Dos fragmentos
J. H. Fabre es autor de una decena de volúmenes compactos, en los cuales, bajo el título de Recuerdos Entomológicos, ha consignado los resultados de cincuenta años de observaciones, estudios y experiencias sobre los insectos que más conocidos y familiares nos parecen: diversas especies de avispas y abejas silvestres, algunos mosquitos, moscas, escarabajos y orugas; en una palabra, todas esas pequeñas vidas vagas, inconscientes, rudimentarias y casi anónimas que nos rodean por todas partes y a las cuales dirigimos una mirada distraída, que ya piensa en otra cosa, cuando abrimos nuestra ventana para recoger las primeras horas de la primavera, o cuando, en los jardines y en las praderas, vamos a bañarnos en los días azules del estío.
Tomamos al azar uno de esos copiosos volúmenes, y, naturalmente, esperamos encontrar en él, desde luego, las muy sabias y bastante áridas nomenclaturas, las muy meticulosas y extrañas especificaciones de esas vastas y polvorientas necrópolis que forman, casi exclusivamente, todos los tratados de entomología hasta aquí recorridos. Abrimos pues la obra, sin ardor y sin exigencia; e inmediatamente, de entre las hojas, se eleva y se desarrolla, sin vacilación, sin interrupción y casi sin flexión, hasta el fin de las cuatro mil páginas, la magia trágica más extraordinaria que a la imaginación humana le sea posible, no diré crear o concebir, sino admitir y aclimatarse en ella.
En efecto, no se trata aquí de imaginación humana. El insecto no pertenecía a nuestro mundo. Los demás animales, y hasta las plantas, a pesar de su vida muda y de los grandes secretos que mantienen, no nos parecen totalmente extraños. A pesar de todo, sentimos en ellos cierta fraternidad terrestre. Sorprenden, maravillan a menudo; pero no trastornan totalmente nuestro pensamiento. El insecto ofrece algo que no parece pertenecer a las costumbres, a la moral y a la psicología de nuestro globo. Se diría que viene de otro planeta, más monstruoso, más enérgico, más insensato, más atroz, más infernal que el nuestro. Parece haber nacido en algún cometa salido de su órbita y muerto loco en el espacio. Por más que se apodere de la vida con una autoridad y una fecundidad que nada iguala en este mundo, no podemos acostumbrarnos a la idea de que exista un pensamiento de esa naturaleza del cual pretendemos ser los hijos privilegiados y probablemente el ideal a que tienden todos los esfuerzos de la tierra. El infinitamente pequeño ¿qué es, en el fondo? Un insecto que nuestros ojos no ven. Hay, sin duda, en ese asombro y en esa incomprensión, no sé qué instintiva y profunda inquietud que nos inspiran esas existencias incomparablemente mejor armadas, mejor provistas de lo necesario que las nuestras, esas especies de condensaciones de energía y de actividad en que presentimos nuestros más misteriosos adversarios.
No nos cansaríamos de recoger a manos llenas preciosidades de esos inagotables tesoros. Por haber visto con tanta frecuencia sus telas extendidas por todas partes, creemos, por ejemplo, poseer nociones suficientes sobre el genio y los métodos de nuestras arañas familiares. Pero no es así; las realidades de una observación científica requieren un volumen entero en que se acumulan revelaciones de que no teníamos ninguna idea. Citaré simplemente, al azar, la armoniosa morada con arcadas de la araña cloto, la asombrosa escapada funicular de los pequeñuelos de nuestra araña de los jardines, la campana de bucear del argironeta, el verdadero hilo telefónico que pone en comunicación con la tela la pata de la epeira oculta en su cabana y le advierte que la agitación de sus lazos proviene de la captura de una presa o de un capricho de la brisa.
Es pues imposible, a menos de disponer de páginas ilimitadas, dedicar más de dos palabras a los milagros del instinto maternal, que se confunden con los de la alta industria y forman el centro luminoso de la psicología del insecto. Sería necesario disponer también de varios capítulos para dar una idea sucinta de los ritos nupciales que constituyen los episodios más extraños y fabulosos de esas Mil y una Noches desconocidas...
En suma, las costumbres conyugales son espantosas y, al revés de lo que pasa en todos los demás mundos, aquí es la hembra la que, en la pareja, representa la fuerza y la inteligencia al mismo tiempo que la crueldad y la tiranía que, al parecer, son su inevitable consecuencia. Casi todas las bodas concluyen con la muerte violenta o inmediata del esposo. Con frecuencia, la novia se come desde luego a cierto número de pretendientes. El tipo de esas uniones extrañas podría sernos ofrecido por los escorpiones languedocianos, que llevan, como es sabido, tenazas de cabrajo y una larga cola provista de un aguijón cuya picadura es en extremo peligrosa. Sirve de preludio a la fiesta un paseo de la pareja, tenazas dentro tenazas; luego, inmóviles, con los dedos siempre agarrados, se contemplan con beatitud interminablemente, y transcurre el día sobre su éxtasis, y luego la noche, en tanto que permanecen frente a frente, petrificados de admiración. Luego, las frentes se acercan, se tocan, las bocas —si así puede llamarse el monstruoso orificio que se abre entre las tenazas— se unen en una especie de beso, después de lo cual traspasa al macho un aguijón mortal, y la terrible esposa se lo come y saborea con satisfacción.
Pero la manta, el insecto extático, el de los brazos siempre levantados en actitud de invocación suprema, la horrible manta religiosa hace más: se come a sus esposos (porque, insaciable, consume a veces siete u ocho seguidos), mientras éstos la estrechan apasionadamente contra su corazón. Sus inconcebibles besos devoran, no metafóricamente, sino de una manera espantosamente real, al desdichado elegido de su alma o de su estómago. Empieza por la cabeza, baja al tórax y no se detiene hasta las patas posteriores, que considera demasiado coriáceas. Rechaza entonces los infortunados restos, mientras un nuevo amante, que espera tranquilamente el fin del monstruoso festín, avanza heroicamente para sufrir la misma suerte.
Tomamos al azar uno de esos copiosos volúmenes, y, naturalmente, esperamos encontrar en él, desde luego, las muy sabias y bastante áridas nomenclaturas, las muy meticulosas y extrañas especificaciones de esas vastas y polvorientas necrópolis que forman, casi exclusivamente, todos los tratados de entomología hasta aquí recorridos. Abrimos pues la obra, sin ardor y sin exigencia; e inmediatamente, de entre las hojas, se eleva y se desarrolla, sin vacilación, sin interrupción y casi sin flexión, hasta el fin de las cuatro mil páginas, la magia trágica más extraordinaria que a la imaginación humana le sea posible, no diré crear o concebir, sino admitir y aclimatarse en ella.
En efecto, no se trata aquí de imaginación humana. El insecto no pertenecía a nuestro mundo. Los demás animales, y hasta las plantas, a pesar de su vida muda y de los grandes secretos que mantienen, no nos parecen totalmente extraños. A pesar de todo, sentimos en ellos cierta fraternidad terrestre. Sorprenden, maravillan a menudo; pero no trastornan totalmente nuestro pensamiento. El insecto ofrece algo que no parece pertenecer a las costumbres, a la moral y a la psicología de nuestro globo. Se diría que viene de otro planeta, más monstruoso, más enérgico, más insensato, más atroz, más infernal que el nuestro. Parece haber nacido en algún cometa salido de su órbita y muerto loco en el espacio. Por más que se apodere de la vida con una autoridad y una fecundidad que nada iguala en este mundo, no podemos acostumbrarnos a la idea de que exista un pensamiento de esa naturaleza del cual pretendemos ser los hijos privilegiados y probablemente el ideal a que tienden todos los esfuerzos de la tierra. El infinitamente pequeño ¿qué es, en el fondo? Un insecto que nuestros ojos no ven. Hay, sin duda, en ese asombro y en esa incomprensión, no sé qué instintiva y profunda inquietud que nos inspiran esas existencias incomparablemente mejor armadas, mejor provistas de lo necesario que las nuestras, esas especies de condensaciones de energía y de actividad en que presentimos nuestros más misteriosos adversarios.
No nos cansaríamos de recoger a manos llenas preciosidades de esos inagotables tesoros. Por haber visto con tanta frecuencia sus telas extendidas por todas partes, creemos, por ejemplo, poseer nociones suficientes sobre el genio y los métodos de nuestras arañas familiares. Pero no es así; las realidades de una observación científica requieren un volumen entero en que se acumulan revelaciones de que no teníamos ninguna idea. Citaré simplemente, al azar, la armoniosa morada con arcadas de la araña cloto, la asombrosa escapada funicular de los pequeñuelos de nuestra araña de los jardines, la campana de bucear del argironeta, el verdadero hilo telefónico que pone en comunicación con la tela la pata de la epeira oculta en su cabana y le advierte que la agitación de sus lazos proviene de la captura de una presa o de un capricho de la brisa.
Es pues imposible, a menos de disponer de páginas ilimitadas, dedicar más de dos palabras a los milagros del instinto maternal, que se confunden con los de la alta industria y forman el centro luminoso de la psicología del insecto. Sería necesario disponer también de varios capítulos para dar una idea sucinta de los ritos nupciales que constituyen los episodios más extraños y fabulosos de esas Mil y una Noches desconocidas...
En suma, las costumbres conyugales son espantosas y, al revés de lo que pasa en todos los demás mundos, aquí es la hembra la que, en la pareja, representa la fuerza y la inteligencia al mismo tiempo que la crueldad y la tiranía que, al parecer, son su inevitable consecuencia. Casi todas las bodas concluyen con la muerte violenta o inmediata del esposo. Con frecuencia, la novia se come desde luego a cierto número de pretendientes. El tipo de esas uniones extrañas podría sernos ofrecido por los escorpiones languedocianos, que llevan, como es sabido, tenazas de cabrajo y una larga cola provista de un aguijón cuya picadura es en extremo peligrosa. Sirve de preludio a la fiesta un paseo de la pareja, tenazas dentro tenazas; luego, inmóviles, con los dedos siempre agarrados, se contemplan con beatitud interminablemente, y transcurre el día sobre su éxtasis, y luego la noche, en tanto que permanecen frente a frente, petrificados de admiración. Luego, las frentes se acercan, se tocan, las bocas —si así puede llamarse el monstruoso orificio que se abre entre las tenazas— se unen en una especie de beso, después de lo cual traspasa al macho un aguijón mortal, y la terrible esposa se lo come y saborea con satisfacción.
Pero la manta, el insecto extático, el de los brazos siempre levantados en actitud de invocación suprema, la horrible manta religiosa hace más: se come a sus esposos (porque, insaciable, consume a veces siete u ocho seguidos), mientras éstos la estrechan apasionadamente contra su corazón. Sus inconcebibles besos devoran, no metafóricamente, sino de una manera espantosamente real, al desdichado elegido de su alma o de su estómago. Empieza por la cabeza, baja al tórax y no se detiene hasta las patas posteriores, que considera demasiado coriáceas. Rechaza entonces los infortunados restos, mientras un nuevo amante, que espera tranquilamente el fin del monstruoso festín, avanza heroicamente para sufrir la misma suerte.
(De: La inteligencia de las Flores, 1907)
(*) N.C.: El texto de Maeterlink se llama así
en homenaje al entomólogo francés
Jean Henri Fabre (1823-1915)
Maurice Maeterlink (Gante, Bélgica, 1862- Niza, Francia, 1949)
(Traducción de Juan Bautista Ensenat)
IMAGEN: Jean Henri Fabre.
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