Las culebras silban tras el vidrio nublado. Adentro: urnas de té de cobre rubicundo, tubos de cromo
orinando vapor, un furioso rechinar de tazas, Densidad
Institucional Británica. Bajo un vidrio amarillento
o un viejo celofán, sandwiches de berro-con-tomate, de lengua-con-jamón
brillan amables y trinchados a 1/6 la rueda.
Con mala fe el viento le ha tirado la puerta en la cara
a un parroquiano lento —diez pares de ojos rampan
hasta su suéter, y por pocos segundos las voces son más bajas
que una escaramuza del vapor. Afuera,
a la orilla del río, sale el médico del barrio de su Vauxhall '47
chupándose el vigésimo cigarrillo del día.
Se para y lo tira, en el lodo de la huerta que brama.
Los árboles a medias, inclinados pescan el viento
que viene de los álamos en la otra ribera.
Bajo el viento cortante, una arrugada polea-sin-fin, el río
se retuerce mientras corta los campos ateridos.
Lejos apenas del rechinar y el choque de las tazas
en La Pérgola el viejo argumentador se está muriendo.
Dos amigos del partido Laborista y el doctor
le acomodan esas mantas tejidas. La sangre está rugiendo
en su cabeza, la intimidad del cáncer, la fronda del dolor
gobierna su cerebro —las barreras se han roto entre sus tripas—
todo es el reino del espasmo, el terror que se asienta.
Él se sabe muriendo, lo esperan testamentos. Y ya tiene
que armar para su esposa un techo con palabras. Acomodar las llamas
de su cabeza en una agenda. Decidiéndose ahora —se sabe con razón—
a llevar su cuerpo entre esas reuniones y mitines y planes de campaña,
de llevarlo y remendarlo como una buena tela, de llegar
al fin deshilacliado de su época: pedirle
que cosa sus costuras al doctor, para que por lo menos los dedos continúen
subiendo las frazadas, acariciando el calor en otros dedos,
tocando ese parche donde el gato dormía. No hay Dios.
Estamos en invierno, las ventanas cantan, furtivos bebedores padecen con su té.
Ahora el viento, contra una rama desnuda, ladea el triste encaje de las gotas
frías en la tela de araña. En su cuerpo
una corriente de aire que viene desde el horno —y fuera de ese cuarto,
ignorando el rostro del doctor, profesional y suave,
este invierno de carnaval, como el Dios cuidadoso,
entre un rosal de savia congelada y los agrios macizos del jardín
pone la confusión feroz de su desprecio.
Peter Porter
orinando vapor, un furioso rechinar de tazas, Densidad
Institucional Británica. Bajo un vidrio amarillento
o un viejo celofán, sandwiches de berro-con-tomate, de lengua-con-jamón
brillan amables y trinchados a 1/6 la rueda.
Con mala fe el viento le ha tirado la puerta en la cara
a un parroquiano lento —diez pares de ojos rampan
hasta su suéter, y por pocos segundos las voces son más bajas
que una escaramuza del vapor. Afuera,
a la orilla del río, sale el médico del barrio de su Vauxhall '47
chupándose el vigésimo cigarrillo del día.
Se para y lo tira, en el lodo de la huerta que brama.
Los árboles a medias, inclinados pescan el viento
que viene de los álamos en la otra ribera.
Bajo el viento cortante, una arrugada polea-sin-fin, el río
se retuerce mientras corta los campos ateridos.
Lejos apenas del rechinar y el choque de las tazas
en La Pérgola el viejo argumentador se está muriendo.
Dos amigos del partido Laborista y el doctor
le acomodan esas mantas tejidas. La sangre está rugiendo
en su cabeza, la intimidad del cáncer, la fronda del dolor
gobierna su cerebro —las barreras se han roto entre sus tripas—
todo es el reino del espasmo, el terror que se asienta.
Él se sabe muriendo, lo esperan testamentos. Y ya tiene
que armar para su esposa un techo con palabras. Acomodar las llamas
de su cabeza en una agenda. Decidiéndose ahora —se sabe con razón—
a llevar su cuerpo entre esas reuniones y mitines y planes de campaña,
de llevarlo y remendarlo como una buena tela, de llegar
al fin deshilacliado de su época: pedirle
que cosa sus costuras al doctor, para que por lo menos los dedos continúen
subiendo las frazadas, acariciando el calor en otros dedos,
tocando ese parche donde el gato dormía. No hay Dios.
Estamos en invierno, las ventanas cantan, furtivos bebedores padecen con su té.
Ahora el viento, contra una rama desnuda, ladea el triste encaje de las gotas
frías en la tela de araña. En su cuerpo
una corriente de aire que viene desde el horno —y fuera de ese cuarto,
ignorando el rostro del doctor, profesional y suave,
este invierno de carnaval, como el Dios cuidadoso,
entre un rosal de savia congelada y los agrios macizos del jardín
pone la confusión feroz de su desprecio.
Peter Porter
(Traducción de Antonio Cisneros)
DEATH IN THE PÉRGOLA TEA-ROOMS
Snakes are hissing behind the misted glass.
Inside there are tea urns of rubicund copper, chromiuin piper
Pissing steam, a hot rattle of cups, British
Institutional Thickness. Under a covering of yellowing glass
Or old celluloid, cress-and-tomato, tongue-and-ham
Sandwiches shine complacently, skewered
By 1/6 a round. The wind spitefully lays the door shut
On a slow customer — ten pairs of eyes track
To his fairisle jersey; for a few seconds voices drop
Lower than the skirmishing of steam.
Outside by the river bank, the local doctor
Gets out of his '47 Vauxhall, sucking today's
Twentieth cigarette. He stops and throws it
Down in the mud of the howling orchard.
The orchard's crouching, half-back trees take the wind
On a pass from the poplars of the other bank,
Under the scooping wind, a conveyor-belt of wrinkles,
The buckled river cuts the cramping fields.
Just out of rattle reach and sound of cup clang,
The old rationalist is dying in the Pergola.
Two Labour Party friends and the doctor
Rearrange his woven rugs. The blood is roaring
In his head, the carcinoma commune, the fronde
Of pain rule in his brain — the barricades have broken
In his bowels — it is the rule of spasm, the terror sits.
He knows he is dying, he has a business of wills,
Must make a scaffolding for his wife with words,
Fit the flames in his head into the agenda.
Making up his mind now, he knows it is right
To take the body through committee meetings and campaign rooms
To wear it and patch it like a good tweed; to come to
The fraying ends of its time, have to get the doctor
To staple up its seams just to keep the fingers
Pulling blankets up, stroking comfort on other fingers,
Patting the warm patch where the cat has been.
There is no God. It is winter, the windows sing
And stealthy sippers linger with their tea.
Now rushing a bare branch, the wind tips up
The baleful embroidery of cold drops
On a spider's web. Inside the old man's body
The draught is from an open furnace door — outside the room,
Ignoring the doctor's mild professional face,
The carnival winter like the careful God
Lays on sap-cold rosetrees and sour flower beds
The cruel confusión of its disregard.
Peter Porter. Nació en Australia, en 1929, pero es considerado como un poeta inglés. Con Gunn, Hughes, Larkin y un par más, está entre las voces más altas de la poesía británica del Siglo XX. El tema de la muerte es recurrente en su obra. En su poesía se entrecruzan los elementos domésticos e históricos. Ha publicado: Once Buten. Twice Bitten (1961), Poems Ancient and Modern (1964), A Porter Folio (1969). Fue en un tiempo agente publicitario. Escribe para New Statesman y es crítico radial.
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