Desde el momento en que hay práctica de la escritura, estamos en algo que ya no es del todo la literatura, en el sentido burgués de la palabra. Llamo a ese algo texto, es decir, una práctica que implica la subversión de los géneros; en un texto ya no se reconoce la figura de la novela ni la figura de la poesía ni la figura del ensayo.
El texto contiene siempre sentido, pero contiene, en cierto modo, retornos del sentido. El sentido viene, se va, pasa a otro nivel y así sucesivamente; casi tendríamos que coincidir con una imagen nietzscheana, la del eterno retorno, el eterno retorno del sentido. El sentido vuelve, pero como diferencia y no como identidad.
La noción de texto se investiga actualmente. Esa noción tuvo ante todo una especie de valor polémico; era un concepto que tratábamos de oponer al concepto de obra, gastado y domado. Dicho esto, no creo que actualmente podamos esperar dar una definición de la palabra texto, porque nos expondríamos a una crítica filosófica de la definición. Creo que actualmente sólo podemos aproximarnos a esa noción de textos metafóricamente, es decir, que podemos hacer circular, enumerar e inventar, con tanta riqueza como nos sea posible, metáforas en torno al texto (aunque Julia Kristeva ha ido muy lejos en la definición conceptual del texto, en relación con la lengua).
En cuanto al límite del texto, no puedo responder; espero distinguir la escritura de lo que yo llamo la escribancia. Pero incluso eso no es más que trasladar la dificultad. La escribancia sería en el fondo el estilo de quien escribe creyendo que el lenguaje no es más que un instrumento y que no tiene que debatir con su propia enunciación; la escribancia es el estilo de quien rehusa plantearse el problema de la enunciación, y que cree que escribir consiste simplemente en encadenar enunciados; la escribancia se encuentra en muchos estilos: el estilo científico, el estilo sociológico. Hay toda suerte de estilos que se definen siempre por la negativa del escritor a situarse como sujeto de la enunciación, y eso es la escribancia; ahí, evidentemente, no hay texto.
Pero, por otra parte, y por eso retomaría las objeciones que se me han hecho, no creo en absoluto que podamos definir el texto como un espacio aristocrático de escritura; no veo en absoluto por qué, en los periódicos, en las producciones de tipo muy masivo, muy "popular", no podamos encontrar el texto, bajo ciertas condiciones. Hay que buscarlo. Personalmente, no lo hago porque, por mi generación, me encuentro a pesar de todo en la articulación de una literatura antigua y de algo nuevo que busco. Pero creo que muy pronto será posible revisar esas especies de divisiones éticas y estéticas entre la buena y la mala literatura. Sabemos ya que sería completamente estúpido, casi criminal, postular una separación entre, por ejemplo, la escritura llamada demente y la escritura no demente: el verdadero límite se sitúa entre la escribancia y la escritura; se refiere al lugar del sujeto en la enunciación, según si ese lugar se asume o no. Se asume en la escritura, no se asume en la escribancia.
Esto posee un valor intransitivo. Escribir es un verbo intransitivo, por lo menos en el uso singular que hacemos de él, porque escribir es una perversión. La perversión es intransitiva; la figura más simple y más elemental de la perversión consiste en hacer el amor sin procrear: la escritura es intransitiva en ese sentido, no procrea. No rinde productos. La escritura es efectivamente una perversión porque en realidad se determina por el lado del goce.
En mi opinión, la producción literaria, en el sentido más amplio del término, está marcada cada vez más por un foso, un hiato profundo entre una producción que circula ampliamente y que reproduce modelos antiguos, a menudo con talento, a menudo con una aptitud muy sensible para captar la actualidad, la sociedad, los problemas, y por otro lado una vanguardia, muy activa, y muy marginal, muy poco legible, pero muy "buscadora".
El nouveau román, por ejemplo, cualesquiera que fuesen su interés, su importancia, sus logros, representa todavía una literatura bastante tradicional, aunque no en un sentido peyorativo. Recientemente se hizo un análisis muy sociológico, incluso estrictamente "goldmaniano", de La celosía, como una novela sobre la decepción de la clase colonial a punto de perder sus colonias. En aquel momento, se puede decir que Robbe-Grillet era un escritor comprometido. Pero en todo caso, en el plano de la escritura, la del nouveau román es extremadamente legible y no muda verdaderamente la lengua. El nouveau roman modificó ciertas técnicas de descripción, ciertas técnicas de enunciación, subutilizó las nociones de psicología del personaje, pero no se puede decir que represente una literatura-límite, una literatura experimental.
Las zonas intermedias de literatura, los escritores medios, los escritores menores* -en relación con los géneros- están llamados a desaparecer.
Por mi parte, tengo una cierta idea utópica de la literatura o de la escritura, de una escritura feliz. Partiría del hecho de que existe hoy día -y no hago con ello ninguna demagogia con las palabras-, desde el desarrollo de la democracia burguesa, es decir, desde hace alrededor de ciento cincuenta años, con los progresos de la técnica, de la cultura de masas, un divorcio evidente, y terrible en mi opinión, entre el lector y el escritor: hay por una lado algunos escriptores o algunos escritores, y por el otro una gran masa de lectores. Y los que leen no escriben. Ahí está el problema, ¿no es así? Los que leen, no escriben.
Nos damos cuenta de que en la sociedad anterior, socialmente muy alienada, donde la división de clases era extremadamente fuerte, ese divorcio no existía en el nivel de la clase feliz, de la clase ociosa. La prueba es que la enseñanza de la antigua sociedad, hasta mediados del siglo XIX, la enseñanza secundaria dispensada a los hijos de burgueses, a Flaubert por ejemplo, consistía en aprender a escribir. La retórica era el arte de escribir, mientras que ahora, en los colegios, se dice que se enseña a leer. Se enseña al niño a leer bien, pero en el fondo, no se le enseña a escribir. Algunos sujetos -naturalmente no muy numerosos y por definición clandestinos- tienen el deseo profundo de alcanzar ese goce de la escritura y se enfrentan naturalmente con barreras terribles en el plano comercial, institucional, editorial. Pero la esperanza de poder escribir, así sea sin publicar, es un sueño que puede existir, y que por lo demás existía ya en Flaubert, tal vez con una cierta mala fe...
Imagino pues una especie de utopía, donde los textos escritos en el goce podrían circular por fuera de toda instancia mercantil y donde, en consecuencia, no habría eso que se llama -con una palabra bastante atroz- una gran difusión. Hace veinte años, la filosofía era todavía muy hegeliana y jugaba mucho con la idea de totalización. Hoy día, la filosofía misma se ha pluralizado y, en consecuencia, es posible imaginar utopías del tipo más grupuscular. Más falansteriano.
Esos textos circularían pues en pequeños grupos, entre amistades, en el sentido casi falansteriano de la palabra y, por tanto, se trataría verdaderamente de la circulación del deseo de escribir, del goce de escribir y del goce de leer, que crecerían como una bola de nieve y se encadenarían fuera de toda instancia, sin entrar en ese divorcio entre la lectura y la escritura.
Cuando se ha empezado a escribir, cuando se está en la escritura, valga ésta por lo demás lo que valga, hay un momento, en cierto sentido, en que ya no se tiene tiempo de leer. Hay una especie de enroque entre la escritura y la lectura que hace que en cierto momento uno no lea ya más que lo que necesita para su trabajo. En consecuencia, la vigilancia de los textos que salen en el año, por ejemplo, es una vigilancia extremadamente funcional e interesada; si un día tengo que preparar una intervención o un artículo sobre un tema determinado, leo ciertos textos, ciertas obras; pero personalmente tengo muy poco tiempo de lectura en sí, de lectura gratuita. Tengo un poco de tiempo por la noche, cuando vuelvo a casa, pero, entonces, leo sobre todo textos clásicos; o en vacaciones... Mi conocimiento de los textos modernos está, pues, lejos de ser exhaustivo.
El texto contiene siempre sentido, pero contiene, en cierto modo, retornos del sentido. El sentido viene, se va, pasa a otro nivel y así sucesivamente; casi tendríamos que coincidir con una imagen nietzscheana, la del eterno retorno, el eterno retorno del sentido. El sentido vuelve, pero como diferencia y no como identidad.
La noción de texto se investiga actualmente. Esa noción tuvo ante todo una especie de valor polémico; era un concepto que tratábamos de oponer al concepto de obra, gastado y domado. Dicho esto, no creo que actualmente podamos esperar dar una definición de la palabra texto, porque nos expondríamos a una crítica filosófica de la definición. Creo que actualmente sólo podemos aproximarnos a esa noción de textos metafóricamente, es decir, que podemos hacer circular, enumerar e inventar, con tanta riqueza como nos sea posible, metáforas en torno al texto (aunque Julia Kristeva ha ido muy lejos en la definición conceptual del texto, en relación con la lengua).
En cuanto al límite del texto, no puedo responder; espero distinguir la escritura de lo que yo llamo la escribancia. Pero incluso eso no es más que trasladar la dificultad. La escribancia sería en el fondo el estilo de quien escribe creyendo que el lenguaje no es más que un instrumento y que no tiene que debatir con su propia enunciación; la escribancia es el estilo de quien rehusa plantearse el problema de la enunciación, y que cree que escribir consiste simplemente en encadenar enunciados; la escribancia se encuentra en muchos estilos: el estilo científico, el estilo sociológico. Hay toda suerte de estilos que se definen siempre por la negativa del escritor a situarse como sujeto de la enunciación, y eso es la escribancia; ahí, evidentemente, no hay texto.
Pero, por otra parte, y por eso retomaría las objeciones que se me han hecho, no creo en absoluto que podamos definir el texto como un espacio aristocrático de escritura; no veo en absoluto por qué, en los periódicos, en las producciones de tipo muy masivo, muy "popular", no podamos encontrar el texto, bajo ciertas condiciones. Hay que buscarlo. Personalmente, no lo hago porque, por mi generación, me encuentro a pesar de todo en la articulación de una literatura antigua y de algo nuevo que busco. Pero creo que muy pronto será posible revisar esas especies de divisiones éticas y estéticas entre la buena y la mala literatura. Sabemos ya que sería completamente estúpido, casi criminal, postular una separación entre, por ejemplo, la escritura llamada demente y la escritura no demente: el verdadero límite se sitúa entre la escribancia y la escritura; se refiere al lugar del sujeto en la enunciación, según si ese lugar se asume o no. Se asume en la escritura, no se asume en la escribancia.
Esto posee un valor intransitivo. Escribir es un verbo intransitivo, por lo menos en el uso singular que hacemos de él, porque escribir es una perversión. La perversión es intransitiva; la figura más simple y más elemental de la perversión consiste en hacer el amor sin procrear: la escritura es intransitiva en ese sentido, no procrea. No rinde productos. La escritura es efectivamente una perversión porque en realidad se determina por el lado del goce.
En mi opinión, la producción literaria, en el sentido más amplio del término, está marcada cada vez más por un foso, un hiato profundo entre una producción que circula ampliamente y que reproduce modelos antiguos, a menudo con talento, a menudo con una aptitud muy sensible para captar la actualidad, la sociedad, los problemas, y por otro lado una vanguardia, muy activa, y muy marginal, muy poco legible, pero muy "buscadora".
El nouveau román, por ejemplo, cualesquiera que fuesen su interés, su importancia, sus logros, representa todavía una literatura bastante tradicional, aunque no en un sentido peyorativo. Recientemente se hizo un análisis muy sociológico, incluso estrictamente "goldmaniano", de La celosía, como una novela sobre la decepción de la clase colonial a punto de perder sus colonias. En aquel momento, se puede decir que Robbe-Grillet era un escritor comprometido. Pero en todo caso, en el plano de la escritura, la del nouveau román es extremadamente legible y no muda verdaderamente la lengua. El nouveau roman modificó ciertas técnicas de descripción, ciertas técnicas de enunciación, subutilizó las nociones de psicología del personaje, pero no se puede decir que represente una literatura-límite, una literatura experimental.
Las zonas intermedias de literatura, los escritores medios, los escritores menores* -en relación con los géneros- están llamados a desaparecer.
Por mi parte, tengo una cierta idea utópica de la literatura o de la escritura, de una escritura feliz. Partiría del hecho de que existe hoy día -y no hago con ello ninguna demagogia con las palabras-, desde el desarrollo de la democracia burguesa, es decir, desde hace alrededor de ciento cincuenta años, con los progresos de la técnica, de la cultura de masas, un divorcio evidente, y terrible en mi opinión, entre el lector y el escritor: hay por una lado algunos escriptores o algunos escritores, y por el otro una gran masa de lectores. Y los que leen no escriben. Ahí está el problema, ¿no es así? Los que leen, no escriben.
Nos damos cuenta de que en la sociedad anterior, socialmente muy alienada, donde la división de clases era extremadamente fuerte, ese divorcio no existía en el nivel de la clase feliz, de la clase ociosa. La prueba es que la enseñanza de la antigua sociedad, hasta mediados del siglo XIX, la enseñanza secundaria dispensada a los hijos de burgueses, a Flaubert por ejemplo, consistía en aprender a escribir. La retórica era el arte de escribir, mientras que ahora, en los colegios, se dice que se enseña a leer. Se enseña al niño a leer bien, pero en el fondo, no se le enseña a escribir. Algunos sujetos -naturalmente no muy numerosos y por definición clandestinos- tienen el deseo profundo de alcanzar ese goce de la escritura y se enfrentan naturalmente con barreras terribles en el plano comercial, institucional, editorial. Pero la esperanza de poder escribir, así sea sin publicar, es un sueño que puede existir, y que por lo demás existía ya en Flaubert, tal vez con una cierta mala fe...
Imagino pues una especie de utopía, donde los textos escritos en el goce podrían circular por fuera de toda instancia mercantil y donde, en consecuencia, no habría eso que se llama -con una palabra bastante atroz- una gran difusión. Hace veinte años, la filosofía era todavía muy hegeliana y jugaba mucho con la idea de totalización. Hoy día, la filosofía misma se ha pluralizado y, en consecuencia, es posible imaginar utopías del tipo más grupuscular. Más falansteriano.
Esos textos circularían pues en pequeños grupos, entre amistades, en el sentido casi falansteriano de la palabra y, por tanto, se trataría verdaderamente de la circulación del deseo de escribir, del goce de escribir y del goce de leer, que crecerían como una bola de nieve y se encadenarían fuera de toda instancia, sin entrar en ese divorcio entre la lectura y la escritura.
Cuando se ha empezado a escribir, cuando se está en la escritura, valga ésta por lo demás lo que valga, hay un momento, en cierto sentido, en que ya no se tiene tiempo de leer. Hay una especie de enroque entre la escritura y la lectura que hace que en cierto momento uno no lea ya más que lo que necesita para su trabajo. En consecuencia, la vigilancia de los textos que salen en el año, por ejemplo, es una vigilancia extremadamente funcional e interesada; si un día tengo que preparar una intervención o un artículo sobre un tema determinado, leo ciertos textos, ciertas obras; pero personalmente tengo muy poco tiempo de lectura en sí, de lectura gratuita. Tengo un poco de tiempo por la noche, cuando vuelvo a casa, pero, entonces, leo sobre todo textos clásicos; o en vacaciones... Mi conocimiento de los textos modernos está, pues, lejos de ser exhaustivo.
* Mineurs: menores y, también, mineros. N. del T.
Roland Barthes
(Traducción de Paloma Villegas)
Roland Barthes. Crítico literario, sociólogo y filósofo francés (1915-1980). Nacido en Cherburgo, su padre era subteniente de la Marina y murió en 1916. La familia vivió en Bayona hasta 1924, fecha en la que se trasladó a París, donde Barthes terminó sus estudios de bachillerato en el Lycée Montaigne y Louis-le-Grand. Obtuvo el título de bachiller en 1934, y en 1939 la licenciatura en lenguas clásicas de la Universidad de la Sorbona. Entre 1934 y 1947 contrajo una tuberculosis que le obligó a pasar mucho tiempo en diversos sanatorios, donde completó sus estudios leyendo a Marx y a Michelet. En 1946 comenzó a colaborar en Combat, un periódico de izquierdas, y sus artículos se recopilaron en El grado cero de la escritura (1953). A partir de 1948 fue lector en las universidades de Bucarest y Alejandría, y posteriormente trabajó como investigador en lexicología y sociología en el Centro Nacional de Investigación Científica de París. En 1962 fue nombrado director de estudios de la Escuela Práctica de Estudios Superiores, donde dio clases de semiótica (sociología de los signos, de los símbolos y de su representación), y fue nombrado profesor de Semiología Literaria del Collège de France en 1976. También recibió el título de Chevalier des Palmes Académiques. En 1963 provocó la polémica en el mundo académico con su obra Sobre Racine (1964): en la línea de los nuevos métodos estructuralistas, Barthes explicaba que los elementos de la obra literaria debían entenderse en relación con otros elementos de la misma obra y no en un contexto ajeno a la literatura. Además de crítica literaria escribió sobre música, arte, cine y fotografía. Barthes abordaba cada uno de estos campos con nuevas herramientas críticas que respondían a su siempre cambiante trayectoria intelectual: neomarxista al comienzo de su carrera, se acercó a la crítica existencialista en la década de 1960, y posteriormente se convirtió en uno de los primeros teóricos que estudió los límites del estructuralismo, preparando así el terreno, desde el punto de vista teórico, para el nouveau roman y sus representantes, como Alain Robbe-Grillet y Nathalie Sarraute. Su obra ha sido considerada por algunos filósofos alemanes como un intento de construir una filosofía de la semiótica, cuya identidad reside en el reconocimiento de su singularidad. Entre sus obras destacan: Elementos de semiología (1965), Crítica y verdad (1966), Sistema de la moda (1967), S/Z (1970), El imperio de los signos (1970), El placer del texto (1973), Fragmentos de un discurso amoroso (1977) y La cámara lúcida (1980). En 1980 Barthes fue víctima de un mortal accidente de automóvil cerca de la Sorbona.
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