El poeta, cuando habla de poesía, tiene aptitudes peculiares y peculiares limitaciones; si aceptamos las últimas apreciaremos mejor las primeras, precaución que recomiendo tanto a los mismos poetas como a quienes leen lo que éstos dicen sobre poesía. Nunca puedo leer cualquiera de mis escritos en prosa sin una aguda incomodidad: esquivo la tarea, y por lo tanto quizá no tome nota de todas las afirmaciones con que me he comprometido en uno u otro momento; puede que a menudo repita algo que ya he dicho antes, y puede que a veces me contradiga. Pero creo que los escritos críticos de los poetas, de los cuales el pasado ofrece ejemplos muy distinguidos, deben buena parte de su interés al hecho de que, en el fondo de su mente, todo poeta intenta, si no como fin ostensible, defender el tipo de poesía que él escribe, o formular el tipo que quiere escribir. Sobre todo cuando es joven, y batalla activamente por la clase de poesía que practica, ve la poesía pasada en relación a la suya: y, tanto su gratitud hacia los poetas muertos de los que ha aprendido, como su indiferencia hacia aquellos cuyas metas le son ajenas, bien pueden ser exageradas. Más que juez es abogado. Hasta su conocimiento puede ser parcial: porque los estudios lo habrán llevado a concentrarse en ciertos autores para descuido de otros. Es probable que, cuando teoriza sobre la creación poética, esté generalizando un tipo de experiencia; que cuando se aventura en la estética, sea menos y no más competente que el filósofo; y puede que hiciera mejor, para información del filósofo, en transmitir los datos de su instrospección. Resumiendo, habrá que evaluar lo que escriba sobre poesía en relación con la poesía que escribe. Para corroborar los hechos tendremos que volver al estudioso, y al crítico más distanciado para buscar un juicio imparcial. El crítico, por cierto, ha de tener algo de estudioso, y el estudioso algo de crítico. Ker, que se consagró principalmente a la literatura del pasado, y a problemas de vínculos históricos, debe ser situado en la categoría de los estudiosos; pero poseía en alto grado el sentido del valor, el buen gusto, la comprensión de los cánones críticos y la capacidad de aplicarlos sin los cuales la contribución de un estudioso no puede ser sino indirecta.
Hay otro aspecto, más particular, en que el trato que el estudioso tiene con la versificación difiere del que tiene el practicante. Tal vez aquí lo más prudente sea limitarme a hablar de mí mismo. Nunca he podido retener los nombres de los pies y los metros, ni prestar el adecuado respeto a las reglas aceptadas de la escansión. En la escuela, disfrutaba mucho recitando a Homero y Virgilio... a mi manera. Quizá sospechara instintivamente que nadie sabía de veras cómo debía pronunciarse el griego, o qué entramado de ritmos griegos y nativos apreciaba el oído romano en Virgilio; tal vez sólo tuviera un instinto de pereza protectora. Pero no cabe duda de que, cuando se trataba de aplicar reglas de escansión al verso inglés, con sus muy diferentes acentos y valores silábicos variables, yo quería saber por qué una línea era buena y otra mala; y la escansión no me lo podía decir. Al parecer, sólo se podía aprender a manipular cualquier clase de verso inglés mediante asimilación e imitación, enfrascándose tanto en la obra de un poeta particular como para poder producir un derivado reconocible. Esto no significa que el estudio analítico de la métrica, de las formas abstractas que tan extraordinariamente distintas suenan manipuladas por distintos poetas, me parezca una pérdida completa de tiempo. Significa sólo que el estudio de la anatomía no le enseñará a uno cómo hacer para que la gallina ponga huevos. No aconsejo iniciarse en el estudio del verso griego y latino de otra forma que con la ayuda de las reglas de escansión establecidas por los gramáticos después de que se hubiera escrito la mayor parte de la poesía; pero, si pudiéramos revivir lo bastante esas lenguas para hablarlas y oirías como los autores, las reglas nos serían indiferentes. Estamos obligados a aprender las lenguas muertas con métodos artificiales, y a aplicar nuestros métodos de enseñanza a alumnos que en su mayoría sólo tiene moderadas dotes para el lenguaje. Puede que aun al aproximarnos a la poesía de nuestra lengua propia la clasificación de metros, de líneas con diversos números de sílabas y acentos en lugares diferentes, nos resulte útil en una etapa preliminar, como mapa simplificado de un territorio complejo: pero sólo el estudio, no de la poesía sino de los poemas, puede adiestrarnos el oído. No aprendemos a escribir mediante reglas, ni mediante la imitación atrevida del estilo: aprendemos imitando, sí, pero de un modo más profundo que el del análisis estilístico. Cuando imitábamos a Shelley, no era tanto por deseo de escribir como él, como por una invasión de la indentidad adolescente por parte de Shelley debido a la cual, de momento, sólo podía escribirse a la manera de él.
Sin duda, la conciencia de las reglas de la prosodia ha influido en la práctica de la versificación inglesa: es asunto del estudioso histórico determinar el influjo del latín en los innovadores Wyatt y Surrey. El gran gramático Otto Jesperesen ha mantenido que nuestros intentos de conformar la estructura de la gramática inglesa a las categorías del latín —como en el supuesto «subjuntivo»— nos han llevado a malinterpretarla. En la historia de la versificación el problema de si al imitar modelos foráneos los poetas han malentendido los ritmos del idioma no se suscita: debemos aceptar las prácticas de los grandes poetas pasados, porque son prácticas en las que nuestro oído ha sido adiestrado y debe adiestrarse. Creo que el alcance y la variedad del verso inglés se han enriquecido con un número de influencias extranjeras. Ciertos estudiosos clásicos sostienen —y el asunto escapa a mi competencia— que la medida nativa de la poesía latina era acentual más que silábica, de que la influencia de un idioma muy diferente —el griego— la sofocó, y de que se revirtió en algo semejante a su forma primitiva, en poemas como el Pervigilium Veneris y los tempranos himnos cristianos. De ser así, no puedo evitar la sospecha de que, para el público cultivado de la época de Virgilio, parte del placer de la poesía radicaba en la presencia de dos esquemas métricos en una suerte de contrapunto; y esto aunque no necesariamente el público fuera capaz de analizar la experiencia. De modo similar, puede que la belleza de cierta poesía inglesa se deba a la presencia de más de una estructura métrica. Los intentos deliberados de diseñar metros ingleses sobre modelos latinos suelen ser muy frígidos. Entre los de mayor éxito están algunos ejercicios de Campion, en su breve pero muy poco leído tratado de métrica; entre los fracasos más eminentes, en mi opinión, están los experimentos de Robert Bridges: cambiaría todas sus invenciones de ingenio por su lírica más temprana y tradicional. Pero cuando un poeta ha absorbido la poesía latina tan acabadamente que el movimiento de ésta informa su verso sin artificios deliberados — como ocurre con Milton y con algunos poemas de Tennyson — el resultado puede figurar entre los grandes triunfos de la versificación inglesa.
Lo que tenemos en la poesía inglesa, creo yo, es una suerte de amalgama de sistemas de diversas fuentes (aunque no me gusta usar la palabra "sistema" porque da idea de invención conciente más que de crecimiento): una amalgama como la de razas, y por cierto que debida en parte a orígenes raciales. Los ritmos del anglosajón, del celta, del francés normando, del inglés medio y del escocés han dejado sus marcas, en la poesía inglesa, junto con los del latín y, en diversos períodos, los del francés, el italiano y el español. Así como en los seres humanos de una raza compuesta diferentes tendencias pueden dominar en individuos diferentes, incluso entre miembros de la misma familia, cada poeta o cada período se identificarán más con uno u otro elemento del compuesto poético. La clase de poesía que tenemos se ve determinada, ocasionalmente, por la influencia de la literatura contemporánea de alguna lengua extranjera; o por circunstancias que hacen que nos identifiquemos con un período de nuestro pasado más que con otros; o por el énfasis que prevalece en la educación. Pero existe una ley de la naturaleza más poderosa que cualquiera de estas corrientes, o influencias del extranjero o el pasado: la ley de que la poesía no debe alejarse demasiado del idioma ordinario que usamos y oímos cotidianamente. Sea acentual o silábica, rimada o no, formal o libre, la poesía no puede permitirse perder contacto con el cambiante lenguaje del intercambio corriente.
Tal vez parezca extraño que, mientras proclamo estar hablando de la «música» de la poesía, haga tal hincapié en la conversación. Pero me gustaría recordarles, primero, que la música de la poesía no existe separada del significado. De otro modo podría haber poesía de gran belleza musical que no tuviera sentido, y yo nunca me he topado con una así. Las aparentes excepciones sólo muestran una diferencia de grado: hay poemas de los cuales nos conmueve la música y damos el sentido por supuesto, del mismo modo que hay poemas en los que atendemos al sentido mientras la música nos conmueve sin que lo notemos. Tómese un ejemplo aparentemente extremo: los versos absurdos de Edward Lear. Su sin-sentido no es vacío de sentido: es una parodia del sentido, y el sentido que tienen es ése. The Jumblies es un poema de aventura, y de nostalgia de la aventura del viaje extranjero y la exploración; The Yongy-Bongy Bo y The Dong with a Lumminous Nose son poemas de pasión no correspondida: «blues», de hecho. Gozamos de la música, que es de primer orden, y gozamos del sentimiento de irresponsabilidad hacia el sentido. O bien tómese un poema de otro tipo, The Blue Closet de William Morris. Es un poema delicioso, aunque no puedo explicar qué significa y dudo de que hubiera podido explicarlo el autor. Produce un efecto algo parecido al de una runa o un conjuro, salvo que las runas y los conjuros son fórmulas muy prácticas destinadas a obtener resultados concretos, como sacar una vaca de un pantano. Pero la intención obvia del poema [y creo que el autor la realiza] es producir el efecto de un sueño. Para disfrutar un sueño no es preciso saber qué significa; pero los seres humanos tienen la inconmovible convicción de que los sueños significan algo: antes creían —y muchos aún lo creen— que los sueños descubren los secretos del futuro; la ortodoxa fe moderna consiste en que revelan los secretos —o al menos los secretos más horribles— del pasado. Es un lugar común observar que el significado de un poema puede rehuir completamente la paráfrasis. No lo es tanto observar que el significado de un poema puede ser algo más amplio que el propósito consciente de su autor, y algo muy alejado de sus orígenes. Uno de los poetas modernos más oscuros fue el francés Stéphane Mallarmé, de quien los franceses dicen a veces que su idioma es tan peculiar que lo entienden solamente los extranjeros. El difunto Roger Fry y su amigo Charles Mauron publicaron una traducción al inglés con notas para descifrar los significados; cuando leo que un soneto difícil se había inspirado en la visión de un cielorraso reflejado en una mesa lustrada, o en la visión de la luz reflejada por la espuma de un vaso de cerveza, sólo puedo decir que como embriología quizá todo esto sea correcto, pero no es el significado. Si un poema nos conmueve es que ha significado algo, tal vez algo importante para nosotros; si no nos conmueve, como poesía no tiene significado. Podemos agitarnos profundamente oyendo recitar un poema en un idioma del cual no conocemos una sola palabra; pero si después nos dicen que el poema es jerigonza y no tiene sentido, pensaremos que nos han engañado: que no era un poema, sino una simple imitación de la música instrumental. Si, tal como la entendemos, la paráfrasis sólo puede transmitir una parte del significado, es porque el poeta se ocupa de fronteras de la conciencia más allá de las cuales las palabras desfallecen, aunque los significados siguen existiendo. Diferentes lectores pueden pensar que un poema significa cosas muy diferentes, y puede que todos estos significados sean muy diferentes de lo que el autor pensó que quería decir. Tal vez, por ejemplo, el autor haya escrito alguna experiencia íntima peculiar, que a su juicio no tenía relación con nada exterior; sin embargo para el lector el poema puede expresar, además de cierta experiencia privada de él mismo, una situación general. Un poema puede encerrar mucho más que lo que advierte la conciencia del autor. Las diferentes interpretaciones pueden ser todas formulaciones parciales de una sola cosa; es posible que las ambigüedades se deban al hecho de que el poema significa más, y no menos, de lo que comunica el habla corriente.
De modo que, si bien la poesía intenta transmitir algo que está más allá de lo que puede transmitirse en ritmos en prosa, no deja de ser lo que una persona le dice a otra; y esto es igual de cierto si uno la canta, porque cantar es otra forma de hablar. La inmediatez de la poesía a la conversación es una cuestión que no admite leyes exactas. Toda revolución poética tiende a ser, y a veces proclama ser, una vuelta al habla común. Esa es la revolución que anunció Wordsworth en sus prefacios, y tenía razón; pero Oldham, Waller, Denham y Dryden habían llevado a cabo la misma revolución un siglo antes; y la misma revolución debía tener lugar algo más de un siglo después. Los seguidores de una revolución desarrollan la nueva expresión poética en una u otra dirección; lo pulen o perfeccionan; entretanto, el lenguaje hablado no deja de cambiar, y la expresión poética se vuelve anacrónica. Tal vez no nos demos cuenta de lo natural que el lenguaje de Dryden les debe de haber sonado a sus contemporáneos más sensibles. No hay ninguna poesía, por supuesto, que sea exactamente el mismo lenguaje que el poeta habla y oye: pero la relación con el lenguaje de su época tiene que ser tal que el oyente o el lector pueda decir: «Así hablaría yo si pudiera hablar en poesía». Es por esto que la mejor poesía contemporánea nos da una sensación de entusiasmo y de realización diferente de la que despierta cualquier poesía incluso mucho mayor de una época pasada.
La música de la poesía, entonces, debe ser una música latente en el habla común de su tiempo. Lo cual también significa que debe estar latente en el habla común del lugar del poeta. No es aquí mi cometido vituperar la ubicuidad del inglés estándar o «BBC». Si todos llegáramos a hablar igual dejaría de tener sentido que no escribiéramos igual; pero hasta que llegue ese momento —y espero que se retrase mucho— será trabajo del poeta usar el lenguaje que encuentra a su alrededor, ése que le es más familiar. Siempre recordaré la impresión de oir a W.B. Yeats leyendo poesía en voz alta. Uno terminaba reconociendo cuan necesaria era la forma irlandesa de hablar para extraer las bellezas de la poesía irlandesa. Oír a Yeats leer a William Blake era una experiencia de otro tipo, más asombrosa que satisfactoria. Por supuesto que no queremos que el poeta se limite a reproducir exactamente el estilo conversacional de su familia y sus amigos en un distrito determinado; pero es lo que encuentra allí, el material con el cual debe hacer su poesía. Como el escultor, ha de ser fiel al material con que trabaja; es partiendo de los sonidos que ha oído que debe hacer su melodía y su armonía.
Sería erróneo, no obstante, suponer que toda la poesía tiene que ser melodiosa, o que la poesía no es más que uno de los componentes de la música de las palabras. Cierta poesía se escribe para ser cantada; la mayor parte, en los tiempos modernos, se escribe para ser dicha; y hay muchas cosas de que hablar aparte del rumor de innumerables abejas o el arrullo de las palomas en los olmos inmemoriales. La disonancia tiene su lugar, y hasta la cacofonía: así como, en un poema de cualquier extensión, tiene que haber transiciones entre pasajes de mayor y menor intensidad, para obrar un ritmo de emoción fluctuante esencial a la estructura del conjunto; y, en relación al nivel en donde opera el poema total, los pasajes de menor intensidad serán prosaicos —de modo que, dentro de este contexto, puede decirse que ningún poeta podrá escribir un poema de amplitud a menos que sea un maestro de lo prosaico.(1)
Lo que importa, en resumen, es el poema entero: y si el poema entero no necesita ser, y a menudo no es, enteramente melodioso, se sigue que el poema no está hecho únicamente de «palabras bellas». Dudo de que, desde el exclusivo punto de vista del sonido, haya palabras más o menos bellas que otras -dentro de un idioma determinado, porque la cuestión de si algunos idiomas son o no más bellos que otros es totalmente distinta-. Las palabras feas son las no apropiadas para la compañía en que se encuentran; algunas lo son por aspereza o antigüedad; otras por extranjeras o de mal origen (v.g.: la televisión): pero pienso que ninguna palabra bien establecida en su propio idioma es bella o fea. La música de una palabra es, por así decir, un punto de intersección: surge, primero, de su relación con las palabras que la preceden y la siguen inmediatamente, y de modo indefinido con el contexto restante; y de otra relación, la de su sentido inmediato en ese contexto con todos los sentidos que haya tenido en otros, con su mayor o menor riqueza de asociaciones. No todas las palabras, es obvio, son igualmente ricas y abundantes en conexiones: parte de la tarea del poeta consiste en colocar las más ricas entre las más pobres, en los lugares precisos, y no nos podemos dar el lujo de cargar demasiado un poema con las primeras, porque sólo en ciertos momentos se consigue que una palabra insinúe toda la historia de una lengua y una civilización. Una «alusividad» tal no es capricho o excentricidad de algún tipo especial de poesía; está, por el contrario, en la naturaleza de las palabras, y atañe a toda clase de poetas. Lo que aquí me propongo es insistir en que un «poema musical» es un poema que tiene una patrón musical de sonido y un patrón musical de significados secundarios de las palabras que lo componen, y que estos dos patrones son uno e indisoluble. Y si objetan ustedes que el adjetivo «musical» sólo puede aplicarse correctamente al sonido puro, aparte del sentido, sólo puedo repetir mi afirmación anterior de que el sonido de un poema no es menos una abstracción del poema que su sentido.
La historia del verso blanco ilustra dos puntos interesantes y relacionados: la dependencia del habla y la sorprendente diferencia, dentro de la misma forma prosódica, entre el verso blanco dramático y el empleado con fines épicos, filosóficos, meditativos e idílicos. El verso depende del habla mucho más directamente en la poesía dramática que en cualquier otra. La necesidad de que la poesía nos recuerde el lenguaje contemporáneo, en la mayoría de las formas, se reduce según la libertad concedida a la idiosincrasia personal: es posible, por ejemplo, que un poema de Gerard Hopkins suene muy alejado del modo en que nos expresamos ustedes y yo —o, más bien, del modo en que se expresaban nuestros padres y abuelos: pero Hopkins da la impresión de que su poesía es muy fiel a la manera en que hablaba y se expresaba él mismo. Pero en el verso dramático el poeta habla de un personaje en otro, a través de una compañía de actores instruidos por un director, y de diferentes actores y productores en distintas épocas: su expresión tiene que abarcar todas las voces, y estar presente a un nivel más hondo que el necesario cuando el poeta habla por sí mismo. Parte de la última poesía de Shakespeare es sumamente elaborada y peculiar: pero sigue siendo el lenguaje, no de una persona, sino de un mundo de personas. Aunque se basa en el habla de hace trescientos años, cuando la oímos bien vertida podemos olvidar la distancia; así sucede cuando nos la entregan pacientemente en una de esas obras, cuya cúspide es Hamlet, que pueden representarse sin problemas con ropa moderna. Hacia la época de Otway el verso blanco dramático se había vuelto artificial y en sus mejores momentos reminiscente; y cuando llegamos a los dramas en verso de los poetas del diecinueve, el mayor de los cuales probablemente sea The Cenci, se hace difícil mantener la menor ilusión de realidad. Casi todos los grandes poetas del siglo pasado intentaron escribir obras teatrales en verso. Estas obras, que pocos leen más de una vez, son tratadas con el respeto que merece la buena poesía; y su insipidez suele atribuirse al hecho de que sus autores, aunque grandes poetas, en el campo del teatro eran amateurs. Pero incluso si esos poetas hubieran tenido mayores dotes naturales para el teatro, o se hubieran esforzado por adquirir destreza, las obras habrían sido ineficaces, a menos que el talento teatral o la experiencia les hubiesen indicado la necesidad de recurrir a otra clase de versificación. Si esas obras parecen tan exánimes no es básicamente por falta de argumento, o de acción y tensión, o por realización imperfecta de los personajes, o por carencia de algo de lo que se llama «teatro»: es básicamente porque no podemos asociar el ritmo de su lenguaje con ningún ser humano que no sea un declamador de poesía.
El verso blanco exhibe un grave deterioro incluso bajo la poderosa manipulación de Dryden. En All for Love hay pasajes espléndidos: con todo, a veces los personajes de Dryden hablan más naturalmente en las piezas heroicas que escribió en dísticos rimados que en la forma en apariencia más natural del verso blanco; aunque menos naturalmente de lo que hablan los personajes de Corneille y Racine en francés. Las causas del ascenso y la declinación de cualquier forma artística siempre son complejas, y podemos rastrear buen número de factores accesorios pero siempre quedará alguna causa más profunda que se resista a la formulación. No me atrevería a avanzar una sola razón de que la prosa haya reemplazado al verso en el teatro. Pero estoy seguro de que una de las razones de que en el drama no pueda emplearse hoy el verso blanco es la cantidad de poesía no dramática, y de la grande, que se ha escrito en los últimos trescientos años. Tenemos las mentes saturadas de obras no dramáticas escritas en lo que formalmente es la misma clase de verso. Si con un alarde de fantasía pudiéramos imaginarnos un Milton anterior a Shakespeare, Shakespeare habría tenido que descubrir un medio del todo diferente al que usó y perfeccionó. Milton manejó el verso blanco de un modo al que nadie se ha aproximado ni se aproximará nunca; y con ello hizo más que nadie o nada para volverlo imposible para el drama: aunque también podemos creer que el verso blanco dramático había agotado sus recursos y en cualquier caso carecía de futuro. Por cierto que Milton volvió el verso blanco imposible a todo propósito para un par de generaciones. Fueron los precursores de Wordsworth —Thompson, Young, Cowper— quienes primero se esforzaron por rescatarlo de la degradación en que lo habían sumido los imitadores de Milton durante el siglo dieciocho. En el diecinueve hay mucho verso blanco excelente, y variado: el que más se acerca al habla coloquial es el de Browning; pero, significativamente, más en los monólogos que en las obras de teatro.
Una generalización como ésta no conlleva juicio alguno sobre la estatura relativa de los poetas. Simplemente pide atención a la profunda diferencia entre el verso dramático y todas las demás clases: una diferencia musical, que es una diferencia en la relación con el lenguaje hablado corriente. Y lleva a mi punto siguiente: que la tarea del poeta será distinta, no sólo según sea su constitución personal, sino según el período en que se encuentre. En ciertos períodos, la tarea consiste en explorar las posibilidades musicales de una convención establecida de relación del estilo del verso con el del habla; en otros períodos, la tarea consiste en ponerse al día con los cambios en el lenguaje coloquial, que fundamentalmente son cambios de pensamiento y sensibilidad. Este movimiento cíclico también ejerce una influencia muy grande en nuestro juicio crítico. En una época como la nuestra, cuando se ha reclamado [bien se haya cumplido satisfactoriamente o no] una renovación de la dicción poética similar a la que propició Wordsworth, tendemos a exagerar, en nuestros juicios del pasado, la importancia de quienes produjeron innovaciones en detrimento de la reputación de quienes las desarrollaron.
He dicho suficiente, creo, para dejar en claro que no creo que la tarea del poeta sea primordialmente y siempre obrar una revolución en el lenguaje. Aunque fuera posible, vivir en estado de revolución perpetua no sería deseable: el ansia de novedad continua en la dicción y la métrica es tan malsana como la adhesión obstinada al lenguaje de nuestros abuelos. Hay épocas de exploración y épocas de desarrollo del territorio adquirido. El poeta que más hizo por el idioma inglés es Shakespeare: y en una corta vida llevó a cabo la tarea de dos poetas. Aquí sólo puedo decir, en breve, que el desarrollo del verso de Shakespeare puede dividirse groseramente en dos períodos. Durante el primero estuvo adaptando lentamente su forma al lenguaje coloquial: de modo que en el momento en que escribió Antonio y Cleopatra había concebido un medio en el cual todo lo que cualquier personaje dramático tuviera que decir, alto o bajo, «poético» o «prosaico», podía decirse con naturalidad y belleza. Habiendo llegado a ese punto, empezó a elaborar. El primer período —el del poeta que se inició con Venus y Adonis, pero que en Trabajos de amor perdidos ya había empezado a ver lo que tenía que hacer— va de lo artificial a lo sencillo, de lo rígido a lo elástico. Las últimas piezas se mueven de la simplicidad a la elaboración. El segundo Shakespeare se ocupa de la otra tarea del poeta: la de experimentar para ver cuan elaborada, cuan complicada puede ser la música sin perder todo contacto con el lenguaje coloquial, y sin que los personajes dejen de ser seres humanos. Este es el poeta de Cimbelino, Cuento de invierno, Pericles y La tempestad. De aquellos cuya exploración los condujo en esta sola dirección, el gran maestro es Milton. Podemos pensar que, mientras explora la música orquestal del lenguaje, a veces Milton deja completamente de hablar un lenguaje social; podemos pensar que, en su intento de recuperar el lenguaje social, a veces Wordsworth se pasa de la raya y se vuelve pedestre: pero a menudo es cierto que la única manera de saber hasta dónde podemos llegar es yendo demasiado lejos; aunque hay que ser un poeta muy grande para justificar aventuras tan peligrosas.
Hasta aquí he hablado únicamente de versificación, no de estructura poética; y es hora de recordar que la música del verso no es una cuestión de cada línea, sino una cuestión del poema entero. Sólo teniendo esto en mente podemos abordar el debatido asunto del patrón formal y el verso libre. En las obras de Shakespeare es posible descubrir un diseño musical en determinadas escenas, y en sus obras más perfectas en el todo. Es una música tanto de la imaginería como del sonido: en su examen de varias de las obras, el señor Wilson Knight ha mostrado hasta qué punto el uso de imaginería recurrente e imaginería dominante a lo largo de toda la pieza está relacionado con su efecto total. Una obra de Shakespeare es una estructura musical muy compleja; la estructura más fácil de aprehender es la de formas como el soneto, la oda formal, la balada, la villanesca, el rondó o la sextina. A veces se da por sentado que la poesía moderna ha acabado con formas así. Yo he visto indicios de su retorno, y aún los patrones elaborados son permanentes, como permanente es la necesidad del estribillo o el coro en las canciones populares. Ciertas formas son más apropiadas para unos idiomas que para otros, y cualquiera puede ser más apropiada para unos que para otros períodos. En cierta etapa la estrofa es una formalización natural y adecuada del habla en un patrón. Pero la estrofa —cuanto más elaborada es, cuantas más reglas hay que respetar para ejecutarla correctamente, más probable es que suceda esto— tiende a fijarse al estilo del momento de su perfección. No tarda en perder contacto con el cambiante lenguaje coloquial, poseída como está por la perspectiva mental de una generación pasada; se desacredita cuando sólo la usan esos escritores que, careciendo de impulso interior a la forma, optan por vertir su sentimiento líquido en un molde previo con la vana esperanza de que se conforme. En un soneto perfecto, lo que uno admira no es tanto la habilidad del autor para adaptarse al patrón como la habilidad y poder con que hace que la forma se acomode a lo que él tiene que decir. Sin esta aptitud, que tanto depende de la época como del genio individual, el resto es a lo sumo virtuosismo: y esto también desaparece donde el único elemento es el elemento musical. Las formas elaboradas retornan: pero tiene que haber períodos en que queden a un lado.
En cuanto al «verso libre», hace veinticinco años expresé mi punto de vista diciendo que no existe verso libre para el hombre que quiere hacer un buen trabajo. Nadie tiene mejores razones que yo para saber que bajo la denominación se verso libre se ha escrito mucha prosa mala; aunque me parece indiferente si sus autores escribieron mala prosa o mal verso, o mal verso del estilo que sea. Pero sólo un mal poeta pudo recibir el verso libre como una liberación de la forma. Fue una rebelión contra las formas muertas, y una preparación para encontrar formas nuevas o para renovar las viejas; fue una insistencia en la unidad interna que es singular para cada poema, contra la unidad externa que es típica. El poema está antes que la forma, en el sentido de que una forma surge del intento de alguien por decir algo; del mismo modo que un sistema de prosodia no es sino una formulación de identidades en los ritmos de una sucesión de poetas influidos unos por otros.
Hay que romper y rehacer las formas; pero pienso que todo idioma, en tanto siga siendo el mismo idioma, impone sus leyes y restricciones y concede sus propias licencias, dicta sus ritmos de habla y patrones de sonido. Y un idioma siempre está cambiando; el poeta debe aceptar sus desarrollos en vocabulario, sintaxis, pronunciación y entonación — y en última instancia hasta su deterioro— y usarlos lo mejor posible. A cambio, tiene el privilegio de contribuir al desarrollo y mantener la calidad, la capacidad del idioma de expresar un vasto arco y una gama sutil de sentimientos y emociones; su tarea es responder al cambio y hacerlo consciente, luchando a la vez para que no caiga más abajo de las pautas que él aprendió del pasado. Las libertades que pueda tomarse son por el bien del orden.
Dejaré que ustedes mismos juzguen en qué fase se encuentra ahora el verso contemporáneo. Se aceptará, supongo, que si el trabajo de los últimos veinte años merece ser clasificado, es en relación a un periodo de búsqueda de un estilo coloquial adecuadamente moderno. Aún nos queda mucho por delante en la invención de un medio en verso para el teatro, un medio en que podamos oír el habla de los contemporáneos, en que los personajes dramáticos puedan expresar la poesía más pura sin rimbombancias y transmitir el mensaje más corriente sin caer en lo absurdo. Pero cuando lleguemos al punto de estabilidad del lenguaje poético, podrá sobrevenir un período de elaboración musical. Creo que el estudio de la música puede ser muy provechoso para el poeta; cuánto conocimiento técnico de las formas musicales hace falta es algo que no sé, pues por mi parte no tengo ese conocimiento técnico. Pero creo que las propiedades de la música que más de cerca conciernen al poeta son el sentido del ritmo y el sentido de la estructura. Sería posible, pienso, que un poeta trabajara ceñidamente sobre analogías musicales: acaso el resultado fuese un efecto de artificialidad; pero sé que hay poemas, o pasajes de poema, que tienden a realizarse como en ritmos particulares antes de llegar a expresarse en palabras, y que en cada caso el ritmo puede engendrar la idea y la imagen; y no creo que la experiencia sea exclusivamente mía. El uso de temas recurrentes es tan natural en la poesía como en la música. Hay para el verso posibilidades en cierto modo análogas al desarrollo de un tema por distintos grupos de instrumentos; hay en ciertos poemas posibilidades de transición comparables a los distintos movimientos de una sinfonía o un cuarteto; está la posibilidad de disponer contrapuntísticamente los temas. Es en la sala de conciertos, más que en la ópera, donde puede acelerarse el germen de un poema. Es todo cuanto puedo decir; a partir de este punto dejo la cuestión a los que hayan estudiado música. Pero quisiera recordarles una vez más las dos tareas de la poesía, las dos direcciones en las que, según las épocas, debe trabajarse el lenguaje: de modo que, por lejos que pueda llegar la elaboración musical, habrá que esperar el momento en que la poesía sea nuevamente requerida por el habla. Surgirán los mismos problemas, y siempre bajo aspectos nuevos. Y la poesía seguirá teniendo ante ella, como F.S. Oliver dice de la política, «una aventura interminable».
(1) Esta doctrina es complementaria de la del pasaje o línea de Matthew Arnold sobre la «piedra de toque»: la prueba de la grandeza de un poeta es su forma de escribir su materia menos intensa, pero estructuralmente vital.
Conferencia W.P. Ker Memorial, pronunciada en 1942,en la universidad de Glasgow.
T.S. Eliot (E.E.U.U./Inglaterra, Saint Luis, 1888- Londres, 1965)
(Traducción de Marcelo Cohen)
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