Había en aquella habitación unos objetos por completo neutros, sin utilidad. Permanecían posados entre los ilegibles muebles y las demás cosas en la penumbra. Con esa seguridad más bien parca de lo que yace sepultado por la espuma de una espera. Desencajada toda posibilidad de reconocer la mínima inminencia de revelación. En efecto: aquella mujer había estado señalando, casi con distracción al principio, hacia unas rocas que brillaban -en acuática pero precisa geometría- en relación a ciertas nubes que justo entonces parecían salpicarlas con sus sombras, humectando a lo lejos la oscilante quietud de los peñascos. A la certidumbre de su gesto, destreza que a su insignificancia ha regresado, acompañaba la totalidad del brazo. Destreza de ilusionista, baile de calma ante el despeñadero de la propia voracidad. Con su mirada curaca recorrió otra vez aquellas montañas adonde había sido feliz. Tomó algunos de esos objetos sin nombre y empezó a sacudirlos, formando combinaciones aéreas de recintos cóncavos que respondían en materializadas ráfagas al unísono de golpes percusivos. Con los nudillos, tobillos, la cabeza a veces, la neutralidad de aquel amontonamiento insensato de vestigios, agujeros negros entre las constelaciones del sitio, cobró relieve tras el aspecto instantáneo. Era ése su momento; tiempo para picotear la oportunidad. Sus desplazamientos —en su apariencia errátil viraje- involucraban la exhalación de esos sonidos entrañados. Había cesado toda nostalgia, todo sentimiento noble u obsceno de pérdida o falta. Semejante inadvertencia para integrar cada gesto en alguna ordenación u oración indeleble -más bien la mediadora despedía el olvido de toda luz que no viniera del cuerpo en su cóncavo de letanía envolvente- implicaba una suerte de danza. Aquellos objetos suyos no tenían objeto; ésa era la única explicitación posible cada vez que la música no abriese más allá de toda asechanza. Pues entonces se nacía al lugar. Desaparición en vez de ligadura. Abdicación de la memoria, es cierto, pero bajo la clave imantada de un destino. Ella precisaba en su gesto su destino; lo tornaba crudo como seguramente había de ser su naturaleza. Aquella mujer, en su incan-tacíón hacia la danza última se disolvía en ella misma, para dejar de ser lo que había creído, lo que había sido en enloquecedora fijación —y siendo cada vez menos ella misma se hacía prismática. Jugaba con fuego. Movía el brasero de flujos, la llamada de su influencia. No era sólo mutación de su evidencia, sino evidencia impávida de su acontecer para siempre. ¿Para siempre? Miré yo también desde el nicho de la abertura. Las rocas deslizantes rodeaban el palacio de adobe, el laberinto de las insinuaciones a través de cientos de patios y ventanas, de corredores de insomnio y pasadizos de velocidad soterrada. Las rocas de las montañas. Ella cantaba. Las rocas de las montañas. Se desprendía de sí. Las rocas de las montañas. Se iba hacia sí. Las rocas de las montañas. Se despedía, se hacía brisa. Las rocas de las montañas. Se conjugaba. Las rocas de las montañas. Despeñaba su canción. Las rocas de las montañas. En su gesto la vida entera. Las rocas de las montañas.
Reynaldo Jiménez (Perú, Lima, 1959 -Vive en Buenos Aires, desde 1963)
IMAGEN: Pintura de Paul Cézanne.
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