domingo, 21 de junio de 2009


























Más puntuales los sueños que los recuerdos, me visitaron para decirme que, por tercera vez, se cerraba el cielo de los años de su ausencia.
Comencé a sentir el día como una carga, melancólica, dolorosa.
Debía esperar la noche para la conmemoración solitaria y el ritual sencillo de mi culto de amor.
En la mañana me ordenaron ir a una oficina pública que tiene, delante, un jardín de césped y una reja de barrotes finos. Mientras aguardaba el curso interno de unos papeles, me entretuve en caminar por el sendero enripiado.
Acompañada de una niñita con el asombro de la orfandad recién asomada al mundo, llegó una monja y, al pasar hacía el edificio, detuvo su mirada en mis ojos. Estuvimos cerca, el uno del otro, y pude percibir su bozo muy fino y un lunar pequeño, marrón claro, también sobre el labio. Ella era joven y no sé si su mirada removió mi tristeza o la nostalgia de aquel cariño que era como no tenerlo, porque nació a destiempo.
Cuando la monja se retiraba, y esto ocurrió en seguida, yo la miré intensamente. Ella me devolvió una mirada clara, limpia y lejana. Salió a la vereda, caminó a lo largo de la reja, pasé la calle y se alejó, sin volver nunca la cabeza.
En la noche caminé hacia la estación del ferrocarril. Puede parecer un extraño lugar para mi ofrenda. Ah, es que soy capaz de construir mis sentimientos en silencio y también en la soledad. Pero algo es preciso, para fundar una memoria, y de ella tuve esas manos que se tomaron de las mías, aquella noche, cuando el tren partía.
En la noche del tercer aniversario, en medio de la turbulencia de los andenes, no podía musitar la frase de ternura que tengo pensada para ella. Porque para decirla, en fugaz -tal vez milagroso- estado de pureza, debía concentrar y aislar todas las fuerzas de mi moción y de mi pensamiento.
Subí entonces al puente elevado por donde la gente pasa de una plataforma a otra, por encima de los trenes. Era una noche fresca y el puente, como una caja oscura, parecía deshabitado. Hice los tres tramos de la escalera y arriba encontré a una mujer en actitud de espera. Aunque yo podía ganar la soledad en el otro extremo del puente, me molestó descubrirla, porque me infundía esa perturbación que da la evidencia de que también existe, en la relación con las mujeres, el deseo. Y no era el momento de acceder a lo que ocurre todos los días.
Descendí los tres tramos de escalera de la parte opuesta. Hice el trayecto de la segunda plataforma hasta donde traban su extensión los rieles.
Regresé. La mujer seguía en el mismo lugar. Desesperanzado de darme con el momento propicio al recogimiento, cerré los ojos y dije su nombre, muy quedo: "Amanda...", y pronuncié las palabras rituales que para ella tenía cinceladas. Pero aun sin ver lo que discurría en mi contorno, me distraje y no logré la comunión ilusoria que otras veces había alcanzado.
Empecé a caminar los pasos del regreso. Apareció un hombre y la mujer se reunió con él. Bajaron delante de mí y se mezclaron con la otra gente que hay en el mundo.
¿Había pasado, se había perdido el misterio de la evocación?
Oh, sí, se estaba diluyendo en mí a medida que andaba, al reintegrarme al corazón de la ciudad. Porque luego de unas cuadras prevalecieron las voces exteriores. Llegaron primero de tres mujeres que habían terminado su servicio en la cocina de un restaurante. Lo decían. Dos hablaban y la tercera cantaba, bajito, para ella sola. Y pensé que la tercera, la que cantaba, estaba disfrutando como nadie la dicha de haber terminado un día de trabajo.
Después me reconoció un amigo. Y me habló. Y hablé.
-¿Cómo estás?
-Bien.
-Me alegro.
-¿Y vos?
-Bien.
Nada más porque se fue corriendo a tomar su ómnibus. Pero yo estaba de nuevo en comunicación con los demás. Aun ante mí mismo, volvía a ser como todos los hombres.
En un quiosco compré caramelos de leche. Eran para los hijos de mi hermana, sólo que al llegar a la casa supe que estaban durmiendo. Ella trabajaba y el ruido de la máquina de coser era la única voz no acallada del hogar. Se los dejé cerca de la mano.
Ella, que había suspendido la costura para recibirme, dándose vuelta me miró con humildad y gratitud. Me dolía que me agradeciera cualquier cosa, aunque fuese con los ojos. Desde dos años atrás estábamos tan solos, ella, yo y los niños, que no podía pensar en nosotros sin definirnos como una pequeña comunidad obligada por las necesidades y naturalmente dispuesta por los sentimientos.
"¿Estás cansado?", me preguntó; yo dije "Sí", y ella repitió "Sí. Estás cansado". Lo decía con un acento tan doliente, tan dolido por mí, que pude percibir su ala protectora.
Entonces comprendí que con ella podía hablar de Amanda, esa noche, porque de pronto volvió mi nostalgia. Y la nostalgia se debatía con cierto orgullo, el orgullo de poder confesar un amor tan callado y tan desprovisto de futuro. Pero no hablé.

Cuatro días después, al regresar a casa para el almuerzo, en la máquina de coser, que a esa hora descansa, en el lugar donde yo había puesto los caramelos, me esperaba una carta con mi nombre.
Era de Amanda y era la primera carta de Amanda que en todo el tiempo de mi existencia había llegado a mis manos. Era de Amanda. No precisaba abrirla para enterarme. Sabía todos los detalles de su letra. Conservaba entre mis papeles una hoja de block con una tarea escolar que me prestó y nunca le devolví, por distracción, por olvido, por no sé qué, porque en la etapa del colegio nunca pude sospechar que llegaría a amarla, y tanto.
"Querido amigo:..," Un trato tan común, y no lo era para mí, porque yo estaba pleno de anhelos y presentimientos. Me decía que había suspendido los estudios a la altura del penúltimo año de la carrera. Había dejado el estudio para casarse, en el otoño anterior.
Yo lo sabía. Lo supe todo cuando ocurrió, y no lo supe por ella.
Vino un compañero. Contaba de ese noviazgo de la amiga común y yo lo escuchaba como si esa existencia fuera algo absolutamente ajeno a lo que podía interesarme. Pero me retiré como de regreso de una batalla en la que hubiera sido derrotado. Nunca hubo esa batalla, sino en mi interior.
Un tiempo, ofuscado por la inminencia de la pérdida, me dediqué a confabular. Urdía planes para impedir ese matrimonio. Nunca el más simple: decirle a ella lo que me pasaba. Es que era aún el tiempo en que yo temía las responsabilidades profundas.
Acaté entonces la convicción de que ese matrimonio tenía tanto de terrible como de inevitable.
Cuando supe que el casamiento estaba consumado, me conformé con la fe de que su imagen de muchacha, de novia que no fue mía, seguiría perteneciéndome, siempre.
Consagré a ese credo la parte secreta de mi corazón, mientras paradójicamente la vida me convertía, en el hogar de mi hermana viuda, en una especie menor de buen padre de familia.
Nada, en la carta, me autorizaba a pensarlo; no obstante pensé: "¿Por qué ha necesitado escribirme?"
Escarbé en esa sospecha, favorecí en mis cartas una confesión, pero ella nada revelaba con palabras. Sin embargo, jamás mencionaba al marido, como si no existiera, y si mis cartas eran dos en una semana, dos eran las suyas, y si eran tres, tres igualmente las que el cartero traía, y era la respuesta tan veloz, tan escrita con mis papeles recién leídos, que ya lo nuestro constituía un vivido diálogo.
Y en una noche de exaltación descolgué, del recinto de mis sentimientos más cuidados, una verdad de amor. Escrita en el papel, era como si ya no me perteneciera, y fuera de Amanda. Puse el papel en un sobre. Lo llevé, esa misma noche, al correo central. No podía concederme oportunidades de arrepentimiento.
Esperé tres días, cuatro, la espera habitual. Tuve que sufrir todos los instantes que forman un día más. La carta llegó, y supe que mi declaración no suscitaba ni la aceptación ni el reproche.
Rogué, entonces. Le rogué que me dijera algo, aunque fuese la palabra de la condenación y el olvido, pero que diera firmeza a mi posición sobre la tierra, a tal extremo dependiente de ella.
Vino a mi casa, a los tres días, un sobre con un pequeño retrato, la figura que alentaba en mí con ese encanto de lo ideal que cuesta una lucha de sangre que no se ve.

¿Era la respuesta?. No acepté desvanecer la esperanza.
Quedó en suspenso el diálogo, por mi voluntad y mi silencio, hasta asegurarme la posibilidad del viaje: el permiso en el empleo, el dinero necesario, el boleto adquirido, con la certeza de una fecha determinada.
Nada le pedí, a nada podía comprometerla. Sólo que me esperara, y no al descender del tren, que tan lamentable presencia deja a los viajeros; no en su hogar ni en un lugar secreto; que antes de mi partida me dijera, con dos líneas, una hora y un lugar.
Me esperó, en su ciudad, en un paseo que tiene un respaldo de árboles altos como las trincheras de álamos de mi provincia, más corpulentos. Cuando lo conocí, al llegar, me alegró con la sensación de sentirnos, para un acontecimiento vital, en un paraje dotado de los caracteres que posee la grandeza.
Estaba allí, en una terraza todavía solitaria, con veinte o treinta mesitas de confitería, que era el sitio designado para el encuentro.
Sin nada que se interpusiera entre nosotros, sino unas cuantas desatendibles mesas desocupadas, se me reveló su presencia, dulce y grave. Me recibía sin expansiones, como lo hacen en las estampas algunos santos que acogen a los niños, con esa bondad y esa paz de los sin pecado.
¿Cómo hablar?, me preguntaba yo mientras sentía que mi cuerpo estaba avanzando. ¿Cómo hablar a ese rostro, a esa mirada? ¿Cómo elegir palabras, cómo pensar palabras?...
Ella permanecía en la silla y por encima de la mesa quedaban recortados el busto sereno y el rostro noble de la bienvenida. Yo estaba blandamente gobernado por una emoción nueva, que me vedó llegar del todo a su lado, haciéndome caer en la silla de enfrente, mesita por medio de los dos. Dije dos veces su nombre predestinado: "Amanda... Amanda...", y tomé su mano, que estaba en descanso sobre la blancura del mármol.
¡Ah, Dios mío!, cómo se conmovió de verme así. En sus ojos nació una lágrima tan discreta que no cayó del párpado. Y repetí su nombre, que era como nombrar el amor. Y ella tuvo que decir mi nombre, porque le venía de adentro, lo sé bien, puesto que se le quebraba en la boca con un sollozo. Y me dijo, ¡ah, me dijo!, "querido mío", y sollozaba.
Yo me arranqué de la silla y, al llegar a ella, ella se ató para darse a mis brazos y decir, decir: "Querido mío, querido mío...".
Pero era la voz con que se nombra lo muy amado que está perdido y en mi abrazo quise preguntar, con desesperación, por qué, hasta que en el abrazo mismo percibí su cuerpo combado desde abajo del pecho, marcando entre nosotros una separación irreparable.
Nos dimos, después, la hora más bella y más triste de mi vida. Pero sin lágrimas. Al despedirnos, posé mi mano sobre la suya, que reposaba sobre el mármol de la mesita; la apreté fuerte, muy fuerte, y nos sonreímos, el uno al otro, con amargura y con valentía.


(De: Cuentos Claros)

Antonio Di Benedetto


(Gentileza de El Griego, alias Chiovetta)


Antonio Di Benedetto. Narrador argentino. Nació en Mendoza el 2 de noviembre de 1922. Luego de cursar algunos años de abogacía, se dedicó al periodismo. El gobierno de Francia lo becó para realizar estudios superiores en esa especialidad. Como periodista fue subdirector del diario "Los Andes", y corresponsal del diario "La Prensa". En 1953 publicó su primer libro, Mundo animal, con el que inició su brillante carrera de escritor cuya cima fue la novela Zama, acaso una de las más grandes novelas de la literatura argentina. Antonio Di Benedetto recibió numerosos premios y distinciones por su labor: el gobierno italiano lo condecoró como caballero de la Orden de mérito en 1969; en 1971 la medalla de oro de Alliance Française; en 1973 fue designado miembro fundador del Club de los XIII, y un año después recibió la Beca Guggenheim. Di Benedetto ocupa un destacado lugar en la narrativa contemporánea argentina. Para ello lo acreditan su personalísimo estilo, su capacidad de crear personajes vivos, su facultad inventiva, su aguda captación sensorial y su activa intencionalidad poética de remodelador del mundo. En Zama, alcanzó su culminación el realismo profundo de Di Benedetto; fuerte, cruel, incisivo, supera las apariencias de las cosas y acoge en su seno los productos de la más pura fantasía creadora. Algunas otras obras suyas, son las siguientes: Cuentos Claros o Grot (1957) cuentos; El cariño de los tontos (1961) cuentos; El Silenciero (1964) novela; El juicio de Dios (1975) antología de cuentos y Sombras, nada más (1985) novela. En 1976, pocas horas después del golpe militar del 24 de marzo, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército. "Creo nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas", diría años más tarde. Humillado, golpeado y destrozado anímicamente, fue excarcelado el 4 de septiembre de 1977 y se exilió en Estados Unidos, Francia y España. Regresó definitivamente a la Argentina en 1985. Murió víctima de un derrame cerebral el 10 de octubre de 1986 en Buenos Aires.
(Fuente: Graciela de Sola en el "Diccionario de la Literatura Argentina", de Pedro Orgambide y Roberto Yahni, publicado por Sudamericana; literatura.org)


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