Habían venido a instalarse en las callecitas tranquilas, detrás del Panteón, del lado de la calle Gay Lussac o de la calle Saint-Jacques, en departamentos que daban a patios sombríos, pero enteramente decentes y munidos de confort.
Se les ofrecía esto aquí, esto allá, y la libertad de hacer lo que querían, con no importa qué disfraz, con no importa qué casa, en las modestas callecitas.
Allí no se les exigía ninguna obligación, ninguna actividad en común con los otros, ningún sentimiento, ningún recuerdo. Se les exigía una existencia a la vez despojada y protegida, una existencia parecida a la sala de espera desierta de una estación del arrabal, una sala desnuda, gris y tibia, con una estufa negra en el medio y bancos de madera a lo largo de las paredes. Estaban contentos, les gustaba, se sentían como en su propia casa. Estaban en buenas relaciones con la señora portera, con la lechera, llevaban a limpiar su ropa a la más concienzuda y menos cara tintorería del barrio.
Nunca trataban de acordarse del campo donde habían jugado en otro tiempo, no buscaban jamás reencontrar el color y el olor del pueblito en que habían crecido, no veían jamás surgir de ellos, cuando caminaban por las calles del barrio, cuando miraban las vidrieras de los negocios, cuando pasaban por delante del cuarto de la portera y la saludaban muy amablemente, no veían jamás elevarse en su recuerdo, una pared inundada de vida, o las baldosas de un patio, intensas y acariciantes o los escalones suaves de una escalinata sobre la que se habían sentado en la infancia.
En la escalera de su casa, encontraban a veces al "inquilino de abajo", profesor del liceo, que volvía de clase con sus dos chicos a las cuatro. Los tres tenían largas cabezas con ojos pálidos, relucientes y lisas como grandes huevos de marfil. La puerta de su departamento se entreabría un instante para dejarlos pasar. Se los veía pasar los pies sobre pequeños cuadrados de fieltro colocados sobre el parque de la entrada, y alejarse silenciosamente, deslizándose hacia el fondo sombrío del corredor.
Allí no se les exigía ninguna obligación, ninguna actividad en común con los otros, ningún sentimiento, ningún recuerdo. Se les exigía una existencia a la vez despojada y protegida, una existencia parecida a la sala de espera desierta de una estación del arrabal, una sala desnuda, gris y tibia, con una estufa negra en el medio y bancos de madera a lo largo de las paredes. Estaban contentos, les gustaba, se sentían como en su propia casa. Estaban en buenas relaciones con la señora portera, con la lechera, llevaban a limpiar su ropa a la más concienzuda y menos cara tintorería del barrio.
Nunca trataban de acordarse del campo donde habían jugado en otro tiempo, no buscaban jamás reencontrar el color y el olor del pueblito en que habían crecido, no veían jamás surgir de ellos, cuando caminaban por las calles del barrio, cuando miraban las vidrieras de los negocios, cuando pasaban por delante del cuarto de la portera y la saludaban muy amablemente, no veían jamás elevarse en su recuerdo, una pared inundada de vida, o las baldosas de un patio, intensas y acariciantes o los escalones suaves de una escalinata sobre la que se habían sentado en la infancia.
En la escalera de su casa, encontraban a veces al "inquilino de abajo", profesor del liceo, que volvía de clase con sus dos chicos a las cuatro. Los tres tenían largas cabezas con ojos pálidos, relucientes y lisas como grandes huevos de marfil. La puerta de su departamento se entreabría un instante para dejarlos pasar. Se los veía pasar los pies sobre pequeños cuadrados de fieltro colocados sobre el parque de la entrada, y alejarse silenciosamente, deslizándose hacia el fondo sombrío del corredor.
(Fragmento)
Nathalie Sarraute
(Traducción: Juan José Saer,
Ed. Galerna, 1968)
Seudónimo de Natacha Tcherniak. Escritora francesa de origen ruso (Ivánovo, 1900-París 1999). Estudió letras, historia, sociología y derecho en las universidades de la Sorbona, Oxford y Berlín. En 1939 publicó Tropismos, colección de textos de carácter experimental, continuada en 1995 con Ici, que pasó inadvertida, al que siguieron las novelas Retrato de un desconocido (1948) -con un prefacio de Sartre- y Martereau (1953). Su participación, a partir de 1955, en el grupo de escritores disidentes formado por S. Beckett, M. Butor, R. Pinget, A. Robbe-Grillet y C. Simon y la publicación de su ensayo La era de la sospecha (1956) dieron a conocer y divulgaron su obra. Es autora de novelas (El Planetario, 1959; Los frutos de oro, 1963; Entre la vida y la muerte, 1968; Dicen los imbéciles, 1976; El uso de la palabra, 1980; Tu ne t'aimes pas, 1989) y piezas de teatro (Elle est là, 1980; Por un sí o por un no, 1982).
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