28 de noviembre de 1935
2
¿Qué hora es?, preguntó Pessoa.
Es casi medianoche, respondió Álvaro de Campos, la mejor hora para encontrarse contigo, es la hora de los fantasmas.
¿Por qué has venido?, preguntó Pessoa.
Porque si vas a marcharte hay algunas cosas de las que tenemos que hablar, respondió Álvaro de Campos, yo no sobreviviré a tu muerte, partiré contigo, antes de sumergirnos en la oscuridad tenemos que hablar de algunas cosas.
Pessoa se incorporó sobre las almohadas, bebió un trago de agua y preguntó: ¿qué estás tramando?
Querido mío, respondió Alvaro de Campos, noto con placer que no me llamas ingeniero ni me tratas de usted, que te diriges a mí con familiaridad.
Claro, respondió Pessoa, tú has entrado en mi vida, te has sustituido a mí, eres tú quien hizo que acabara mi relación con Ophélia.
Lo hice por tu bien, replicó Álvaro de Campos, aquella muchachita emancipada no le convenía a un hombre de tu edad, ese matrimonio hubiera sido un error. Y además, mira, todas aquellas cartas de amor que le escribiste eran ridículas, creo que todas las cartas de amor son ridiculas, en fin, te defendí del ridículo, espero que me estés agradecido.
Yo la amaba, susurró Pessoa.
Con un amor ridículo, replicó Alvaro de Campos. Sí, claro, es posible, respondió Pessoa, pero ¿y tú?
¿Yo?, dijo Campos. Yo, bueno, a mí me queda la ironía, he escrito un soneto que nunca te he mostrado, habla de un amor que te incomodará, porque está dedicado a un jovencito, un jovencito al que amé y que me amó en Inglaterra, resumiendo, a partir de este soneto nacerá la leyenda de tus amores reprimidos, y algunos críticos se frotarán las manos.
¿Has amado de verdad a alguien?, susurró Pessoa.
He amado verdaderamente a alguien, respondió en voz baja Campos.
Entonces yo te absuelvo, dijo Pessoa, te absuelvo, creía que en tu vida tú sólo habías amado la teoría.
No, dijo Campos acercándose a la cama, también he amado la vida, y si en mis odas futuristas y furibundas nada me he tomado en serio, si en mis poesías nihilistas todo lo he destruido, hasta a mí mismo, has de saber que en mi vida yo también he amado, con consciente dolor.
Pessoa levantó una mano e hizo una señal esotérica. Dijo: te absuelvo, Álvaro, ve con los dioses sempiternos, si tú has tenido amores, si tú has tenido un solo amor, estás absuelto, porque eres un ser humano, es tu humanidad la que te absuelve.
¿Puedo fumar?, preguntó Campos.
Pessoa hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Campos sacó del bolsillo una pitillera de plata y tomó un cigarrillo, lo colocó en una larga boquilla de marfil y lo encendió. Sabes, Fernando, dijo, siento nostalgia de cuando era un poeta decadente, de la época en que hice aquel viaje en transatlántico por los mares de Oriente, ah, entonces habría sido capaz de escribir versos a la luna, y, te lo aseguro, por la noche, en la cubierta, cuando había bailes a bordo, la luna era tan plenamente escenográfica, tan plenamente mía. Pero en aquel tiempo yo era un estúpido, ironizaba sobre la vida, no sabía gozar de la vida que me había sido concedida, y así perdí la oportunidad, y mi vida se ha disipado.
¿Y después?, preguntó Pessoa.
Después empecé a querer descifrar la realidad, como si la realidad fuera descifrable, y llegó la desazón. Y con la desazón, el nihilismo, después ya no he creído en nada, ni siquiera en mí mismo. Y hoy estoy aquí, en la cabecera de tu cama, como un trapo inútil, he hecho las maletas para ir a ninguna parte, y mi corazón es un recipiente vacío. Campos fue hacia la mesa y aplastó la colilla en un platito de porcelana. Bien, querido Fernando, dijo, necesitaba decirte estas cosas ahora que quizás estemos a punto de separarnos, tengo que irme, vendrán también los otros a verte, lo sé, y a ti ya no te queda demasiado tiempo, adiós.
Campos se puso la capa sobre los hombros, se ajustó el monóculo en el ojo derecho, hizo un rápido gesto de despedida con la mano, abrió la puerta, se paró un instante y repitió: adiós, Fernando. Y después susurró: tal vez no todas las cartas de amor sean ridiculas. Y cerró la puerta.
3
¿Qué hora era? Pessoa no lo sabía. ¿Era de noche? ¿Había llegado ya el día? Vino la enfermera y le puso otra inyección. Pessoa ya no notaba el dolor en el costado derecho. Ahora se encontraba en una paz extraña, como si una niebla hubiera descendido sobre él.
Los otros, pensó, ahora vendrían los otros. Naturalmente, quería saludarlos a todos antes de marcharse. Pero un encuentro lo tenía preocupado, el encuentro con el Maestro Caeiro. Porque Caeiro venía desde el Ribatejo y tenía una salud delicada. ¿Cómo vendría a Lisboa, tal vez en calesa? Es verdad que Caeiro ya estaba muerto, pero todavía estaba vivo, permanecería eternamente vivo en aquella casa encalada del Ribatejo desde donde contemplaba con ojo implacable el transcurrir de las estaciones, la lluvia invernal y la canícula del verano.
Oyó que llamaban a la puerta y dijo; adelante. Alberto Caeiro llevaba una chaqueta de pana con el cuello de piel. Era un hombre del campo y se veía en sus ropas.
Ave, Maestro, dijo Pessoa, morituri te salutant. Caeiro se acercó al pie de la cama y se cruzó de brazos. Mi querido Pessoa, dijo, he venido para decirle una cosa, ¿me permite que le haga una confesión?
Se lo permito, replicó Pessoa.
Pues bien, dijo Caeiro, cuando a usted, durante las noches, lo despertaba un Maestro desconocido que le dictaba sus versos, que le hablaba del alma, pues bien, ha de saber que ese maestro era yo, era yo quien se ponía en contacto con usted desde el Más Allá.
Lo suponía, mi amado Maestro, dijo Pessoa, suponía que se trataba de usted.
Sin embargo, tengo que pedirle disculpas por haberle provocado tantos insomnios, dijo Caeiro, noches y noches en que usted no ha dormido y ha permanecido escribiendo como si estuviera en trance, yo siento remordimientos por haberle causado tantas molestias, por haber ocupado su alma.
Usted ha contribuido a mi obra, respondió Pessoa, usted ha guiado mi mano, me ha provocado insomnios, es verdad, pero para mí han sido noches fecundas, porque ha sido durante la noche cuando ha nacido mi obra literaria, la mía es una obra nocturna.
Caeiro se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la cama. Pero no es ésta la única cosa que quería decirle, susurró, hay un secreto que quisiera confesarle antes de que las distancias interestelares nos separen, pero no sé cómo decírselo.
Pues dígamelo con toda normalidad, dijo Pessoa, como me diría cualquier otra cosa.
Verá, respondió Caeiro, yo soy su padre. Hizo una pausa, se alisó sus escasos cabellos rubios y continuó: yo he desempeñado el papel de su padre, de su verdadero padre, Joaquim de Seabra Pessoa, que murió de tisis cuando usted era un niño. Pues bien, yo he ocupado su
lugar.
Pessoa sonrió. Lo sabía, dijo, siempre lo he considerado mi padre, incluso en mis sueños ha sido usted siempre mi padre, no tiene nada que reprocharse, Maestro, créame, para mí usted ha sido un padre, aquel que me ha dado la vida interior.
Y sin embargo, yo siempre he llevado una existencia sencilla, replicó Caeiro, he vivido brevemente en una casa de campo en compañía de una tía abuela, he hablado sólo del tiempo que pasa, de las estaciones, de los rebaños.
Sí, confirmó Pessoa, pero para mí usted ha sido un ojo y una voz, un ojo que describe, una voz que enseña a los discípulos, como Milarepa o Sócrates.
Yo soy un hombre casi sin instrucción, dijo Caeiro, he tenido una vida muy sencilla, se lo repito, en cambio usted ha tenido una vida intensa, ha asumido las vanguardias europeas, ha inventado el Sensacionismo y el Interseccionismo, ha sido asiduo de los cafés literarios de la capital, mientras yo pasaba mis veladas haciendo solitarios con las cartas a la luz de una lámpara de petróleo, ¿cómo es posible que me haya convertido en su padre y su Maestro?
La vida es indescifrable, respondió Pessoa, nunca hay que preguntar, nunca hay que creer, todo está oculto.
Sí, continuó Caeiro, pero insisto, ¿cómo es posible que me haya convertido en su padre y su Maestro?
Pessoa se incorporó sobre las almohadas.
Respiraba con dificultad y la habitación ondulaba ante sus ojos. Verá, querido Caeiro, respondió, el hecho es que yo necesitaba un guía y un coagulante, no sé si me explico, de otro modo mi vida se hubiera hecho mil pedazos, gracias a usted he encontrado una cohesión, en realidad soy yo quien le eligió a usted como padre y Maestro.
Entonces le voy a dar un regalo que le he traído, dijo Caeiro, son unos pocos versos escritos en prosa, que jamás publicaré, ahora que usted me abandona se los diré de viva voz, son el testimonio de mi afecto por usted. Caeiro sacó una hoja del bolsillo, acercó el papel a sus ojos, porque era miope, y leyó: En estos largos años siempre he contemplado la luna, pero con la mirada nítida he seguido a mi hijo y discípulo, para que mi mirada pudiera ser su mirada, para que la colina que traza mi horizonte pudiera ser su horizonte modesto y magnífico.
Es un poema bellísimo, dijo Pessoa, se lo agradezco, Maestro Caeiro, me lo llevaré conmigo al Más Allá.
Usted ha escrito tantas poesías por mí, continuó Alberto Caeiro, yo también quería despedirlo con el homenaje de una persona que siempre lo ha admirado.
Pessoa cerró los ojos por un instante. Cuando volvió a abrirlos la habitación estaba desierta. Tocó el timbre para llamar a la enfermera. ¿Qué día es hoy?, preguntó.
Es la noche del veintiocho de noviembre de mil novecientos treinta y cinco, respondió la enfermera. ¿Necesita alguna cosa?
No, gracias, respondió Pessoa, sólo necesito descansar.
Es casi medianoche, respondió Álvaro de Campos, la mejor hora para encontrarse contigo, es la hora de los fantasmas.
¿Por qué has venido?, preguntó Pessoa.
Porque si vas a marcharte hay algunas cosas de las que tenemos que hablar, respondió Álvaro de Campos, yo no sobreviviré a tu muerte, partiré contigo, antes de sumergirnos en la oscuridad tenemos que hablar de algunas cosas.
Pessoa se incorporó sobre las almohadas, bebió un trago de agua y preguntó: ¿qué estás tramando?
Querido mío, respondió Alvaro de Campos, noto con placer que no me llamas ingeniero ni me tratas de usted, que te diriges a mí con familiaridad.
Claro, respondió Pessoa, tú has entrado en mi vida, te has sustituido a mí, eres tú quien hizo que acabara mi relación con Ophélia.
Lo hice por tu bien, replicó Álvaro de Campos, aquella muchachita emancipada no le convenía a un hombre de tu edad, ese matrimonio hubiera sido un error. Y además, mira, todas aquellas cartas de amor que le escribiste eran ridículas, creo que todas las cartas de amor son ridiculas, en fin, te defendí del ridículo, espero que me estés agradecido.
Yo la amaba, susurró Pessoa.
Con un amor ridículo, replicó Alvaro de Campos. Sí, claro, es posible, respondió Pessoa, pero ¿y tú?
¿Yo?, dijo Campos. Yo, bueno, a mí me queda la ironía, he escrito un soneto que nunca te he mostrado, habla de un amor que te incomodará, porque está dedicado a un jovencito, un jovencito al que amé y que me amó en Inglaterra, resumiendo, a partir de este soneto nacerá la leyenda de tus amores reprimidos, y algunos críticos se frotarán las manos.
¿Has amado de verdad a alguien?, susurró Pessoa.
He amado verdaderamente a alguien, respondió en voz baja Campos.
Entonces yo te absuelvo, dijo Pessoa, te absuelvo, creía que en tu vida tú sólo habías amado la teoría.
No, dijo Campos acercándose a la cama, también he amado la vida, y si en mis odas futuristas y furibundas nada me he tomado en serio, si en mis poesías nihilistas todo lo he destruido, hasta a mí mismo, has de saber que en mi vida yo también he amado, con consciente dolor.
Pessoa levantó una mano e hizo una señal esotérica. Dijo: te absuelvo, Álvaro, ve con los dioses sempiternos, si tú has tenido amores, si tú has tenido un solo amor, estás absuelto, porque eres un ser humano, es tu humanidad la que te absuelve.
¿Puedo fumar?, preguntó Campos.
Pessoa hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Campos sacó del bolsillo una pitillera de plata y tomó un cigarrillo, lo colocó en una larga boquilla de marfil y lo encendió. Sabes, Fernando, dijo, siento nostalgia de cuando era un poeta decadente, de la época en que hice aquel viaje en transatlántico por los mares de Oriente, ah, entonces habría sido capaz de escribir versos a la luna, y, te lo aseguro, por la noche, en la cubierta, cuando había bailes a bordo, la luna era tan plenamente escenográfica, tan plenamente mía. Pero en aquel tiempo yo era un estúpido, ironizaba sobre la vida, no sabía gozar de la vida que me había sido concedida, y así perdí la oportunidad, y mi vida se ha disipado.
¿Y después?, preguntó Pessoa.
Después empecé a querer descifrar la realidad, como si la realidad fuera descifrable, y llegó la desazón. Y con la desazón, el nihilismo, después ya no he creído en nada, ni siquiera en mí mismo. Y hoy estoy aquí, en la cabecera de tu cama, como un trapo inútil, he hecho las maletas para ir a ninguna parte, y mi corazón es un recipiente vacío. Campos fue hacia la mesa y aplastó la colilla en un platito de porcelana. Bien, querido Fernando, dijo, necesitaba decirte estas cosas ahora que quizás estemos a punto de separarnos, tengo que irme, vendrán también los otros a verte, lo sé, y a ti ya no te queda demasiado tiempo, adiós.
Campos se puso la capa sobre los hombros, se ajustó el monóculo en el ojo derecho, hizo un rápido gesto de despedida con la mano, abrió la puerta, se paró un instante y repitió: adiós, Fernando. Y después susurró: tal vez no todas las cartas de amor sean ridiculas. Y cerró la puerta.
3
¿Qué hora era? Pessoa no lo sabía. ¿Era de noche? ¿Había llegado ya el día? Vino la enfermera y le puso otra inyección. Pessoa ya no notaba el dolor en el costado derecho. Ahora se encontraba en una paz extraña, como si una niebla hubiera descendido sobre él.
Los otros, pensó, ahora vendrían los otros. Naturalmente, quería saludarlos a todos antes de marcharse. Pero un encuentro lo tenía preocupado, el encuentro con el Maestro Caeiro. Porque Caeiro venía desde el Ribatejo y tenía una salud delicada. ¿Cómo vendría a Lisboa, tal vez en calesa? Es verdad que Caeiro ya estaba muerto, pero todavía estaba vivo, permanecería eternamente vivo en aquella casa encalada del Ribatejo desde donde contemplaba con ojo implacable el transcurrir de las estaciones, la lluvia invernal y la canícula del verano.
Oyó que llamaban a la puerta y dijo; adelante. Alberto Caeiro llevaba una chaqueta de pana con el cuello de piel. Era un hombre del campo y se veía en sus ropas.
Ave, Maestro, dijo Pessoa, morituri te salutant. Caeiro se acercó al pie de la cama y se cruzó de brazos. Mi querido Pessoa, dijo, he venido para decirle una cosa, ¿me permite que le haga una confesión?
Se lo permito, replicó Pessoa.
Pues bien, dijo Caeiro, cuando a usted, durante las noches, lo despertaba un Maestro desconocido que le dictaba sus versos, que le hablaba del alma, pues bien, ha de saber que ese maestro era yo, era yo quien se ponía en contacto con usted desde el Más Allá.
Lo suponía, mi amado Maestro, dijo Pessoa, suponía que se trataba de usted.
Sin embargo, tengo que pedirle disculpas por haberle provocado tantos insomnios, dijo Caeiro, noches y noches en que usted no ha dormido y ha permanecido escribiendo como si estuviera en trance, yo siento remordimientos por haberle causado tantas molestias, por haber ocupado su alma.
Usted ha contribuido a mi obra, respondió Pessoa, usted ha guiado mi mano, me ha provocado insomnios, es verdad, pero para mí han sido noches fecundas, porque ha sido durante la noche cuando ha nacido mi obra literaria, la mía es una obra nocturna.
Caeiro se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la cama. Pero no es ésta la única cosa que quería decirle, susurró, hay un secreto que quisiera confesarle antes de que las distancias interestelares nos separen, pero no sé cómo decírselo.
Pues dígamelo con toda normalidad, dijo Pessoa, como me diría cualquier otra cosa.
Verá, respondió Caeiro, yo soy su padre. Hizo una pausa, se alisó sus escasos cabellos rubios y continuó: yo he desempeñado el papel de su padre, de su verdadero padre, Joaquim de Seabra Pessoa, que murió de tisis cuando usted era un niño. Pues bien, yo he ocupado su
lugar.
Pessoa sonrió. Lo sabía, dijo, siempre lo he considerado mi padre, incluso en mis sueños ha sido usted siempre mi padre, no tiene nada que reprocharse, Maestro, créame, para mí usted ha sido un padre, aquel que me ha dado la vida interior.
Y sin embargo, yo siempre he llevado una existencia sencilla, replicó Caeiro, he vivido brevemente en una casa de campo en compañía de una tía abuela, he hablado sólo del tiempo que pasa, de las estaciones, de los rebaños.
Sí, confirmó Pessoa, pero para mí usted ha sido un ojo y una voz, un ojo que describe, una voz que enseña a los discípulos, como Milarepa o Sócrates.
Yo soy un hombre casi sin instrucción, dijo Caeiro, he tenido una vida muy sencilla, se lo repito, en cambio usted ha tenido una vida intensa, ha asumido las vanguardias europeas, ha inventado el Sensacionismo y el Interseccionismo, ha sido asiduo de los cafés literarios de la capital, mientras yo pasaba mis veladas haciendo solitarios con las cartas a la luz de una lámpara de petróleo, ¿cómo es posible que me haya convertido en su padre y su Maestro?
La vida es indescifrable, respondió Pessoa, nunca hay que preguntar, nunca hay que creer, todo está oculto.
Sí, continuó Caeiro, pero insisto, ¿cómo es posible que me haya convertido en su padre y su Maestro?
Pessoa se incorporó sobre las almohadas.
Respiraba con dificultad y la habitación ondulaba ante sus ojos. Verá, querido Caeiro, respondió, el hecho es que yo necesitaba un guía y un coagulante, no sé si me explico, de otro modo mi vida se hubiera hecho mil pedazos, gracias a usted he encontrado una cohesión, en realidad soy yo quien le eligió a usted como padre y Maestro.
Entonces le voy a dar un regalo que le he traído, dijo Caeiro, son unos pocos versos escritos en prosa, que jamás publicaré, ahora que usted me abandona se los diré de viva voz, son el testimonio de mi afecto por usted. Caeiro sacó una hoja del bolsillo, acercó el papel a sus ojos, porque era miope, y leyó: En estos largos años siempre he contemplado la luna, pero con la mirada nítida he seguido a mi hijo y discípulo, para que mi mirada pudiera ser su mirada, para que la colina que traza mi horizonte pudiera ser su horizonte modesto y magnífico.
Es un poema bellísimo, dijo Pessoa, se lo agradezco, Maestro Caeiro, me lo llevaré conmigo al Más Allá.
Usted ha escrito tantas poesías por mí, continuó Alberto Caeiro, yo también quería despedirlo con el homenaje de una persona que siempre lo ha admirado.
Pessoa cerró los ojos por un instante. Cuando volvió a abrirlos la habitación estaba desierta. Tocó el timbre para llamar a la enfermera. ¿Qué día es hoy?, preguntó.
Es la noche del veintiocho de noviembre de mil novecientos treinta y cinco, respondió la enfermera. ¿Necesita alguna cosa?
No, gracias, respondió Pessoa, sólo necesito descansar.
Antonio Tabucchi
(Traducción de Javier González Rovira
y Carlos Gumpert Melgosa)
Antonio Tabucchi. Escritor italiano (Pisa, 1943). Actualmente reside en Portugal. Vivió sus primeros años en Vecchiano, el pueblo de sus abuelos; cursó allí la escuela primaria y la secundaria. Los vecchianeses lo reclaman para sí con orgullo. Pese a una obra dilatada, Tabucchi no se repite: Sostiene Pereira, es una novela sobre la lealtad y el valor civil, henchida de melodía y de variaciones musicales. En ésta, como en otros libros, un Portugal reinventado es fondo y escenario. En la Dama de Porto Pym, hay relatos sacados de aquí y allá durante un viaje por las Azores; Al señor Pirandello lo llaman por teléfono es una pieza teatral en un acto; y en Sueño de sueños, crea literariamente unas vidas en los sueños tomando como base las vidas imaginarias de Marcel Schwob. Otros de sus libros: Piazza d'Italia, La pequeña flota, El juego del revés, Nocturno hindú, Los volátiles del Beato Angélico, La línea del horizonte, El ángel negro, La cabeza perdida de Damasceno Monteiro.
*Fábula que gira en torno a los momentos finales de poeta portugués e imagina las visitas de los heterónimos para despedir a su creador, en su lecho de muerte. Se incluyen sólo las despedidas de Álvaro de Campos y Alberto Caeiro. Tabucchi es un especialista en la obra de Pessoa. Con su imaginario, escribió también una novela: Réquiem, que es un recorrido por una Lisboa donde el narrador busca un personaje probablemente real llamado Fernando Pessoa (que fuera llevada al cine); y un ensayo: "Un baúl lleno de gente".
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