REPORTAJE
por Daniel Freidemberg
Usted es uno de los pocos críticos argentinos que reflexionan y escriben sobre poesía. ¿Qué le sucede a la crítica con la poesía? ¿Hay dificultades específicas que plantea el género?
—Usted me halaga, pero debo decirlo con Bataille: yo me acerco a la poesía, pero siempre yerro. Entonces habría que dirimir si existe algo que podamos llamar "crítica de poesía" o "crítica de narrativa", si habría una serie de estructuras que den cuenta de formas distintas de la crítica. Podríamos decir que la poesía engloba todo ¿no? Sería aquello que tradicionalmente se llama "la literatura".
—En sus trabajos, sin embargo, me parece ver una atención más, digamos, minuciosa hacia los textos que se presentan dentro del género "poesía".
—Sí, es probable que, más allá de las hipótesis, uno enfoque de manera diferente los textos a los que se enfrenta cuando tienen formas diversas de armado, o por lo menos aparentemente distintas. Pero ¿por qué no se podría leer poéticamente una novela? Recuerdo novelas totalmente dialogadas, que en última instancia pueden ser consideradas como textos dramáticos, y con las que siempre tengo la impresión de estar leyendo poesía. Por ejemplo, Una herencia y su historia, de Ivy Compton-Burnett, la más grande novelista inglesa —con perdón de Leonard Woolf—, que ya nadie lee. Porciones muy grandes de los textos llamados teatrales de Shakespeare —¿o todos?— son poesía, no sólo los sonetos.
—¿Pero qué sería eso que la lectura desata? ¿A qué cosa llama usted "poesía"?
—Habría que pensarlo desde la perspectiva heideggeriana, ¿no?: la existencia de una estructura lingüística que supera a lo que llamamos la lengua. He vuelto a Heidegger superando el estructuralismo, pero esta vuelta pasa por Lacan. La poesía —y usted me pide imposibilidades— sería algún régimen de la palabra más allá de su pura expresión lingüística, un régimen por el cual pasaría un grado último de la poesía, al margen de las formas genéricas (narrativa, poesía, etcétera). Yo he reflexionado mucho sobre los aspectos que caracterizarían a la literatura, para distinguirla de otros discursos circulantes, y llegué a la conclusión —banal por cierto— de que no hay nada que especifique en última instancia a lo que llamamos la literatura, al margen —claro— de los efectos puros de lectura. Creo, sí, que la literatura, entendida estrictamente como poesía, sólo se define en función de lo que podemos llamar una intensidad: dice lo que dicen otros discursos pero lo dice más intensamente. Pero, bueno, no hay varias lecturas posibles de un poema, hay una sola lectura imposible.
Vista desde ahí, la poesía no sería un género literario pero tampoco lo que proponía Jakobson: un modo de la lengua.
—Es que la poesía no puede definirse en última instancia por su puro valor lingüístico, más allá de la excelencia de ese valor, sino por la trascendentalidad del lenguaje, aquello que hemos llamado "la máspalabra". No se define por la estructura sino por aquello que convoca: el silencio. En algún momento dado, la lengua, para ser poesía, tiene que dejar de ser lenguaje: estar más allá. Creo que sólo los grandes poetas —incluidos los que escriben grandes novelas— usan la lengua en ese sentido, fuera de su identidad. Tal vez este tipo de experiencia sea comparable a la experiencia mística, en donde el más allá de la palabra sólo sea definible en función del silencio. Lo importante sería saber si ese silencio es el mismo para el escritor y el lector.
—¿No es esta "intensidad" lo mismo que proponía Pound cuando decía que "la gran literatura es el idioma cargado de sentido al grado máximo"?
—Diría que la idea de intensidad, como la aplico en este caso, es mucho más amplia, y tendría un sentido transnegativo. Dentro de ella habría una fórmula específica para lo que podemos llamar "intensidad de sentido". Es difícil determinar en última instancia qué grado de intensidad de la palabra hace que la palabra, que es puro elemento de la lengua, pase a otro nivel, que es el de lo estrictamente poético. Determinarlo, precisamente, es algo propio de los grandes poetas, como Pound, cuando reflexionan sobre su propia poesía o sobre la poesía de otros. Eso, creo, es lo que tradicionalmente llaman "el arte poética". La pregunta de los poetas sería "¿hasta dónde podemos destruir la palabra para que siga significando?" Porque la poesía no tiende a construir palabras: tiende a destruirlas. La poesía es la tentación del desastre.
Los poetas, según lo que usted dice, estarían siempre bajo la amenaza de la experiencia mística: si el silencio habla por sí mismo, para qué escribir.
—Ya Klébnikov hablaba de formas trans-racionales de la lengua. Habría una experiencia que va más allá de lo puramente lingüístico y que apelaría a pulsiones muy profundas: la pulsión extremada lleva al grito, al llanto, a la salmodia, si usted prefiere al letargo... o al aburrimiento. La poesía forma parte de esos horizontes absolutos de la lengua, y en donde la lengua se detiene, que podrían ser la experiencia mística y la experiencia revolucionaria. Por eso, la experiencia poética es riesgosa de a-semantismo. Los grandes poetas están atacados por el peligro de vincularse no con la alta significación sino lo contrario. El riesgo del barroco es el asesinato de la palabra. La ostentación barroca es ostensiva en grado cero, de tal manera que convoca al dibujo del objeto, su figurabilidad y no su representabilidad. La poesía se define en función del mutismo que la funda.
—¿Qué sería una "alta significación"?
—Recuerdo siempre que un alumno mío tenía la intención de re-escribir poéticamente El capital. Puede ser tomado como una boutade, pero me gusta suponer que él pensaba otra cosa: llevar las palabras de Marx a un grado tal de intensidad por el cual un discurso crítico de las formaciones económicas, o el análisis discursivo de un aspecto económico de la realidad, pudiesen convertirse en poesía. O podemos pensar, también, en la experiencia del teatro surrealista, donde los sonidos importaban por sí mismos. Cuando hablo de poesía pienso en la intensidad de la experiencia más que de la palabra misma, o de la palabra que de alguna manera dé cuenta de ésa experiencia. No "lo empírico" sino una experiencia profunda: lo que podemos llamar la Erlebnis. La voz, por ejemplo, que de alguna manera se define en contra de la palabra misma: lo que podemos llamar la voz gutural—la voz entrañable, de las entrañas— y, si se quiere, el llanto de la tragedia griega: sonido y olvido de la palabra.
Es sorprendente que un autor de teoría, en 1991, piense a la poesía como "experiencia", cuando ningún crítico y hasta, diría casi, ningún poeta, se atreve a hablar de literatura sin apoyarse en términos lingüísticos, semiologicos o psicoanalíticos.
—La "experiencia poética" puede ser entendida como una experiencia del afuera, en el sentido en que Freud usa esta expresión en Más allá del principio del placer, de un nuevo espacio que sólo puede nombrarse "más allá del lenguaje", y uso esta expresión para no decir "metalingüístícamente", lo que acarrearía otro tipo de problemas para mi posición. La única cosa que puedo pensar más allá del lenguaje son las matemáticas, el lenguaje poético es matemático porque es hipocorístico, amenguado, abreviado, y para colmo formulario: en los grandes poetas todo puede ser reducido a fórmulas, perdón, son fórmulas, maternas. Por eso es difícil hablar de poesía, eso explicaría la ausencia de crítica en la poesía, todo se reduciría a formular una metamatemática. Y eso es improbable.
—Yo, en realidad, me refería a otra cosa: me llamó la atención la reaparición de una idea, "experiencia poética", que antes era frecuente en el pensamiento de muchos poetas. ¿No resulta un tanto impropia para cualquier pretensión de precisión científica en la crítica?
—La "precisión científica" de la que usted habla está en la "incertidumbre". Pensemos, por ejemplo, en el aspecto "confuso" del lemguaje poético. Lo que aparece como confuso es, para decirlo axiomáticamente, su no entrada en relación con ningún discurso circulante. No encuentro operatorias técnicas —vengan del psicoanálisis, de la lingüística, del campo del formalismo o de la teoría crítica— que puedan en última instancia operar sobre este elemento. Todo lo contrario: cuando es realmente alta poesía —desde el Dante, insisto, hasta Proust y el Finnegan's Wake de Joyce—, creo que la única manera de dar cuenta de esa poesía es inventar otro registro que aspire a ser altamente poético. Porque —reitero— la poesía es lo que queda fuera del campo de la definición y de la circulación, lo que está de alguna manera como excrecencia del discurso circulante: aun del discurso de la literatura misma. No forma parte del campo de la definición sino de la obstinación.
Cómo sería "estar a fuera del discurso de la literatura"?
—Podríamos pensar si las palabras de todos los días no son palabras poéticas más que aquellas que formarían parte del gran diccionario de la poesía, desde Homero en adelante. Simultáneamente al uso funcional del lenguaje, la poesía se opone al uso específico de ciertos registros de la lengua que pueden pasar por poesía. La poesía no tiene registros específicos: la pienso como una especie de transmigración de la palabra poética hacia la "lengua" positiva. En un momento determinado, la lengua de todos los días aparece como el resorte, y le diría el fundamento, en donde la poesía puede afirmarse. Y esa afirmación es instantánea. Quiero decir que es probable que la poesía aparezca por momentos, instantáneamente, y vuelva a desaparecer. Fulgurantemente. Bueno, eso lo ha dicho Pound, y también lo dijo Valery: de todo un poema ¿qué puede quedar para la poesía? Tal vez un verso, tal vez la mitad de un verso, o quizá de ese verso quede una palabra.
—¿Diría entonces que la poesía actúa como una "presencia"? ¿Sería aquello que hace que las palabras o el discurso —cualquier palabra, cualquier discurso— adquieran poeticidad?
—Desborda los apriori kantianos de tiempo y espacio, supera el régimen de las sucesividades, disloca la temporalidad para producise por instantes y por intensidad (no en el sentido normativo de la intensificación, sino en el sentido lógico de la intensión: no es la intensificación de lo cuantitativo sino la in-tensión de la intensidad). Por eso no hay "diccionario" de la palabra poética, aunque algunos lo supongan.
—¿Cómo es posible entonces la crítica de poesía?
—Acostumbro decir que la poesía, como forma última de la literatura es un discurso que no dice nada a nadie (y, en ese caso, ¿qué valor social acordarle?), por lo tanto no podría producirse la distancia como para lo que podemos llamar un análisis crítico. Hay un término que he acuñado —como usted ve me gustan los registros formularios— que es el de "perfusión". Ya no consiste en establecer, digamos, un descubrimiento del sentido propio de la poesía que se analiza, sino lo contrario: es someterse a la poesía misma, que la poesía genere, en última instancia, el vocabulario y el texto de la crítica, y no como en el caso de la crítica de la narración, que mantiene su propia técnica, su propia ideología, su propia lengua. En el caso de la más alta poesía, en la cual incluyo a las grandes novelas, se llega a un nivel de saturación de la lengua ante el que, en última instancia, no se puede operar en función de proyectos ideológicos o de proyectos retóricos. Mi posición, al respecto, es que para hablar de poesía las palabras las dicta el poema, me dejo atravesar por el diccionario propio de la poesía que analizo. Hay que traicionar al lenguaje para hablar de poesía.
En los hechos, sin embargo, podríamos decir que también la crítica tiene mucha influencia en la poesía, o por lo menos en las cosas concretas que se escriben. Tal como se dan las cosas, es muy frecuente que los poetas se sujeten —no digo que siempre conscientemente— a una suerte de dependencia de lo último que dijeron los críticos, o lo que dicen con más fuerza o podrán decir...
—En función de la poesía de la que hemos hablado esto no se sostiene, ¿no es cierto? Pero es evidente en el nivel de lo puramente institucional, si no hablamos de poesía sino de libros de poesía. Sucede un fenómeno muy interesante, por el cual, en algunos libros, la literatura está no solamente sujeta a la crítica sino de alguna manera se convierte a sí misma en crítica, yo creo que para oponerse un poco, o para adelantarse, a la crítica. Es el caso de ciertas novelas que están circulando en este momento en el ambiente de la literatura porteña. En mi caso particular, el fenómeno es a la inversa: la lectura de la poesía me aporta elementos "teóricos" y "críticos".
—¿Hay diferencia entre sus lecturas "por gusto" y sus lecturas "profesionales"?
—Uno trata de desembarazarse de los problemas, digamos, de la profesión cuando lee cualquier tipo de texto. Lo que me interesa es una relación de enamoramiento con los textos, con todos los avatares que tienen las relaciones amorosas y, curiosamente, en los últimos años, los textos que me producen más placer y, a veces, algún tipo de goce, son los textos poéticos, más que los textos narrativos que incubaron prácticamente todas las lecturas de mi infancia.
Yo leo desde los catorce años —porque hasta ese momento era totalmente ágrafo e iletrado—, y a partir de que descubrí eso que se llama la lectura no lo pude dejar: es mi droga diaria, casi una toxicomanía, una pasión diaria...pero una pasión extinguida, ¿no? Me interesa mucho el cine, no dejo de ver videos, pero fundamentalmente mi experiencia es de lectura. Yo no leo, des-leo, y en función de un objeto muy determinado: el libro. Al libro lo puedo volver a leer, dar vuelta las páginas, someter la sensualidad de la mano al hojear, y al ojear -ahora sin hache- las páginas. Tengo la posibilidad de volver hacia atrás, de leer el final y después volver al principio: todas las permutaciones que permite la entrada a un texto tan multiforme como En busca del tiempo perdido, o los Cuatro cuartetos de Eliot.
—¿Y qué pasa cuando oye poesía, por ejemplo leída o recitada en voz alta?
—Es nada más que poesía escrita de otra manera, letrificada de cierta manera. Cuando oigo, por ejemplo, una grabación, me interesa de qué manera aparece letrificada la voz de la poesía, no la del poeta o la del recitante sino la de la poesía. No se trata de establecer alguna distinción entre la poesía tradicional, que se recitaba, y la poesía escrita actual. Pensemos que antiguamente no se leía en silencio: el texto escrito era como una partitura para que el lector lo leyese con su voz. Y esto me interesa mucho: siempre he sostenido que la voz no ha desaparecido del texto, más allá de todos los registros registros de la letrificación y de las formas actuales en las que el grafismo aparece como absoluto. Hay dos casos muy elementales en los que aparece aún la voz: el psicoanálisis y el canto, pero aun en el texto puramente escrito la presencia de la voz es para mí fundamental. Yo leo la voz que está ceñida al texto escrito, y que aparece con mayor o menor claridad, digamos que es intermitente. Nunca doy mi opinión sobre un poeta si no lo leo en voz alta, como letra del otro.
—¿Podemos decir que la poesía se niega al anonimato? Se me ocurre pensar que, conozcamos o no al autor, si es poesía siempre hay una voz singular que la sostiene.
—Totalmente de acuerdo. La voz sigue siendo singular, la escritura es oficial. Es una burografía. Cuando la poesía que leemos en un texto escrito no resuena o no hace aparecer una voz distinta, es que la poesía desfallece. La voz es el instinto de la poesía. No es el yo: la voz es un tercero.
En la Argentina se escribe mucha poesía y, para bien o para mal, una buena parte se publica. ¿Está al tanto de lo que se escribe? Y, si es así, ¿cómo hace?
—Tengo una gran biblioteca de poesía y por suerte no me ha costado un centavo. Está formada por la generosidad de los poetas, que me envían sus obras, incluso personas que desconozco. Yo leo todos los libros que me mandan, pero en la única forma en que leo cuando leo poesía: fragmentariamente. Nunca tomo un libro de poemas para leerlo desde el principio al final. No se trata de leer desde el final, sino fragmentariamente, y puedo también comenzar fragmentariamente desde el principio. Sigo las leyes estrictas del azar. Y pruebas al canto: me permite que le recite este poema de un anónimo que se hace llamar Luis Alberto Harriet, un poeta botánico: "figura / fuera del cielo / Segar / de los cuerpos / Albahaca poda"...
—Si, pero ¿cómo orientarse en esa descomunal masa de textos para disfrutarlos?
—En nuestro país, usted lo sabe mejor que yo en tanto es poeta, poeta de la palabra nacional —austera— mientras que otros lo son de la palabra argentina —plateresca—, están esas discusiones que se mantienen entre barrocos, neo-barrocos y en más, y los románticos y neo-románticos y en plus, digamos entre la lengua voraz y entre la lengua artera, la artería de la lengua. Si usted me permite hurgar entre los poemas más que entre los poetas (el poeta es siempre el esmeril de su propia poesía), atraído por el furor taxonómico diría de la lucha de las sectas, no en el sentido geométrico sino en el sentido eclesial, que por otra parte es una buena manera de clasificar —toda taxonomía es imperativa—, la lucha entre los concisos (como decía Borges de los cismáticos: los histriones), los —hiperbólicos— y los parabólicos, y entre ellos los que prefiero, los diabólicos o separadores o sectum que se oponen a los simbólicos. Bueno, habría que restablecer, de esta manera, la retórica de la poesía de Dubois, con especial referencia a la poesía argentina actual. ¿No?
—No sé. Yo nada más quería preguntarle cómo resuelve usted un problema que se me presenta como lector: a veces, quiero decir, no consigo "sintonizar" con lo que un texto tiene de poético, no me produce más que desconcierto o fastidio y recién mucho después —años, a veces— encuentro "eso" que se me escapaba, o no lo encuentro nunca o no hay nada que encontrar. Uno entonces tiene que ejercer algo asi como una constante gimnasia mental para leer con placer entre una extenuante cantidad de propuestas poéticas muy diferentes entre sí, si no quiere leer solamente lo que ya le gusta...
—Si partimos del presupuesto de que para la poesía no hay código posible, lo que me importa es la unicidad que tiene el poema. Es un elemento discutible, pero capital para mi lectura poética. Esa unicidad parte del supuesto de que, en primer lugar, no hay género poético, y en segundo, no hay formas específicas de registros poéticos (el registro del barroco, el culterano, los herméticos, los registros lacónicos). Todo lo contrario: si cada poema tiene su propio régimen, es el régimen que me impone para su lectura. Creo en la objetividad propia del poema. Yo creo que, por eso, los grandes poemas se convierten en objetos totalmente contundentes. Son realistas. Imponen su propia forma de organización de la palabra, marcan una legalidad, pero una legalidad propia de cada poema. Si de un libro puedo rescatar un poema o dos, considero que es un libro justificable. Contribuye por un lado a la fatalidad de la belleza, quiero decir el encuentro fallido y fugaz, el infortunio del significante en la red de la tyjé y el automatón, y por el otro, a la matemática alterada del instante. La belleza ha sido desde siempre, un valor precario.
—Usted me halaga, pero debo decirlo con Bataille: yo me acerco a la poesía, pero siempre yerro. Entonces habría que dirimir si existe algo que podamos llamar "crítica de poesía" o "crítica de narrativa", si habría una serie de estructuras que den cuenta de formas distintas de la crítica. Podríamos decir que la poesía engloba todo ¿no? Sería aquello que tradicionalmente se llama "la literatura".
—En sus trabajos, sin embargo, me parece ver una atención más, digamos, minuciosa hacia los textos que se presentan dentro del género "poesía".
—Sí, es probable que, más allá de las hipótesis, uno enfoque de manera diferente los textos a los que se enfrenta cuando tienen formas diversas de armado, o por lo menos aparentemente distintas. Pero ¿por qué no se podría leer poéticamente una novela? Recuerdo novelas totalmente dialogadas, que en última instancia pueden ser consideradas como textos dramáticos, y con las que siempre tengo la impresión de estar leyendo poesía. Por ejemplo, Una herencia y su historia, de Ivy Compton-Burnett, la más grande novelista inglesa —con perdón de Leonard Woolf—, que ya nadie lee. Porciones muy grandes de los textos llamados teatrales de Shakespeare —¿o todos?— son poesía, no sólo los sonetos.
—¿Pero qué sería eso que la lectura desata? ¿A qué cosa llama usted "poesía"?
—Habría que pensarlo desde la perspectiva heideggeriana, ¿no?: la existencia de una estructura lingüística que supera a lo que llamamos la lengua. He vuelto a Heidegger superando el estructuralismo, pero esta vuelta pasa por Lacan. La poesía —y usted me pide imposibilidades— sería algún régimen de la palabra más allá de su pura expresión lingüística, un régimen por el cual pasaría un grado último de la poesía, al margen de las formas genéricas (narrativa, poesía, etcétera). Yo he reflexionado mucho sobre los aspectos que caracterizarían a la literatura, para distinguirla de otros discursos circulantes, y llegué a la conclusión —banal por cierto— de que no hay nada que especifique en última instancia a lo que llamamos la literatura, al margen —claro— de los efectos puros de lectura. Creo, sí, que la literatura, entendida estrictamente como poesía, sólo se define en función de lo que podemos llamar una intensidad: dice lo que dicen otros discursos pero lo dice más intensamente. Pero, bueno, no hay varias lecturas posibles de un poema, hay una sola lectura imposible.
Vista desde ahí, la poesía no sería un género literario pero tampoco lo que proponía Jakobson: un modo de la lengua.
—Es que la poesía no puede definirse en última instancia por su puro valor lingüístico, más allá de la excelencia de ese valor, sino por la trascendentalidad del lenguaje, aquello que hemos llamado "la máspalabra". No se define por la estructura sino por aquello que convoca: el silencio. En algún momento dado, la lengua, para ser poesía, tiene que dejar de ser lenguaje: estar más allá. Creo que sólo los grandes poetas —incluidos los que escriben grandes novelas— usan la lengua en ese sentido, fuera de su identidad. Tal vez este tipo de experiencia sea comparable a la experiencia mística, en donde el más allá de la palabra sólo sea definible en función del silencio. Lo importante sería saber si ese silencio es el mismo para el escritor y el lector.
—¿No es esta "intensidad" lo mismo que proponía Pound cuando decía que "la gran literatura es el idioma cargado de sentido al grado máximo"?
—Diría que la idea de intensidad, como la aplico en este caso, es mucho más amplia, y tendría un sentido transnegativo. Dentro de ella habría una fórmula específica para lo que podemos llamar "intensidad de sentido". Es difícil determinar en última instancia qué grado de intensidad de la palabra hace que la palabra, que es puro elemento de la lengua, pase a otro nivel, que es el de lo estrictamente poético. Determinarlo, precisamente, es algo propio de los grandes poetas, como Pound, cuando reflexionan sobre su propia poesía o sobre la poesía de otros. Eso, creo, es lo que tradicionalmente llaman "el arte poética". La pregunta de los poetas sería "¿hasta dónde podemos destruir la palabra para que siga significando?" Porque la poesía no tiende a construir palabras: tiende a destruirlas. La poesía es la tentación del desastre.
Los poetas, según lo que usted dice, estarían siempre bajo la amenaza de la experiencia mística: si el silencio habla por sí mismo, para qué escribir.
—Ya Klébnikov hablaba de formas trans-racionales de la lengua. Habría una experiencia que va más allá de lo puramente lingüístico y que apelaría a pulsiones muy profundas: la pulsión extremada lleva al grito, al llanto, a la salmodia, si usted prefiere al letargo... o al aburrimiento. La poesía forma parte de esos horizontes absolutos de la lengua, y en donde la lengua se detiene, que podrían ser la experiencia mística y la experiencia revolucionaria. Por eso, la experiencia poética es riesgosa de a-semantismo. Los grandes poetas están atacados por el peligro de vincularse no con la alta significación sino lo contrario. El riesgo del barroco es el asesinato de la palabra. La ostentación barroca es ostensiva en grado cero, de tal manera que convoca al dibujo del objeto, su figurabilidad y no su representabilidad. La poesía se define en función del mutismo que la funda.
—¿Qué sería una "alta significación"?
—Recuerdo siempre que un alumno mío tenía la intención de re-escribir poéticamente El capital. Puede ser tomado como una boutade, pero me gusta suponer que él pensaba otra cosa: llevar las palabras de Marx a un grado tal de intensidad por el cual un discurso crítico de las formaciones económicas, o el análisis discursivo de un aspecto económico de la realidad, pudiesen convertirse en poesía. O podemos pensar, también, en la experiencia del teatro surrealista, donde los sonidos importaban por sí mismos. Cuando hablo de poesía pienso en la intensidad de la experiencia más que de la palabra misma, o de la palabra que de alguna manera dé cuenta de ésa experiencia. No "lo empírico" sino una experiencia profunda: lo que podemos llamar la Erlebnis. La voz, por ejemplo, que de alguna manera se define en contra de la palabra misma: lo que podemos llamar la voz gutural—la voz entrañable, de las entrañas— y, si se quiere, el llanto de la tragedia griega: sonido y olvido de la palabra.
Es sorprendente que un autor de teoría, en 1991, piense a la poesía como "experiencia", cuando ningún crítico y hasta, diría casi, ningún poeta, se atreve a hablar de literatura sin apoyarse en términos lingüísticos, semiologicos o psicoanalíticos.
—La "experiencia poética" puede ser entendida como una experiencia del afuera, en el sentido en que Freud usa esta expresión en Más allá del principio del placer, de un nuevo espacio que sólo puede nombrarse "más allá del lenguaje", y uso esta expresión para no decir "metalingüístícamente", lo que acarrearía otro tipo de problemas para mi posición. La única cosa que puedo pensar más allá del lenguaje son las matemáticas, el lenguaje poético es matemático porque es hipocorístico, amenguado, abreviado, y para colmo formulario: en los grandes poetas todo puede ser reducido a fórmulas, perdón, son fórmulas, maternas. Por eso es difícil hablar de poesía, eso explicaría la ausencia de crítica en la poesía, todo se reduciría a formular una metamatemática. Y eso es improbable.
—Yo, en realidad, me refería a otra cosa: me llamó la atención la reaparición de una idea, "experiencia poética", que antes era frecuente en el pensamiento de muchos poetas. ¿No resulta un tanto impropia para cualquier pretensión de precisión científica en la crítica?
—La "precisión científica" de la que usted habla está en la "incertidumbre". Pensemos, por ejemplo, en el aspecto "confuso" del lemguaje poético. Lo que aparece como confuso es, para decirlo axiomáticamente, su no entrada en relación con ningún discurso circulante. No encuentro operatorias técnicas —vengan del psicoanálisis, de la lingüística, del campo del formalismo o de la teoría crítica— que puedan en última instancia operar sobre este elemento. Todo lo contrario: cuando es realmente alta poesía —desde el Dante, insisto, hasta Proust y el Finnegan's Wake de Joyce—, creo que la única manera de dar cuenta de esa poesía es inventar otro registro que aspire a ser altamente poético. Porque —reitero— la poesía es lo que queda fuera del campo de la definición y de la circulación, lo que está de alguna manera como excrecencia del discurso circulante: aun del discurso de la literatura misma. No forma parte del campo de la definición sino de la obstinación.
Cómo sería "estar a fuera del discurso de la literatura"?
—Podríamos pensar si las palabras de todos los días no son palabras poéticas más que aquellas que formarían parte del gran diccionario de la poesía, desde Homero en adelante. Simultáneamente al uso funcional del lenguaje, la poesía se opone al uso específico de ciertos registros de la lengua que pueden pasar por poesía. La poesía no tiene registros específicos: la pienso como una especie de transmigración de la palabra poética hacia la "lengua" positiva. En un momento determinado, la lengua de todos los días aparece como el resorte, y le diría el fundamento, en donde la poesía puede afirmarse. Y esa afirmación es instantánea. Quiero decir que es probable que la poesía aparezca por momentos, instantáneamente, y vuelva a desaparecer. Fulgurantemente. Bueno, eso lo ha dicho Pound, y también lo dijo Valery: de todo un poema ¿qué puede quedar para la poesía? Tal vez un verso, tal vez la mitad de un verso, o quizá de ese verso quede una palabra.
—¿Diría entonces que la poesía actúa como una "presencia"? ¿Sería aquello que hace que las palabras o el discurso —cualquier palabra, cualquier discurso— adquieran poeticidad?
—Desborda los apriori kantianos de tiempo y espacio, supera el régimen de las sucesividades, disloca la temporalidad para producise por instantes y por intensidad (no en el sentido normativo de la intensificación, sino en el sentido lógico de la intensión: no es la intensificación de lo cuantitativo sino la in-tensión de la intensidad). Por eso no hay "diccionario" de la palabra poética, aunque algunos lo supongan.
—¿Cómo es posible entonces la crítica de poesía?
—Acostumbro decir que la poesía, como forma última de la literatura es un discurso que no dice nada a nadie (y, en ese caso, ¿qué valor social acordarle?), por lo tanto no podría producirse la distancia como para lo que podemos llamar un análisis crítico. Hay un término que he acuñado —como usted ve me gustan los registros formularios— que es el de "perfusión". Ya no consiste en establecer, digamos, un descubrimiento del sentido propio de la poesía que se analiza, sino lo contrario: es someterse a la poesía misma, que la poesía genere, en última instancia, el vocabulario y el texto de la crítica, y no como en el caso de la crítica de la narración, que mantiene su propia técnica, su propia ideología, su propia lengua. En el caso de la más alta poesía, en la cual incluyo a las grandes novelas, se llega a un nivel de saturación de la lengua ante el que, en última instancia, no se puede operar en función de proyectos ideológicos o de proyectos retóricos. Mi posición, al respecto, es que para hablar de poesía las palabras las dicta el poema, me dejo atravesar por el diccionario propio de la poesía que analizo. Hay que traicionar al lenguaje para hablar de poesía.
En los hechos, sin embargo, podríamos decir que también la crítica tiene mucha influencia en la poesía, o por lo menos en las cosas concretas que se escriben. Tal como se dan las cosas, es muy frecuente que los poetas se sujeten —no digo que siempre conscientemente— a una suerte de dependencia de lo último que dijeron los críticos, o lo que dicen con más fuerza o podrán decir...
—En función de la poesía de la que hemos hablado esto no se sostiene, ¿no es cierto? Pero es evidente en el nivel de lo puramente institucional, si no hablamos de poesía sino de libros de poesía. Sucede un fenómeno muy interesante, por el cual, en algunos libros, la literatura está no solamente sujeta a la crítica sino de alguna manera se convierte a sí misma en crítica, yo creo que para oponerse un poco, o para adelantarse, a la crítica. Es el caso de ciertas novelas que están circulando en este momento en el ambiente de la literatura porteña. En mi caso particular, el fenómeno es a la inversa: la lectura de la poesía me aporta elementos "teóricos" y "críticos".
—¿Hay diferencia entre sus lecturas "por gusto" y sus lecturas "profesionales"?
—Uno trata de desembarazarse de los problemas, digamos, de la profesión cuando lee cualquier tipo de texto. Lo que me interesa es una relación de enamoramiento con los textos, con todos los avatares que tienen las relaciones amorosas y, curiosamente, en los últimos años, los textos que me producen más placer y, a veces, algún tipo de goce, son los textos poéticos, más que los textos narrativos que incubaron prácticamente todas las lecturas de mi infancia.
Yo leo desde los catorce años —porque hasta ese momento era totalmente ágrafo e iletrado—, y a partir de que descubrí eso que se llama la lectura no lo pude dejar: es mi droga diaria, casi una toxicomanía, una pasión diaria...pero una pasión extinguida, ¿no? Me interesa mucho el cine, no dejo de ver videos, pero fundamentalmente mi experiencia es de lectura. Yo no leo, des-leo, y en función de un objeto muy determinado: el libro. Al libro lo puedo volver a leer, dar vuelta las páginas, someter la sensualidad de la mano al hojear, y al ojear -ahora sin hache- las páginas. Tengo la posibilidad de volver hacia atrás, de leer el final y después volver al principio: todas las permutaciones que permite la entrada a un texto tan multiforme como En busca del tiempo perdido, o los Cuatro cuartetos de Eliot.
—¿Y qué pasa cuando oye poesía, por ejemplo leída o recitada en voz alta?
—Es nada más que poesía escrita de otra manera, letrificada de cierta manera. Cuando oigo, por ejemplo, una grabación, me interesa de qué manera aparece letrificada la voz de la poesía, no la del poeta o la del recitante sino la de la poesía. No se trata de establecer alguna distinción entre la poesía tradicional, que se recitaba, y la poesía escrita actual. Pensemos que antiguamente no se leía en silencio: el texto escrito era como una partitura para que el lector lo leyese con su voz. Y esto me interesa mucho: siempre he sostenido que la voz no ha desaparecido del texto, más allá de todos los registros registros de la letrificación y de las formas actuales en las que el grafismo aparece como absoluto. Hay dos casos muy elementales en los que aparece aún la voz: el psicoanálisis y el canto, pero aun en el texto puramente escrito la presencia de la voz es para mí fundamental. Yo leo la voz que está ceñida al texto escrito, y que aparece con mayor o menor claridad, digamos que es intermitente. Nunca doy mi opinión sobre un poeta si no lo leo en voz alta, como letra del otro.
—¿Podemos decir que la poesía se niega al anonimato? Se me ocurre pensar que, conozcamos o no al autor, si es poesía siempre hay una voz singular que la sostiene.
—Totalmente de acuerdo. La voz sigue siendo singular, la escritura es oficial. Es una burografía. Cuando la poesía que leemos en un texto escrito no resuena o no hace aparecer una voz distinta, es que la poesía desfallece. La voz es el instinto de la poesía. No es el yo: la voz es un tercero.
En la Argentina se escribe mucha poesía y, para bien o para mal, una buena parte se publica. ¿Está al tanto de lo que se escribe? Y, si es así, ¿cómo hace?
—Tengo una gran biblioteca de poesía y por suerte no me ha costado un centavo. Está formada por la generosidad de los poetas, que me envían sus obras, incluso personas que desconozco. Yo leo todos los libros que me mandan, pero en la única forma en que leo cuando leo poesía: fragmentariamente. Nunca tomo un libro de poemas para leerlo desde el principio al final. No se trata de leer desde el final, sino fragmentariamente, y puedo también comenzar fragmentariamente desde el principio. Sigo las leyes estrictas del azar. Y pruebas al canto: me permite que le recite este poema de un anónimo que se hace llamar Luis Alberto Harriet, un poeta botánico: "figura / fuera del cielo / Segar / de los cuerpos / Albahaca poda"...
—Si, pero ¿cómo orientarse en esa descomunal masa de textos para disfrutarlos?
—En nuestro país, usted lo sabe mejor que yo en tanto es poeta, poeta de la palabra nacional —austera— mientras que otros lo son de la palabra argentina —plateresca—, están esas discusiones que se mantienen entre barrocos, neo-barrocos y en más, y los románticos y neo-románticos y en plus, digamos entre la lengua voraz y entre la lengua artera, la artería de la lengua. Si usted me permite hurgar entre los poemas más que entre los poetas (el poeta es siempre el esmeril de su propia poesía), atraído por el furor taxonómico diría de la lucha de las sectas, no en el sentido geométrico sino en el sentido eclesial, que por otra parte es una buena manera de clasificar —toda taxonomía es imperativa—, la lucha entre los concisos (como decía Borges de los cismáticos: los histriones), los —hiperbólicos— y los parabólicos, y entre ellos los que prefiero, los diabólicos o separadores o sectum que se oponen a los simbólicos. Bueno, habría que restablecer, de esta manera, la retórica de la poesía de Dubois, con especial referencia a la poesía argentina actual. ¿No?
—No sé. Yo nada más quería preguntarle cómo resuelve usted un problema que se me presenta como lector: a veces, quiero decir, no consigo "sintonizar" con lo que un texto tiene de poético, no me produce más que desconcierto o fastidio y recién mucho después —años, a veces— encuentro "eso" que se me escapaba, o no lo encuentro nunca o no hay nada que encontrar. Uno entonces tiene que ejercer algo asi como una constante gimnasia mental para leer con placer entre una extenuante cantidad de propuestas poéticas muy diferentes entre sí, si no quiere leer solamente lo que ya le gusta...
—Si partimos del presupuesto de que para la poesía no hay código posible, lo que me importa es la unicidad que tiene el poema. Es un elemento discutible, pero capital para mi lectura poética. Esa unicidad parte del supuesto de que, en primer lugar, no hay género poético, y en segundo, no hay formas específicas de registros poéticos (el registro del barroco, el culterano, los herméticos, los registros lacónicos). Todo lo contrario: si cada poema tiene su propio régimen, es el régimen que me impone para su lectura. Creo en la objetividad propia del poema. Yo creo que, por eso, los grandes poemas se convierten en objetos totalmente contundentes. Son realistas. Imponen su propia forma de organización de la palabra, marcan una legalidad, pero una legalidad propia de cada poema. Si de un libro puedo rescatar un poema o dos, considero que es un libro justificable. Contribuye por un lado a la fatalidad de la belleza, quiero decir el encuentro fallido y fugaz, el infortunio del significante en la red de la tyjé y el automatón, y por el otro, a la matemática alterada del instante. La belleza ha sido desde siempre, un valor precario.
Nicolás Rosa
(Diario de Poesía Nº19
Invierno, 1991)
Invierno, 1991)
Nicolás Rosa. Crítico y ensayista argentino nacido en Rosario. Fue doctor en Literatura Comparada de la Universidad de Montreal (Canadá), profesor consulto de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y profesor permanente de la Universidad Nacional de Rosario (UNR). Dictaba las cátedras de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y la de Análisis y Crítica II en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR donde también se desempeñaba como director de la Escuela de Posgrado. Conocido también por ser traductor de Roland Barthes, fue presidente de la Federación Latinoamericana de Semiótica y del comité científico de la Revista "DeDignis" (París). Rosa escribió libros como "Crítica y Significación" (1971), Léxico de Lingüística y Semiología" (1976), "Los fulgores del simulacro" (1982), "El arte del olvido" (1991), "Artefacto" (1992), "Tratados sobre Néstor Perlongher" (1997), "La lengua ausente" (1998), "Manual de uso" (Valencia, 1999), "Historia de la crítica literaria argentina" (2001), "Historia del ensayo argentino" (2002), "La letra argentina" (2003) y el reciente "Relatos críticos cosas animales discursos" editado por el sello Santiago Arcos.Sus ensayos fueron publicados en revistas de Estados Unidos, Francia, Canadá, España, Alemania, Brasil, Uruguay y Argentina, entre otros países. En tanto fue traducido al inglés, francés y portugués. Falleció el 25 de octubre de 2006, víctima de una enfermedad cardíaca.
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