la que todavía hoy se encuentra nuestra región. En esas condiciones parecía humanamente imposible no hablar de todo esto. Variaba, únicamente, el grado de conciencia presente en los poetas. Los había más politizados o menos politizados, como era mi caso. Pero la manera de encarar la realidad y de traducirla en palabras es una manera que se aproxima a otra de las características de este tipo de poesía: el tono conversacional. Se trata de la poesía que se puede comunicar oralmente a todas las personas y no únicamente a un restringido y exclusivo círculo de poetas, como era el caso de la revista Canto o el de las ediciones de Daniel Devoto, o el de Poesía Buenos Aires en su costado invencionista. Se trata de la poesía que tiene la virtud de permitir que la reciban más personas sin dimitir, por ello, sus más profundas exigencias de calidad, de elaboración y de alquitaramiento del lenguaje.
A esa poesía existencial, según sus propios términos, se oponía, como siempre sucedió a lo largo de nuestra historia literaria, una poesía de corte más abstracto. ¿Cómo se planteaba la convivencia?
—Esta oposición que, efectivamente, es propia de toda la poesía argentina y, generalizando, de toda la literatura latinoamericana y, generalizando todavía más, de toda la producción de los países dependientes de todo el mundo es una oposición que consiste en escribir como a uno le sale en su propio país o escribir como se escribe en la metrópoli. La poesía que sigue a la metrópoli es una poesía esencialista, abstracta, etérea e imitativa de la experiencia europea. En nuestro país, notoriamente, es una imitación esencialista de la poesía francesa: Mallarmé, Rimbaud. Entonces, en América latina, como en cualquier otro lugar dependiente del planeta, hay dos formas de escribir: imitando a los grandes maestros extranjeros o escribiendo de forma existencial, vale decir no imitando a la metrópoli. En el primer caso se puede adquirir una enorme maestría y pueden hacerse imitaciones tan buenas como los originales —con lo cual no dejamos de imitar a Rilke, a Mallarmé, a Rene Char o a autores anteriores, como Garcilaso o Góngora, que tanto importaron a la generación del cuarenta. En el segundo caso escribimos a partir de un impacto, el de la realidad vivida. La dicotomía es perfectamente clara; y si queremos ser groseros en nuestra apreciación, digamos que esa poesía existencial de la que hablamos se manifiesta con mucha más crudeza y existencialidad en las expresiones específicamente populares. En Argentina, en nuestra poesía, es el caso del tango. No vamos a decir que Celedonio Flores es mejor poeta que Lugones, pero sí que es más auténtico y que se refiere a la realidad vivida en una forma directa e inmediata con detrimento, seguramente, de su calidad poética. Así como está el tango en Argentina, podría citar la literatura de cordel en Brasil, los decimistas cubanos, los improvisadores ecuatorianos y, volviendo a nuestro siglo XIX, la poesía gauchesca. Siempre se trata de la poesía que sale directamente de la vida sin pasar por los filtros literarios. La poesía existencial o coloquial o conversacional es más literaria que toda esta poesía popular que mencionamos. Los tres primeros libros de Borges —los de poesía, claro está— están escritos en el idioma conversado de cada día. Borges es, en esa época, un poeta existencial. Después asume otros rumbos. Pero esos tres primeros libros fueron el escándalo literario del ultraísmo. Borges, como Bayley, no practicaba sus doctrinas. Él escribía el manifiesto del ultraísmo y luego Fervor de Buenos Aires. Guillermo de Torre, que era "ultraísta abstracto", lo condenaba por heterodoxia a las propias normas establecidas por Borges. Entonces, esa poesía primera de Borges, escrita con las palabras de todos los días, es más literaria que una letra de tango, pero también se nutrió de la realidad cotidiana. Generalizando mucho, quiero citar a un joven poeta francés que, en un artículo que publicó en una revista que yo hacía para la UNESCO, manifestaba que lo que distingue a la literatura del Tercer Mundo de la literatura metrópolitana es que la primera es fundamentalmente oral, mientras que la segunda es fundamentalmente escrita. Esto se comprueba bien el caso de la poesía. La poesía francesa, por ejemplo, está muy cerca de las artes plásticas. Un ejemplo extremo podrían ser los Caligramas, de Apollinaire. Se tiende a trabajar sobre el lenguaje básicamente como lenguaje escrito, inclusive utilizando las formas tipográficas. Hay una idea escrita del poema. En cambio en Argentina, desde la poesía gauchesca a la poesía existencia, pasando por el tango, lo lírico se funde en lo oral, en la conversación. Creo que es Eliot quien dice que la poesía, de vez en cuando, debe sumergirse en la oralidad para preservar su frescura.
Precisamente, los poetas de los años sesenta, en Argentina, continuaron la senda anticipada por ustedes en la década anterior. Pero en mi opinión transformaron rápidamente en retórica lo que en los años cincuenta había tenido vida. ¿Por qué se produjo este fenómeno?
—En los años sesenta mi atención se centraba en los poetas de los años cincuenta, que trabajan en la lírica existencial. A los poetas de los años sesenta, a quienes no podría nombrar, habría que considerarlos epigonales. Siempre suceden a los momentos de creatividad e invención épocas de repetición y reiteración donde lo natural se convierte en artificial. Por otra parte, todo estilo llega a una retórica, a una cristalización hasta que viene una reacción que replantea todo de nuevo. Si fuera cierta mi hipótesis de que toda la historia de la poesía se caracteriza por períodos existenciales y esenciales, yo diría que hay una respiración lógica: los períodos existenciales nacen, crecen, se desarrollan, decaen y mueren dando paso al mismo fenómeno en los períodos esenciales. Esto en cuanto al tiempo, porque en cuanto al espacio te repito lo que te dije antes: un país dependiente tiene que esforzarse por apegarse a su realidad. No se trata de un decreto stalinista, sino de un imperativo de la realidad. Un país, todo país, tiene su propia realidad y cualquiera con un grado mínimo de lucidez debe escribir a partir de esa riqueza. Me parece más lógico que un poeta del Chaco escriba a partir de su realidad chaqueña que a partir de disquisiciones abstractas sobre metafísica dudosa.
—Muchos criticos señalan que en los últimos treinta años usted y Juan Gelman son, probablemente, quienes más lejos han ido en la búsqueda de un lenguaje básicamente argentino para la poesía. Sin embargo, ambos presentan una marcada diversidad de procedimientos. ¿Podría describir en qué radica esa diversidad?
—Me siento muy honrado y muy cómodo sentado en el sillón de la poesía al lado de Juan Gelman. Aunque más bien habría que decir que la poesía no tiene un sillón, sino un duro colchón de fakir. Ya hemos trazado mi evolución. La de Juan empieza unos diez años después, porque él es diez años menor que yo. Las influencias también son otras. Él no sufre para nada el impacto de la generación del cuarenta. Durante los años cincuenta, durante Poesía Buenos Aires, él está colocado en otra posición política, vital y poética. Yo diría que la primera influencia en Juan, lo que ocupa en mi caso mi padre, es César Vallejo. Magnífica influencia, por cierto; magnífica por su raigalidad americana. Nadie es más cotidiano ni más conversacional que Vallejo. En términos locales, él recibe la fraternidad de González Tuñón. Creo que mi padre es uno de los orígenes de Raúl González Tuñón, lo cual explica el que yo no haya recibido su influencia. Hay entonces una especie de sorteo de barajas determinado por la hilación del tiempo. Hay, luego, un momento en el cual Juan escribe muy existencialmente. Ese momento coincide con su publicación en la revista ZONA. Su última época corresponde al luctuoso período del proceso. Juan da varias vueltas de tuerca a su poesía y sale produciendo sus últimos libros publicados en España, donde de una forma casi milagrosa reúne lo mejor de la poesía mística española y lo mejor de nuestros tangos. Creo que Juan, por su situación personal en los hechos vividos en los últimos veinte años, es el testimonio primero que la poesía argentina puede dar de esos años. Yo, en cambio, viví todos esos hechos de otra forma. Alguna inspiración, quizá de origen divino, me permitió, para mi beneficio o mi perjuicio, estar fuera del país durante los peores años y, por lo tanto, ser sólo un testigo lateral de los hechos. Creo que la poesía de Juan lleva un imperativo de verdad, de autenticidad y de realidad que la caracteriza desde sus inicios hasta estos momentos.
Qué noticias tiene de los últimos diez años de poesía argentina?
—Siempre tuve noticias. Me llegaron libros, revistas, vi amigos. Fueron, claro está, noticias aisladas. Supe siempre que la poesía argentina no pudo ser liquidada. En Argentina la poesía es un potrero que cuanto más le cortan el pasto más crece. Es un milagro de nuestro país. Tengo la impresión de que la poesía argentina de estos años ha mantenido, por una parte, una especie de "guardia vieja" que se ha mantenido más o menos estable en sus estilos y modalidades, con más o menos dignidad de acuerdo a los poetas de los cuales se trate. Luego, creo que las generaciones del cincuenta y del sesenta, vale decir dos momentos de una misma generación —porque ya no son tan claras las diferencias entre Bayley y Gelman, o entre Poesía Buenos Aires y La Rosa Blindada— han sido sumamente dañadas por los sucesos. Son muchos los muertos y son incontables los exiliados. Se trata de gente silenciada durante mucho tiempo. Por último, cabe mencionar a los poetas que vinieron de los años setenta en adelante. De elloshe tenido una especie de visión panorámica a través de una selección que me presentó un miembro de esa generación, Abel Robino, quien me honró con el pedido de una introducción para esa antología. Hay, en estos nuevos poetas, una gran variedad de tonos. El tono existencial ha sido obligatoriamente postergado por razones de seguridad. Quienes quisieron hablar de lo que pasaba tuvieron que hacerlo mediante circunloquios, en forma velada; de ahí el tono elegiaco. Otros volvieron al equilibrio esencialista que es también una forma de evitar la referencia a la realidad. Tengo entendido que hubo un rebrote neo-romántico. Hubo también un rebrote neo-surrealista. Creo que la poesía surrealista, entre cuyos iniciadores se cuenta Enrique Molina, dio poetas considerables como Francisco Madariaga o como Juan Antonio Vasco. Me parece que también influyó sobre otros poetas importantes, como esta última etapa de Bayley lo demuestra. (Creo que la trayectoria de Bayley es muy curiosa: poeta invencionista archi -artístico, poeta existencial y, luego, poeta surrealista.) Cuantitativamente hablando, este último lapso de nuestra poesía es de una rica cosecha con dos características muy marcadas: la necesidad de eludir la realidad — algo perfectamente comprensible e inevitable en la Argentina de los militares — y la existencia de un lenguaje poético enormemente seguro, sobrio, exacto. Creo que podemos hablar de una escuela poética argentina, cuya marca fundamental es el extraordinario dominio del lenguaje. Esto no es gratuito, nace a partir de hombres como Macedonio Fernández, quien desde su aisamiento neurótico alcanzó una sobriedad y precisión expresivas realmente increíbles, y sigue con Borges, que nos hace accesibles las características de Macedonio. El rigor en el manejo del lenguaje ya forma parte de nuestro inconsciente colectivo.
(*) París, diciembre de 1984/ enero de 1985;
publicada en Diario La Razón, 19.05.85,
cinco días después de la muerte del poeta
y reproducida en Diario de Poesía Nº 20,
Buenos Aires, Primavera
de 1991.
publicada en Diario La Razón, 19.05.85,
cinco días después de la muerte del poeta
y reproducida en Diario de Poesía Nº 20,
Buenos Aires, Primavera
de 1991.
César Fernández Moreno (Buenos Aires, 1919 - París, 1985). Poeta y ensayista argentino, representante de la Generación del 40, pero que se identificó con las posteriores, no sólo a través de su obra creativa sino como antólogo y teórico de las nuevas corrientes. Fundó y dirigió la colección poética Fontefriada y las revistas literarias Contrapunto, Correspondencia y Zona; fue crítico de cine en la revista Nosotros, colaborador del diario La Nación y de la revista Sur. Cubrió la etapa poética de la Generación del 40 como cronista y escritor; como crítico, situó principalmente los núcleos generacionales de la poesía de vanguardia argentina, lo que se documenta en su obra La realidad y los papeles (1967). Su primer libro, Gallo ciego (1940), contó con un famoso prólogo en verso de su padre, B. Fernández Moreno. A esta época también corresponden Romance de Valle Verde (1941), La mano y el seno (1941), El alegre ciprés (1941), La palma de la mano (1941). Sin embargo, en 1953, con la publicación de Veinte años después, va a dar un giro sustancial, dirigido a un nuevo tipo de poesía, menos preocupada por el brillo formal y abierta a lo que en aquellos años se conoció como poesía conversacional, cuya máxima manifestación será la publicación de Argentino hasta la muerte, de 1963. En 1982, Fernández Moreno publicó Sentimientos completos, que reunía el conjunto de su obra poética hasta esa fecha.
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