Borgeby gard, Fladie (Suecia), 12 de agosto de 1904
Quiero volver a hablarle un momento, querido Señor Kappus, bien que casi nada puedo decir que sea eficaz, siquiera algo útil. Usted ha tenido muchas y grandes tristezas, que han pasado ya. Y dice que también este pasaje fue para usted arduo y destemplado. Por favor, compruebe, más bien, si aquellas grandes tristezas no atravesaron en lo profundo de usted; si no cambiaron en usted muchas cosas; si usted en alguna parte, en cualquier parte de su ser, no se transformó mientras estaba triste. Solamente son peligrosas y malas aquellas tristezas que se llevan a sofocar entre la gente; como las enfermedades que, tratadas de manera superficial y necia, sólo se retiran para declararse, después de breve pausa, más terribles; y que se acumulan dentro, y son vida, son vida no vivida, desdeñada, perdida, por la que se puede morir. Si nos fuese posible ver más allá del término a que alcanza nuestro saber, y aún algo más allá de las avanzadas de nuestros presentimientos, tal vez sobrellevaríamos nuestras tristezas con mayor confianza que nuestras alegrías. Pues aquellos son momentos en que algo nuevo, algo desconocido ha entrado en nosotros; nuestros sentidos enmudecen sobrecogidos de temor; todo en nosotros se retrae; se produce una tregua y lo nuevo, lo que nadie conoce, se yergue en medio y calla.
Creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión, que a modo de parálisis experimentamos porque ya no percibimos el vivir de nuestros enajenados sentidos. Porque estamos solos con lo desconocido que ha entrado en nosotros; porque nos han quitado por un instante todo lo familiar y habitual; porque nos hallamos en medio de un tránsito en el que no podemos permanecer. Es por eso que también la tristeza pasa; lo nuevo, lo agregado, ha entrado en nuestro corazón, ha ido a su cámara íntima, y ya tampoco está allí...está ya en la sangre. Y no llegamos a enterarnos de lo que fue. Se nos podría hacer creer fácilmente que no ha acontecido nada, y sin embargo nos hemos transformado como se transforma una casa en la que ha entrado un húesped. No podemos decir quién ha venido; quizá no lo sepamos nunca; pero por muchos indicios conocemos que lo futuro ha entrado de esa manera para transformarse dentro de nosotros mucho antes que acontezca. De ahí que sea tan importante estar solitario y atento cuando se está triste: porque el instante aparentemente en blanco, inmóvil, en que nos penetra nuestro futuro, se encuentra mucho más cerca de la vida que aquel otro momento ruidoso y casual en que él nos acontece como desde fuera. Cuando más serenos, sufridos y francos somos en nuestras tristezas, tanto más profunda y decididamente entra en nosotros lo nuevo, tanto mejor lo asimilamos, tanto más será nuestro destino; y un día, cuando "se realice" (es decir: cuando de nosotros pase a los otros), lo sentiremos en lo íntimo afín y cercano. Y esto es necesario. Es necesario - y a ello tenderá paulatinamente nuestro desarrollo- que nada extraño nos acontezca si no es aquello que nos pertenece desde largo tiempo. Repetidas veces fue preciso rever las nociones sobre el movimiento; también se
aprenderá, poco a poco, que lo que Ilamamos destino sale de los hombres, no que entra en ellos desde fuera. Sólo porque no absorbieron su destino ni la transformación en sí mismos mientras estaba en ellos, es por lo que tantos hombres no reconocieron lo que de ellos salía: les era tan extraño, que en su oscuro espanto pensaban que acababa de entrar en ellos, pues juraban no haber hallado antes, en sí, nada parecido. Así como se estuvo mucho tiempo en engaño sobre el movimiento del sol, se engaña uno todavía sobre el movimiento del porvenir.
Lo futuro está fijo, querido Señor Kappus, pero nosotros nos movemos en el espacio infinito.
¿Cómo no habríamos de tener dificultades?
Y si volvemos a referirnos a la soledad, deviene cada vez más claro que ella, en el fondo, no es nada de lo que se puede tomar o dejar. Somos solitarios. Uno puede acerca de esto ilusionarse y hacer como si no fuera así. Eso es todo. Pero cuánto mejor es reconocer que lo somos; aun más: partir de ahí. Ciertamente, entonces sucederá que experimentaremos vértigo, pues todos los puntos en que nuestros ojos solían descansar, nos son quitados; nada hay ya cercano, y todo lo lejano lo es infinitamente. Quien fuese transportado, casi sin preparación ni transición, desde su cuarto a la cúspide de una gran montaña, sentirá algo parecido; una inseguridad sin igual, un estar a la merced de algo indecible lo anonadará; se imaginará estar cayendo, o se creerá lanzado al espacio o estallado en mil pedazos: ¿qué mentira enorme tendrá que inventar su cerebro para recobrar sus sentidos y serenarlos? Así cambian todas las distancias, todas las medidas para aquel que se vuelve solitario; de estos cambios, muchos acaecen de improviso, y como en el hombre de la montaña, nacen entonces figuraciones extraordinarias y sentimientos extraños que parecen desarrollarse hasta superar todo lo soportable. Pero es menester que también vivamos esto. Tenemos que aceptar nuestra existencia tan ampliamente como sea posible Todo, aun lo inaudito, debe ser posible en ella. En el fondo, el único valor que se nos exige es: ser animosos ante lo más extraño, prodigioso o inexplicable que pueda acaecernos. Que los hombres hayan sido pusilánimes en este sentido ha hecho infinito daño a la vida; los sucesos denominados "fenómenos", la totalidad del Ilamado "mundo de lo sobrenatural", la muerte, todas estas cosas que nos son tan afines, han sido tan reprimidas, tan alejadas de la vida por un rechazo cotidiano, que los sentidos con que podíamos aprehenderlas se han atrofiado. De Dios, no hablar. Pero e! temor a lo inexplicable no sólo ha hecho más pobre la existencia del individuo; también las relaciones entre un ser humano y otro han sido limitadas por él, y por así decirlo, desviadas del cauce de las infinitas posibilidades hacia un lugar yermo de la orilla, al que nada ocurre. Pues no es únicamente la desidia lo que: hace que las relaciones humanas se repitan de caso en caso indeciblemente monótonas Y no renovadas: es el temor a toda vivencia nueva, imprevisible, a la que uno se considera incapaz de afrontar. Pero sólo quien está apercibido para todo, quien nada excluye, ni aun lo más enigmático, sentirá las relaciones con otro ser como algo vivo, y agotará por sí mismo su propia existencia. Porque si nos figuramos esta existencia del individuo como un aposento, grande o pequeño, se manifiesta entonces; que los más de ellos no conocen sino un rincón de su aposento, un lugar ante la ventana, una franja por van y vienen. Así tienen alguna seguridad. Y sin embargo es mucho más humana aquella inseguridad llena de peligros que impulsa a los cautivos, en las historias de Poe, a palpar las formas de sus terribles mazmorras y a no quedar ajenos al indescriptible espanto de estar en ellas. Pero nosotros no somos cautivos. En torno nuestro no hay preparadas trampas ni lazos, y nada hay que nos atemorice o atormente. Hemos sido puestos en la vida como en el elemento a que estamos mejor condicionados, y además, por adaptación milenaria, hemos llegado a ser tan parecidos a ella, que si permanecemos inmóviles apenas nos diferenciamos, por un feliz mimetismo, de cuanto nos rodea. No tenemos ningún motivo de recelo contra el mundo, pues no está contra nosotros. Si él tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, estos abismos nos pertenecen; si hay en él peligros, debemos procurar amarlos. Y si organizamos nuestra vida con arreglo al principio que nos aconseja atenernos siempre a lo difícil, entonces aquello que todavía nos parece lo más extraño nos resultará lo más familiar y fiel. ¿Cómo podríamos olvidar los viejos mitos vigentes en el origen de todos los pueblos; los mitos de aquellos dragones que en el momento culminante se tornan princesas? Todos los dragones de nuestra vida tal vez sean princesas que sólo esperan vernos un día, hermosos y atrevidos. Tal vez todo lo terrible no sea, en rigor, sino lo inerme, lo que requiere nuestra ayuda.
Así, querido señor Kappus, no debe alarmarse cuando una tristeza se eleve ante usted, tan grande como nunca haya visto; cuando una turbación pase como luz o sombra de nubes sobre sus manos y sobre todo su hacer. Debe pensar que algo en usted se verifica, que la vida no lo ha olvidado Y que lo tiene en la mano; ella no lo dejara caer. ¿Por que excluir de su vida una inquietud, un dolor, una melancolía, puesto que no sabe cómo trabajan en usted esos estados de ánimo? Por qué acosarse con la pregunta: ¿de dónde puede provenir todo eso y a dónde quiere ir? Pues usted bien sabe que se encuentra en evolución y que nada deseaba tanto como transformarse. Si alguno de sus procesos es enfermizo, piense que la enfermedad es el medio por el cual un organismo se libra de lo extraño; es preciso, entonces, ayudarlo a estar enfermo, a tener íntegramente su enfermedad y a hacer que ella irrumpa, pues esto constituye su progreso. En usted, querido señor Kappus ocurren ahora tantas cosas! Debe usted ser sufrido como un enfermo y confiado como un convaleciente; porque quizá sea usted ambas cosas. Más: usted es también el médico que ha de vigilarse. Pero en cada enfermedad hay muchos días en que el médico no puede hacer más que esperar. Y esto es lo que, sobre todo, tiene usted que hacer ahora, en tanto que es su propio médico. No se observe demasiado. No extraiga conclusiones precipitadas de lo que le ocurra; déjelo ocurrir, simplemente. De lo contrario usted Ilegará con demasiada facilidad a considerar con reproches (esto es: en sentido moral) su pasado, el cual, naturalmente, es parte en todo lo que ahora le sobreviene. Aquello de los errores, deseos y anhelos de su mocedad, que actúa en usted, no es, sin embargo, lo que usted recuerda y condena. La insólita situación de una infancia en soledad y desamparo es tan penosa, tan complicada, está a la merced de todas las relaciones reales de la vida, que allí donde entra un vicio no se lo puede Ilamar ligeramente, vicio. Por lo general, hay que ser muy cuidadoso con los nombres; a menudo el nombre de un crimen es el motivo por el cual se rompe una vida; no la acción misma, sin nombre y personal, que acaso fue, de esa vida, una necesidad determinada que pudo haber sido incorporada por ella sin dificultad. Y el consumo de energías le parece grande solo porque usted encarece la victoria; lo que usted cree haber conseguido no es lo grande, si bien tiene razón en su sentir; lo grande es que ya había allí algo que a usted le fue permitido poner en lugar de aquella superchería; algo verdadero y real. Sin esto, su victoria habrá sido una reacción meramente moral, sin mayor significación; pero así ha llegado a ser una parte de su vida. De su vida, querido señor Kappus, por la cual formulo mis mejores votos. ¿Recuerda cuánto esa vida envidió, desde la niñez, a los "grandes"?
Veo cómo ahora ansia partir de los grandes hacia los más grandes. Por eso es que ella no cesa de ser difícil, pero -por lo mismo-tampoco cesará de crecer.
Y si aún tengo que decirle alguna cosa, es ésta: no crea usted que quien trata de confortarlo viva sin fatigas entre las palabras simples y reposadas que a usted a veces lo alivian: su vida está llena de trabajo y tristeza, y queda muy atrás de ellas. Pues si fuese de otra manera, él nunca habría podido hallarlas.
Creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión, que a modo de parálisis experimentamos porque ya no percibimos el vivir de nuestros enajenados sentidos. Porque estamos solos con lo desconocido que ha entrado en nosotros; porque nos han quitado por un instante todo lo familiar y habitual; porque nos hallamos en medio de un tránsito en el que no podemos permanecer. Es por eso que también la tristeza pasa; lo nuevo, lo agregado, ha entrado en nuestro corazón, ha ido a su cámara íntima, y ya tampoco está allí...está ya en la sangre. Y no llegamos a enterarnos de lo que fue. Se nos podría hacer creer fácilmente que no ha acontecido nada, y sin embargo nos hemos transformado como se transforma una casa en la que ha entrado un húesped. No podemos decir quién ha venido; quizá no lo sepamos nunca; pero por muchos indicios conocemos que lo futuro ha entrado de esa manera para transformarse dentro de nosotros mucho antes que acontezca. De ahí que sea tan importante estar solitario y atento cuando se está triste: porque el instante aparentemente en blanco, inmóvil, en que nos penetra nuestro futuro, se encuentra mucho más cerca de la vida que aquel otro momento ruidoso y casual en que él nos acontece como desde fuera. Cuando más serenos, sufridos y francos somos en nuestras tristezas, tanto más profunda y decididamente entra en nosotros lo nuevo, tanto mejor lo asimilamos, tanto más será nuestro destino; y un día, cuando "se realice" (es decir: cuando de nosotros pase a los otros), lo sentiremos en lo íntimo afín y cercano. Y esto es necesario. Es necesario - y a ello tenderá paulatinamente nuestro desarrollo- que nada extraño nos acontezca si no es aquello que nos pertenece desde largo tiempo. Repetidas veces fue preciso rever las nociones sobre el movimiento; también se
aprenderá, poco a poco, que lo que Ilamamos destino sale de los hombres, no que entra en ellos desde fuera. Sólo porque no absorbieron su destino ni la transformación en sí mismos mientras estaba en ellos, es por lo que tantos hombres no reconocieron lo que de ellos salía: les era tan extraño, que en su oscuro espanto pensaban que acababa de entrar en ellos, pues juraban no haber hallado antes, en sí, nada parecido. Así como se estuvo mucho tiempo en engaño sobre el movimiento del sol, se engaña uno todavía sobre el movimiento del porvenir.
Lo futuro está fijo, querido Señor Kappus, pero nosotros nos movemos en el espacio infinito.
¿Cómo no habríamos de tener dificultades?
Y si volvemos a referirnos a la soledad, deviene cada vez más claro que ella, en el fondo, no es nada de lo que se puede tomar o dejar. Somos solitarios. Uno puede acerca de esto ilusionarse y hacer como si no fuera así. Eso es todo. Pero cuánto mejor es reconocer que lo somos; aun más: partir de ahí. Ciertamente, entonces sucederá que experimentaremos vértigo, pues todos los puntos en que nuestros ojos solían descansar, nos son quitados; nada hay ya cercano, y todo lo lejano lo es infinitamente. Quien fuese transportado, casi sin preparación ni transición, desde su cuarto a la cúspide de una gran montaña, sentirá algo parecido; una inseguridad sin igual, un estar a la merced de algo indecible lo anonadará; se imaginará estar cayendo, o se creerá lanzado al espacio o estallado en mil pedazos: ¿qué mentira enorme tendrá que inventar su cerebro para recobrar sus sentidos y serenarlos? Así cambian todas las distancias, todas las medidas para aquel que se vuelve solitario; de estos cambios, muchos acaecen de improviso, y como en el hombre de la montaña, nacen entonces figuraciones extraordinarias y sentimientos extraños que parecen desarrollarse hasta superar todo lo soportable. Pero es menester que también vivamos esto. Tenemos que aceptar nuestra existencia tan ampliamente como sea posible Todo, aun lo inaudito, debe ser posible en ella. En el fondo, el único valor que se nos exige es: ser animosos ante lo más extraño, prodigioso o inexplicable que pueda acaecernos. Que los hombres hayan sido pusilánimes en este sentido ha hecho infinito daño a la vida; los sucesos denominados "fenómenos", la totalidad del Ilamado "mundo de lo sobrenatural", la muerte, todas estas cosas que nos son tan afines, han sido tan reprimidas, tan alejadas de la vida por un rechazo cotidiano, que los sentidos con que podíamos aprehenderlas se han atrofiado. De Dios, no hablar. Pero e! temor a lo inexplicable no sólo ha hecho más pobre la existencia del individuo; también las relaciones entre un ser humano y otro han sido limitadas por él, y por así decirlo, desviadas del cauce de las infinitas posibilidades hacia un lugar yermo de la orilla, al que nada ocurre. Pues no es únicamente la desidia lo que: hace que las relaciones humanas se repitan de caso en caso indeciblemente monótonas Y no renovadas: es el temor a toda vivencia nueva, imprevisible, a la que uno se considera incapaz de afrontar. Pero sólo quien está apercibido para todo, quien nada excluye, ni aun lo más enigmático, sentirá las relaciones con otro ser como algo vivo, y agotará por sí mismo su propia existencia. Porque si nos figuramos esta existencia del individuo como un aposento, grande o pequeño, se manifiesta entonces; que los más de ellos no conocen sino un rincón de su aposento, un lugar ante la ventana, una franja por van y vienen. Así tienen alguna seguridad. Y sin embargo es mucho más humana aquella inseguridad llena de peligros que impulsa a los cautivos, en las historias de Poe, a palpar las formas de sus terribles mazmorras y a no quedar ajenos al indescriptible espanto de estar en ellas. Pero nosotros no somos cautivos. En torno nuestro no hay preparadas trampas ni lazos, y nada hay que nos atemorice o atormente. Hemos sido puestos en la vida como en el elemento a que estamos mejor condicionados, y además, por adaptación milenaria, hemos llegado a ser tan parecidos a ella, que si permanecemos inmóviles apenas nos diferenciamos, por un feliz mimetismo, de cuanto nos rodea. No tenemos ningún motivo de recelo contra el mundo, pues no está contra nosotros. Si él tiene espantos, son nuestros espantos; si tiene abismos, estos abismos nos pertenecen; si hay en él peligros, debemos procurar amarlos. Y si organizamos nuestra vida con arreglo al principio que nos aconseja atenernos siempre a lo difícil, entonces aquello que todavía nos parece lo más extraño nos resultará lo más familiar y fiel. ¿Cómo podríamos olvidar los viejos mitos vigentes en el origen de todos los pueblos; los mitos de aquellos dragones que en el momento culminante se tornan princesas? Todos los dragones de nuestra vida tal vez sean princesas que sólo esperan vernos un día, hermosos y atrevidos. Tal vez todo lo terrible no sea, en rigor, sino lo inerme, lo que requiere nuestra ayuda.
Así, querido señor Kappus, no debe alarmarse cuando una tristeza se eleve ante usted, tan grande como nunca haya visto; cuando una turbación pase como luz o sombra de nubes sobre sus manos y sobre todo su hacer. Debe pensar que algo en usted se verifica, que la vida no lo ha olvidado Y que lo tiene en la mano; ella no lo dejara caer. ¿Por que excluir de su vida una inquietud, un dolor, una melancolía, puesto que no sabe cómo trabajan en usted esos estados de ánimo? Por qué acosarse con la pregunta: ¿de dónde puede provenir todo eso y a dónde quiere ir? Pues usted bien sabe que se encuentra en evolución y que nada deseaba tanto como transformarse. Si alguno de sus procesos es enfermizo, piense que la enfermedad es el medio por el cual un organismo se libra de lo extraño; es preciso, entonces, ayudarlo a estar enfermo, a tener íntegramente su enfermedad y a hacer que ella irrumpa, pues esto constituye su progreso. En usted, querido señor Kappus ocurren ahora tantas cosas! Debe usted ser sufrido como un enfermo y confiado como un convaleciente; porque quizá sea usted ambas cosas. Más: usted es también el médico que ha de vigilarse. Pero en cada enfermedad hay muchos días en que el médico no puede hacer más que esperar. Y esto es lo que, sobre todo, tiene usted que hacer ahora, en tanto que es su propio médico. No se observe demasiado. No extraiga conclusiones precipitadas de lo que le ocurra; déjelo ocurrir, simplemente. De lo contrario usted Ilegará con demasiada facilidad a considerar con reproches (esto es: en sentido moral) su pasado, el cual, naturalmente, es parte en todo lo que ahora le sobreviene. Aquello de los errores, deseos y anhelos de su mocedad, que actúa en usted, no es, sin embargo, lo que usted recuerda y condena. La insólita situación de una infancia en soledad y desamparo es tan penosa, tan complicada, está a la merced de todas las relaciones reales de la vida, que allí donde entra un vicio no se lo puede Ilamar ligeramente, vicio. Por lo general, hay que ser muy cuidadoso con los nombres; a menudo el nombre de un crimen es el motivo por el cual se rompe una vida; no la acción misma, sin nombre y personal, que acaso fue, de esa vida, una necesidad determinada que pudo haber sido incorporada por ella sin dificultad. Y el consumo de energías le parece grande solo porque usted encarece la victoria; lo que usted cree haber conseguido no es lo grande, si bien tiene razón en su sentir; lo grande es que ya había allí algo que a usted le fue permitido poner en lugar de aquella superchería; algo verdadero y real. Sin esto, su victoria habrá sido una reacción meramente moral, sin mayor significación; pero así ha llegado a ser una parte de su vida. De su vida, querido señor Kappus, por la cual formulo mis mejores votos. ¿Recuerda cuánto esa vida envidió, desde la niñez, a los "grandes"?
Veo cómo ahora ansia partir de los grandes hacia los más grandes. Por eso es que ella no cesa de ser difícil, pero -por lo mismo-tampoco cesará de crecer.
Y si aún tengo que decirle alguna cosa, es ésta: no crea usted que quien trata de confortarlo viva sin fatigas entre las palabras simples y reposadas que a usted a veces lo alivian: su vida está llena de trabajo y tristeza, y queda muy atrás de ellas. Pues si fuese de otra manera, él nunca habría podido hallarlas.
Su
Rainer María Rilke
Rainer María Rilke
de: (Cartas a un joven poeta
-1929-)
-1929-)
(Traducción: Luis Di Iorio
y Guillermo Thiele)
y Guillermo Thiele)
Rainer Maria Rilke (Praga, 1875 - Valmont, 1926) Escritor checo en lengua alemana. Fue el poeta en lengua alemana más relevante e influyente de la primera mitad del siglo XX; amplió los límites de expresión de la lírica y extendió su influencia a toda la poesía europea. Después de abandonar la Academia Militar de Mährisch-Weiskirchen, ingresó en la Escuela de Comercio de Linz y posteriormente estudió historia del arte e historia de la literatura en Praga. Residió en Munich, donde en 1897 conoció a Lou Andreas-Salomé, quince años mayor que él, y que tuvo una influencia decisiva en su pasaje a la madurez. Decidido a no ejercer ningún oficio y a dedicarse plenamente a la literatura, emprendió numerosos viajes. Visitó Italia y Rusia (en compañía de L. Andreas-Salomé), conoció a L. Tolstoi y entró en contacto con la mística ortodoxa. En 1900 se instaló en Worpswede y un año después contrajo matrimonio con la escultora Clara Westhoff, con la que tuvo a su única hija, Ruth, y a cuyo lado escribió las tres partes del Libro de horas. Tras su separación, se instaló en París donde durante ocho meses trabajó como secretario privado de Rodin. Allí compuso Canto de amor y muerte del alférez Cristobal Rilke, y posteriormente Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Aquejado por una crisis interior empezó de nuevo a viajar mucho, a África del Norte (1910-1911) y a España (1912-1913). En 1911 y 1912, invitado por la princesa Marie von Thurn und Taxis, residió en el castillo de Duino (Trieste), escenario en el que surgieron las que denominó precisamente Elegías de Duino. Durante la Primera Guerra Mundial vivió la mayor parte del tiempo en Munich. En 1916 fue movilizado y tuvo que incorporarse al ejército en Viena, pero pronto fue licenciado por motivos de salud. De esos años es la intensa relación amorosa con la polaca Baladine Klossowska, madre de P. Klossowski y del pintor Balthus, presuntos hijos naturales nunca reconocidos por el poeta. Tras la guerra residió en Suiza y en 1922 vivió en el castillo de Muzot, donde finalizó las Elegías. Murió de leucemia, tras una larga y dolorosa agonía, en el sanatorio suizo de Valmont. Los cuadernos de Malte Laurids Brigge (1910), la única novela de Rilke, fue escrita a modo de diario y describe con la agudeza de un diagnóstico los contrastes sociales en París, la pobreza y la destrucción. La gran urbe provoca a Malte, el último descendiente de una gran familia danesa, el miedo absoluto. Enfermedad y finitud son en esta obra temas recurrentes. A la muerte deshumanizada y masificada, típica de la gran ciudad, Rilke opone la muerte individual y propia, que está representada por el recuerdo de un antepasado de Malte. Las evocaciones de infancia tienen un carácter redentor, igual que el tema del amor que, junto al de la muerte, constituye el otro gran tema del libro. El amor no correspondido, que perdura como deseo, deja abierto el final de la novela que desemboca en una reelaboración de la parábola del hijo pródigo. Estas mismas cuestiones reaparecen en su obra lírica Libro de horas (1905) formada por los títulos Libro primero, el libro de la vida monástica; Libro segundo, el libro de la peregrinación; Libro tercero, el libro de la pobreza y de la muerte que remite a las antologías medievales de plegarias privadas. La forma artística de la plegaria le sirve para abandonar la lírica de sentimientos propia de Canto de amor y muerte del alférez Cristóbal Rilke y experimentar con imágenes nuevas que, mediante traslaciones sensuales y visuales, amplían las fronteras del lenguaje. En el Libro de las imágenes (1902-1906) se aprecia una tendencia hacia la objetualización de las imágenes evocadas y hacia la observación detallada. Sin embargo, esta precisión no va en detrimento de la dimensión universal y parabólica del momento captado. Pero el giro decisivo hacia lo objetual se produce con la colección publicada con el título Nuevos poemas (1907-1908). Domina aquí la perspectiva observadora del "poema-cosa" y Rilke deja de hablar de la obra de arte para hacerlo de la "cosa de arte", que ha de existir por sí misma, distanciada y liberada del "yo" subjetivo del autor. La poesía ya no es una confesión y se convierte en un objeto que remite sólo a sí mismo. Esta nueva orientación de la poesía rilkeana se debe, en gran parte, al descubrimiento de la obra de Rodin, pues, para el poeta, el escultor francés significaba la alternativa a los excesos intimistas del arte. Siguiendo el modelo de Rodin, proclamará como divisa de su poetizar el "convertir la angustia en cosas" o lo que es lo mismo: el mundo interior se exterioriza a través de los objetos. Sus dos últimas obras, las Elegías de Duino (1923) y los Sonetos a Orfeo (1923) suponen otro cambio radical en su concepción poética. Se apartan tanto de la inicial lírica de sentimientos como de la objetualidad de los "poemas-cosa" posteriores. Tampoco parece que sea posible transformar la angustia en cosas. Tras una larga etapa de crisis en la que el escritor incluso se plantea la posibilidad de dejar la poesía, publica unos poemas de cariz existencial que son una interpretación de la existencia humana. Las Elegías de Duino buscan la definición del ser humano y su lugar en el universo, así como la misión del poeta que en esta obra desarrolla un mundo cerrado en sí mismo de imágenes y símbolos, cargados de recuerdos y de referencias autobiográficas. Utiliza el ritmo dactílico de la tradición elegíaca alemana, tal como lo habían empleado Goethe y Hölderlin. El ciclo de las Elegías, una de las obras más herméticas de la literatura alemana del siglo XX, parte de la lamentación para arribar hasta la dicha. Se inicia con la experiencia del ángel terrible separado del hombre por un abismo para llegar a la posibilidad del acercamiento humano a lo angélico. Es el poeta quien lleva al mundo angélico, liberándonos así del mundo interpretado. Pero para ello es preciso recorrer un largo camino en el que son claves los moribundos, los animales, los amantes y los niños. Todos ellos parecen figuras capaces de sustraerse al mundo cerrado del hombre, orientado hacia la muerte. El júbilo final de las dos últimas elegías muestra una nueva vida que consigue crear un ámbito común con la muerte, una alegría que se funde con el dolor. Los Sonetos a Orfeo, aunque formalmente son más abiertos y variados que las Elegías, están temáticamente ligados a éstas. También aquí la determinación de la existencia humana lleva a los límites de lo que es posible expresar en palabras. En ellos están presentes imágenes, simbolismos, recuerdos y elementos autobiográficos que remiten a las Elegías, y no en vano fueron definidos por el poeta como un "regalo adicional" surgido simultáneamente con el impulso de los grandes poemas.
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