jueves, 25 de junio de 2009

UN AMOR COMO POCOS


(Fragmento del Libro Segundo)

Ese día de principios de invierno la agonía sacudió a Agonia como nunca. Ocurrieron todas las cosas que puedan imaginarse ,y las que no pueden imaginarse. No quedó nada en pie, salvo el quilombo. Clotilde se lanzó desesperada a la calle en busca del Ovejerito pero no lo encontró por ninguna parte. ¿Se lo había tragado el sacudón? En cambio, encontró un avestruz boleado y con la cabeza rota. Se moría. Iba a exhalar su último suspiro. Clotilde lo tomó entre sus brazos y le acarició muy tiernamente el pico entreabierto. El avestruz la miró con una mirada infinitamente dulce y agradecida. Se despedía de ella como si hubieran sido amigos de siempre. Piadoso, el avestruz respondía simétricamente a la piedad de Clotilde acariciándola, agónico, con las grandes y aterciopeladas plumas de sus alas. Sus soberbias patas estiráronse. Faltó a sus ojos la luz. Después su alma dejó el cuerpo. Y el cuerpo se le puso rígido. Clotilde dejó de acariciarlo. No podía hacer más nada: aquel divino animal ya estaba en el seno de su dios divino. ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo! Clotilde secó sus lágrimas y al hacerlo se dio cuenta de que estaba en la esquina del quilombo. Había dado toda la vuelta y se hallaba en el mismo lugar de donde había partido. Tema del círculo o los círculos otra vez. Corso y recorso. En medio de ese paisaje de destrucción y muerte recordó el corso de su barrio en los días de su infancia. Recordó, así, su triunfo cuando en una oportunidad compitió con un traje de disfraz que entusiasmó a la concurrencia y a los jurados por igual: el disfraz de Luz Eléctrica consistente en un armazón tachonado de lamparitas de todos los colores que se prendían y apagaban gracias a un dispositivo especial. Y en medio de aquellas ruinas sonrió. La risa nace de una impresión mecánica. Lo cómico es una colisión de esferas cargadas de sentidos diferentes: es un conflicto de intenciones por una de las cuales tomamos partido intuitivamente; es la percepción brusca de conexiones inesperadas entre experiencias dispares. En la alta montaña, ante una caverna, sentábase el asceta; / apenas un resto de alma y de cuerpo, / a causa de la extrema dieta. Pero también: ningún mayor dolor que recordar / el tiempo feliz en la desgracia. Ahora Clotilde lloraba nuevamente. Desnuda sobre un montículo o sólo cubierta a medias por la piel de oveja negra puro merino. Lloraba. Pero lejos de llamar la atención pasaba desapercibida. Todos lloraban. Todos estaban desnudos o medio desnudos. Ni siquiera Clotilde llamaba la atención con su piel de oveja negra puro merino, artificio bien conocido por los hombres y mujeres de Agonia. Las mujeres la usaban gustosas cuando sus hombres se lo requerían. En los percheros de los hogares de Agonia, fabricados artesanalmente con vistosos cuernos de carneros, se la podía ver colgada junto al pasamontaña, las hueveras de lana de los abuelos (si todavía vivía algún abuelo con la familia) y alguna otra prenda de abrigo. Eran tan atrayentes esos percheros que en las Fiestas de Fin de Año, acondicionados convenientemente, hacían de arbolitos de Navidad. Brillaban los cuernos encerados, seduciendo al ojo del visitante. Artísticos percheros de Agonia que ocasionalmente, alguna vez, hasta habían sido pensados como artículos de exportación. Pero eso había quedado en un proyecto más. Clotilde paró de llorar y se paró en el montículo oteando en derredor cuan lejos alcanzaba su vista. ¿Adonde estaba el Ovejerito? ¿O ya no estaba? ¿No existía ya? ¿Se había extraviado para siempre el Ovejerito? ¿O es que había huido a los Altos Yelos? ¿O es que estaba escondido en la cueva con sus ovejas? ¿Pero, entonces, por qué no lo había encontrado allí? ¿O habíanse desencontrado? ¿Desencontrarse es igual que no encontrarse? ¿Hay encuentros que son desencuentros? ¿Y puede haber desencuentros que sean encuentros? ¿Treparía ella hasta los Altos Yelos? ¿Así como así? ¿Apoyando sus pies en el terreno de la ficción? ¿Cuando todavía fuertes rachas de agonia sacudían a Agonia? ¿Debía esperarlo todo de la ficción? ¿Y sus dones adivinatorios? ¿Y sus dones de rastreadora? ¿Habíansele ausentado por efectos de la agonia? ¿Adonde? ¿Algo le había querido avisar el avestruz acerca del Ovejerito? ¿El avestruz era amigo del Ovejerito? Cuenta Clotilde que con los sesos macerados por esta seguidilla de preguntas cayó, allí mismo, exhausta. Cuando despertó, estaba en brazos del Ovejerito que la besaba estirando sus labios en "trompa" o "piquito" hacia ella. El Ovejerito, cuenta Clotilde, impresionaba como un ser extrañamente conturbado. Tiernos meé, musitaba. La empezó a acariciar. Pero Clotilde reaccionó imprevista y muy violentamente. Esforzándose, estiró su mano hacia una correa que había quedado abandonada entre las ruinas y usándola como la lonja de un talero le cruzó la cara de un lonjazo al muchachito. Explica Clotilde en sus cartas que lo hizo porque la actitud del Ovejerito, besándola en público con su peculiar o ridículo estilo le pareció el colmo de la estolidez. Una cosa era en el quilombo, entre las cuatro paredes del cuarto, y otra en plena calle con todos los curiosos mirándolos y haciendo risueños comentarios. Lo que le causaba gracia en privado se le volvía estúpido en público. Siempre las cosas tienen una doble cara. Por eso, el lonjazo a una de las caras del Ovejerito. Pero hubo también otra razón; quizá, la razón de fondo. Clotilde estaba harta de que el muchachito, pese a sus insinuaciones y tentativas de pasar a mayores, creyera todavía que "eso" culminaba en el beso. Pensó, incluso, que el pastorcillo había creído que la recuperación de su estado consciente se debía a la presunta omnipotencia del beso. Al beso en "trompa" o "piquito", para más absurdidad. Sin embargo, ella nunca había perdido la conciencia del todo aunque el Ovejerito creyera o pudiera creer que sus ósculos la hubieran resucitado y traído nuevamente a nuestro mundo desde el tenebroso Hades del inconsciente. Otro lonjazo. Y otro más. Como correctivo docente. El maestro siempre tiene razón. ¡Siempre! Esto lo dijo un bárbaro. Pero Clotilde no era bárbara y menos docente. Clotilde amaba a los analfabetos. Es mejor la compañía de un analfabeto a la de cien semianalfabetos, pensaba. ¡No ahorren sangre de semianalfabetos! pensaba con su mejor cara de no-violenta. Con esa cara mostraba toda su dulzura y su bondad sin límites. Pero la exacerbaba el límite que le imponía el Ovejerito con su comportamiento de burro escolar no escolarizado. En todo caso, él era el culpable de los lonjazos; él había provocado esa violencia que cambiaba el sentido: él, que estaba debajo de Clotilde, manso, sosteniéndola en sus brazos, había sido víctima de la violencia de arriba, la de Clotilde. Clotilde se lamentaba de que el Ovejerito, pudiendo haber sido su mejor alumno era, en cambio, su peor. Por mi parte no recuerdo que Clotilde me haya levantado la mano alguna vez salvo aquella tarde que me escapé, a la hora de la siesta, a jugar a la pelota y ella recibió por causa de mi inconducta el reto de mi madre. Mi madre era siestera. Y como toda madre quería o porfiaba inculcarme sus hábitos o creencias. Pero el llamado del potrero era para mí, en aquellos tiempos, más fuerte que el temor a la reprimenda o castigo maternal. Así que allá iba. Me bajaba de la cama en la que mi madre pretendía hacerme dormir junto a ella, en puntas de pie llegaba hasta la puerta, la abría, descendía tratando de no hacer el menor ruidito por la escalera, y ya en la planta baja, enfilaba hacia la cocina, salía al patio, llegaba a la puerta cancel de entrada, trepaba y ya. Ya me estaba descolgando hacia el otro lado, el de la vereda. Allí me esperaban los juvenilleros. Potrero y pelota. Dale, pásala. Clotilde, recuerdo, llegó hasta esa tierra baldía. Clotilde, amigaza, llegó hasta el baldío o potrero y me propinó unos fuertes coscorrones llevándome de una oreja a casa. Pero no era bárbara ni, menos, docente; actuó por órdenes de mi madre a la que mucho estimaba. Clotilde, observando la desazón de la gente que rodeaba al Ovejerito y a ella, optó por solicitar un pañuelo con el que enjugó la abundante sangre que bañaba, abundante, el lindo rostro del pastorcillo. El muchachito la miraba como la había mirado el avestruz, con la mirada de un carnero. A punto de ser degollado. O degollado. Alzó en sus brazos al Ovejerito y colérica, ahora, dirigiéndose a los pobladores les espetó: ¡Han comprado el error como si fuera la verdad! ¡Han comprado los suplicios en lugar del perdón! Por eso la agonia, murmuró luego, reflexiva. Pero volviendo a mis escapadas al potrero: es curioso como cambia la gente en el transcurso de su vida hasta poder llegar a pensarse como una serie de personas distintas que no tuvieran nada que ver las unas con las otras; hasta el punto de no poder afirmar algo que parecería tan obvio como soy el que soy y sí, en cambio, soy el que no soy. ¿De aquel pequeño transgresor en busca de su libertad, de aquel chico arriesgado que fui, qué queda? Me encerré. Me clausuré. Me puse a hacer tortas para los vecinos. Me encarcelé. Me: como adentro de una valva. Me ocluí entre los muros de esta casa. Con el Ovejerito en brazos, Clotilde entró al quilombo. Con su otra cara. No la de leona profética sino con la de amante madre llevando a su nene de teta en brazos. Los esporádicos y musicales gemidos del pastorcillo excitaban aun más su deseo. Cupido no cesaba de flecharla. Ni en medio de las catástrofes él deja de probar puntería en los mortales y hacerles el dulce daño. Clotilde tenía, de veras, ganas. Ganas de muchas ganas. Pero antes de intentarlo una vez más hizo un sincero acto de contrición. ¡Tan débil es nuestra carne, Señor! Clotilde se llevó a su pequeño diosecillo al cuarto. La vista de la sangre del Ovejerito la había erotizado al grado sumo, místicamente, como suele ocurrir. Eros y San Juan de la Cruz. ¡Señor, qué débiles somos! Clotilde estaba ya al borde del orgasmo. ¡Qué dicha! ¡Qué goce! ¡Oh señor! Temblando, tendió al Ovejerito en el lecho. Tutta tremando. Sus gemidos en trance de hembra a punto de acabar, cuenta Clotilde, se mezclaban con los musitados mees del muchachito. Meé. Meé. Oh, Señor, qué débiles! Reunió en un solo haz de combattiménto sus fuerzas y se encabalgó al Ovejerito, apretándolo entre sus tabas o rodillas. Aferró el aguijón tieso del pastorcillo y comenzó así la eterna lucha. El Ovejerito corcoveaba. Clotilde le atenazaba los flancos. Era una doma: Clotilde, la jineta; el Ovejerito, el bagual. Clotilde porfiaba introducir el aguijón del pastorcillo en su raja. Mas una y otra vez fallaba en su intento. Los nervios, una y otra vez, le jugaban esa mala pasada por lo que ya desesperada de lograr su propósito y ya a punto de culminar su orgasmo se decidió a masturbarlo. Arriba y hacia abajo y viceversa. Hasta que por natural surgencia el chorro brotó del reservorio y tocó casi el cielorraso. Después, el aguijón del Ovejerito se acordeonó, lamentable. Una comita, un puntúo, una nada. Siempre le había causado risa a Clotilde la situación del pene varonil que, de orgullosamente erecto, pasa a ser un enano nacido, blando como un molusco baboso.



Leónidas Lamborghini (Argentina, Buenos Aires, 1927-2009)





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