"Los propietarios de las bibliotecas son como eunucos en el harén." La frase de Víctor Hugo viene de una larga tradición. Otra, de Montaigne, sostiene que un hombre se empequeñece a medida que lee libros que no podría en modo alguno escribir, y ya no digamos vivir. El Antiguo Testamento no se cansa de prevenir en contra de la idolatría —y la del conocimiento desviado de la sabiduría, la de la información desviada de la justicia es el blanco de todos los profetas. El Evangelio, por su parte, se burlará de los que enredan la ley con vanas exégesis: fariseos, filisteos, saduceos pecan cada uno a su modo contra el conocimiento. La audacia de los gnósticos los lleva a sostener que el ejercicio exagerado del cuerpo mental trae consigo una fatiga irreparable y que el interior del erudito parece una biblioteca tenebrosa inmersa en la obscuridad. La aparición del libro, entre los griegos, está asociada a la decadencia: trágicos, pitagóricos y presocráticos, cuando escriben, lo hacen ya con la clara conciencia del bibliotecario y ésa es la monstruosa intuición de Platón: la filosofía depende del libro como el filósofo del poder. Por eso no es casual que los hombres de saber —representados por Tiresias— sean presentados como ciegos y no tanto desposeídos de todo sentido del género como poseídos por los sentidos de todos los géneros o dueños, en todo caso, de un doble sentido monstruoso. La etimología de la palabra erudito no deja lugar a dudas: viene de erudere, quitar lo rugoso. Si un hombre educado es etimológicamente un hombre dúctil, un erudito es un hombre liso, pulido, sin arrugas. Es también un hombre que no ha vivido o, más específicamente, un hombre que ha hecho de su renuncia el terreno de su experiencia. Vive una vida vicaria.
La suerte del lector es en apariencia triste, su alegría secreta, intensa. Tan intensa que puede ser considerada signo de idolatría. El lector cree, como el pueblo católico, en el poder milagroso de las imágenes. Sólo que las imágenes del lector han sido creadas por otros hombres y no han sido reveladas. Para el lector, es decir para el adepto del Libro como religión, la Biblia, los libros sagrados, los libros mágicos, los libros de los muertos son semejantes todos en el sentido en que lo son los hombres, y cada uno tiene su lugar: tales son las consecuencias de la circuncisión espiritual que ha practicado en ellos el duende crítico de la biblioteca. El mundo está hecho para desembocar en un libro, dice Mallarmé y para el lector todo lo que no ha desembocado en un libro, todo lo que no ha sido rumiado por la memoria y el signo está en cierto modo crudo. Sólo se puede respirar mientras se lee y sólo se puede leer de veras lo que nos habla a nosotros. De ahí la desesperación del lector que está buscando constantemente el libro que lo exprese mejor; a veces la desesperación lleva al callejón sin salida -sin salida para el lector dentro del escritor de la escritura. Porque, como advierte Canetti, el que se relee se va haciendo pequeño hasta ser devorado por su propio fantasma. En esta confusión, aparece la charla que es una forma de lectura donde el texto público y común se improvisa a medida que se lee. El diálogo está en el corazón del libro —díganlo si no Platón y El Quijote. Como toda religión la del libro es también intolerante: rechaza a los neófitos y entristece a los adeptos, a los viejos fieles, y sería difícil decir para quién son más duras las pruebas. Una de ellas es la prueba de la enredadera: el caos, la yedra de apetitos y de voces que, en el mar abierto de la lectura detienen la navegación directa y rectilínea de cualquier proyecto, el Interior de la Torre de Babel es obscuro y su trazo confuso; las rampas suben y bajan tan insensiblemente que no es fácil saber si se asciende o se desciende. Nos encontramos con muchas sombras pero es raro encontrarnos con una que no esté perdida. Ese extravío es, en cierto modo, uno de los signos que beatifican y santifican a los fieles de esta obscura religión que tiene también sus santos y sus mártires. No hay que insistir demasiado en que el mártir lo es en primer lugar de los falsos profetas y de los comerciantes de la religión del libro que gustan de vender milagros baratos.
El lector —el hombre de la ciudad, de la ciudad del libro— habita las ciudades aéreas, los castillos invisibles que otros han construido para él y lee, lee desesperadamente, practica la lectura incesante tal vez porque adivina en los libros una voz que no se cansa de escuchar, una voz que va enumerando el mundo para él y que es, en cierto modo, como la voz de la madre que desarma y explica el mundo para nosotros. El lector sabe que no basta leer y que es preciso hacerlo con devoción, con fervor, prestándose por completo al juego de la letra. El lector lee mucho porque quiere encontrar de nuevo ese momento privilegiado, el temor, la caída y la elevación, sin darse cuenta muchas veces de que no es el libro sino él el portador de esas emociones. Se lee para escapar, para distanciarse, para aventurarse en una región inaccesible pero una región, gracias a la lectura, a la vista.
"Recuerdo que mi primer juguete fue una ventana; ahora juego con las páginas" dice uno de los lectores de Stendhal. Y continúa: "Los que desde muy jóvenes han aprendido a amar sin esperanza, los que se han visto amados y no aman y se desprecian, los que pasaron por la vida deteniéndose donde los otros seguían de largo y haciendo su entrada donde los otros salían, los que prefirieron la amistad y el matrimonio blanco a la promiscuidad feliz de las familias, los que tuvieron hijos y no supieron reconocerse en ellos más que con muchos esfuerzos, los que están en el mundo de los vivos como cadáveres resucitados, los que sienten sobre sí mismos el aliento del ángel caído, ésos, diría yo, están invariablemente condenados al vicio no tan impune de la lectura".
Los condenados —añadiríamos nosotros— se reconocen entre sí. En las intrincadas espirales de Babel es un consuelo encontrar a alguien que se ha perdido igual que uno, que ha seguido los mismos recodos y corredores. Pero es un consuelo mayor darse cuenta de que los libros tienen su propio destino en cada lector, y nunca estamos más solos como cuando leemos el mismo libro o contemplamos el mismo espectáculo. Esa es la desolación a que nos arroja el bestseller. A primera vista es un consuelo gregario poder compartir una lectura, pero apenas nos adentramos un poco y los caminos se bifurcan: a Babel se llega preguntando y todos tenemos al alcance una Babel doméstica: las madres, las esposas, los amigos, el padre lector, los críticos —whatever that means— nos hacen constatar que lo que a primera vista parecía una opinión generalizada sólo era un consenso intacto por la desidia o la pereza de los disidentes. Con una excepción: los imbéciles, que tienen la virtud de poner de acuerdo a todo el mundo y que son, en cierto modo, los grandes creadores del consenso. Por lo demás, Babel significa que, aun en el mundo del espíritu, existen puertos, estaciones de metro, pasajes comerciales densamente poblados, edificios de vidrio a color, condominios, casas prefabricadas, edificios, moradas rústicas, también nobles mansardas, parques, jardines, calles. Quiere ello decir que en ese reino interior existe también la exterioridad, la apariencia. Ese es el alfiler que esgrime la crítica religiosa al libro. Dice Pascal que todas las desgracias de un hombre provienen de su deseo de salir de casa. Esta proposición es ante todo un pensamiento irreductible, de corte gnóstico, sobre la necesidad de buscar la luz y el alimento en el propio interior. En el otro extremo de este mismo pensamiento, H. D. Thoreau construye Walden: una casa que es un libro, un libro que es una casa. Este pensamiento irreductible condena al lector como a un hombre desgraciado, un extraviado de las sirenas, un cobarde ratón de biblioteca que pasa por la vida como un avestruz con la cabeza metida en un libro. El alfiler de Pascal pierde su punta cuando se señala que el libro es muchas veces un camino de vuelta a casa. La lectura como ejercicio de meditación asoma sobre todo en las lecturas de memoria. Ahí está la imagen de Nadeznha Mandelstam cuyo corazón recordaba los poemas de su marido y los de su amiga Tsvetaieva; a pesar de las condiciones trágicas en que se da, la imagen de alguien que encarna y que es portador del poema amado es una de las más bellas de la historia literaria del siglo XX. La imagen de Madeznha Mandelstam llevando en su interior la poesía para salvarla de la destrucción engrana con la de los bardos homéricos, con la de los improvisadores druidas y celtas que recorren el cuerpo de La diosa blanca de Robert Graves y algunas de las novelas de John Cowper Powys, con las de los improvisadores acariciados por Pushkin y D.M. Thomas, con la tradición latina de la elocuencia, con los mesteres medievales y, en fin, con la tradición inspirada y sacerdotal de la palabra que no es letra yerta sino voz del cuerpo, canción rescatada de la destrucción. Ese milagro de la tradición lo repiten y reaniman los cantores anónimos y aun los seguidores y locutores de la servil oratoria. Si el ser humano puede ser ánfora para abrigar el poema, éste a su vez puede ser un vino capaz de transformar el odre que lo contiene. La lectura, la recitación del chamán bordea y busca la metamorfosis: el conjuro, mal dicho, transforma a Apuleyo en un Asno de Oro. Más cercano a nosotros, Carmelo Benne, el amigo italiano de Gilles Deleuze, resucita en sus lecturas de Shakespeare y Dante, a Ugolino, a Mercuccio, a Romeo y a Paolo en una ejecución de la lectura que rebasa la parodia y roza la hipnosis.
Borges evoca con ironía estas disyuntivas en el infinito Menard. Borges, que es al saber libresco y la pedantería moderna lo que el Quijote a las novelas de caballería. Bustos Domecq, el Sancho Panza de ese Quijote, hubiera aprobado la sentencia de Updike sobre Umberto Eco: que escribe las novelas que Borges prefirió concentrar en cuentos. Esta es precisamente una de las disyuntivas de la legibilidad. Para Italo Calvino el canon de lo legible se expresa en un pentagrama cuyas puntas se llaman levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad; es el canon para el próximo milenio o, como diría Eco, para la Nueva Edad Media. El tema de lo legible oscila entre las atenuantes y condiciones relativas de la dificultad, tan bien analizadas por Steiner, y la imagen impulsiva y alegremente bárbara de Blaise Cendrars arrancando las páginas preferidas de sus libros predilectos para constituir con ellas un libro ideal, (portátil y quintaesenciado) para el aventurero y el nómada: un libro compacto de mil páginas que contendría trozos de un millar de obras, es decir una página para cada año del milenio. Por otra parte, como insiste Steiner, la dificultad misma, la lejanía y el exotismo pueden ser ingredientes que realcen lo legible. Piénsese en las peripecias de Las Mil y una noches, libro cuyo original es o fue inestable en la medida en que fue un libro oral, y que se alarga y se acorta, se ensancha y se adelgaza en el juego de espejos de la transcripción, de la traducción, de la simple copia (Digamos, entre la protección de los paréntesis, que el español cuenta con la que es sin duda la mejor traducción a una lengua occidental de este libro maravilloso, ya que en las frases de Sherezada-R Cansinos-Assens resuenan todas las raíces y ecos de la herencia árabe, islámica y judía de que está preñada la lengua española.)
Por último, el tema de la legibilidad lleva directamente al tema de los lectores y su educación. Si algo es legible —pongamos por caso la deliciosa correspondencia de Madame du Deffan con Voltaire o en español los Cuentos inmorales de Clarín— ¿quién puede leerlos? La pregunta es una herida en la llaga del analfabetismo funcional, esa epidemia inoculada por la escolarización forzosa tanto en los países desarrollados como en nuestras sucursales adecuadas. Y no sólo quién puede sino ¿quién quiere leerlos? La pregunta parece retórica cuando lo legible se define no en términos textuales sino sociales: la lectura en el aburrido mundo post-histórico suele ser, más que un placer o una vocación, un signo o un instrumento de ascenso social. Es de buen tono comprar libros, regalarlos; se adivina en la compra de libros y discos una espiritualización del consumo; en el otro extremo de la escala social, lo legible se define contra o hacia el basurero: los saldos y libros de segunda mano que son rescatados de las bodegas por cíclicos movimientos filantrópicos, los caudales de libros escolares gratuitos que desembocan en los pudrideros.
En cierto modo, la esterilidad de fin de siglo XX es la esterilidad de una sociedad de eunucos dispuestos a aplaudir al recién llegado y a custodiar la belleza —llamémosla así— de cualquier cocinera, obrera, afanadora, secretaria o deportista que se preste a ser admitida en el harén. Y ¡cómo abundan en esta época los faraónicos falsos libros de arte, la miseria servida en bandeja de plata! La cultura —dice una broma gruesa— es lo que queda cuando ya todos se han ido. ¿No presentimos en el amor por la cultura del mundo contemporáneo una nostalgia del vacío genuino, una sed inconfesada de vacío, de sueño y de silencio?
(Septiembre, 1990)
Adolfo Castañón
Adolfo Castañón. Ensayista mexicano, nació en D.F., en 1952. Ha sido miembro del consejo de redacción de diversas publicaciones en Latinoamérica y Gerente de la Editorial Fondo de Cultura Económica. También es poeta, narrador y traductor. Libros publicados: "Fuera del aire" (1978), "El reyezuelo" (1978), "Cheque y carnaval" (1978), "El pabellón de la límpida soledad" (1991), "Alfonso Reyes, Caballero de la voz errante" (1991), "El mito del editor y otros ensayos" (1993), "Sombra pido a una fuente" (1994) y "Macrocefalia", en colaboración con Jaime Moreno Villareal y Fabio Morabito (1994). En febrero pasado recibió el premio "Xavier Villaurrutia" 2008, en el Palacio de Bellas Artes, por su último libro, titulado "Viaje a México. Ensayos, crónicas y relatos".
2 comentarios:
Formidable texto.
Me alegro mucho que te haya gustado. Es un ensayo que rescaté de la revista del FCE.
Un abrazo
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