No me llevó a pescar,
no hizo un barrilete de bandas rojas y blancas para mí,
no corrigió la declinación de mis verbos,
no me leyó junto a la cama "Las mil y una noches",
no apagó la luz cuando quedé dormido
ni me vio, bajo su propia luz, dormido.
Él ya no estaba cuando yo nacía.
Ahora él es más joven:
una rama alta que no produce sombra,
un árbol desclavado de la tierra,
fundador de un bosque.
No necesita elevar la voz para que lo oiga
ni saber que estoy solo o enmudezco
para empezar a hablar;
no necesita siquiera hablar:
está presente como el espesor de un muro
(él es el bosque y nosotros las ramas).
Marchamos juntos,
caminamos por las mismas calles,
damos vuelta en las mismas esquinas,
entramos a las mismas casas
y, una vez en ellas, esperamos que alguien nos despierte.
Mis cosas se agrupan con las suyas
sin respetar un límite,
pero entre una cosa y otra media un abismo.
Tesoros de letra menuda, son prolongaciones,
no objetos:
artes de una navegación que ha seguido su rumbo.
Toda mi vida reposa en la suya,
pero él necesita de la mía
para no repetirse,
Sé que es mi abuelo
por pequeñas partículas en la piel.
Me da su pan: su pan de humo.
Rafael Felipe Oteriño (Argentina, La Plata, 1945)
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