A P E R T U R A
PRIMERA NOCHE (2 de febrero de 1982)
(LO ANTERIOR A LA PRIMERA NOCHE)
(Porque yo voy a
contar lo que me contaron, lo que me contó Gabriela sobre cómo nació el juego,
y dijo, recuerdo, dijo que sucedió algún tiempo de verano como el de Gershwin
-siempre que me acuerdo de eso me viene esa música, será porque Gabriela
siempre la cantaba- pero sigue sucediendo ahora entre los ladrones del
pensamiento, esos que están alineados, con las armas listas. La vida es fácil,
dicen, saltan los peces, crece el algodón.)
O hay una primera
escena donde es posible imaginar a la señora Gabriela Espejo de Etchebarne
caminando por la calle Salta. No piensa. No es posible pensar. Una de estas
mañanas te levantarás cantando, la vida es fácil.
La calle es un
patio vacío. No espera nada o espera a Godot. Camina por el patio vacío con alguien, un
pendejo de catorce años muy alto y que aparenta dieciséis o diecisiete, un
osito de felpa, un ángel torcido que se cayó en una alcantarilla, así se lo
imagina ella: como un pobre ángel exterminador, bastante enfermo, extenuado por
el cansancio. Torcido como su letra, como eso que le baila en los ojos y que es
más que droga. Ella no tiene ganas de hablar, pero canta, siempre canta lo
mismo. El pendejo, en cambio, deja caer algunas palabras de tanto en tanto,
con penuria, sin demasiado interés.
-No anda su
teléfono -dice.
Ella afirma que sí, que es verdad, que no anda. Ya hace una semana que la mira como
animal silencioso. Que se habrá muerto.
-Que la mira quién -pregunta.
-El teléfono -responde.
Gabriela no tiene
ganas de hablar y no habla. “Adonde me lleva, supongo que no será a casa de su
hermano, quiero creerlo, dice de tanto en tanto el ángel torcido y apaga los
cigarrillos antes de terminarlos. En algún lado se oye, desde una radio la voz
de un borracho que dice algo sobre un país enfermo, comido por dientes en
descomposición.
El pendejo se
detiene.
-No, aquí otra
vez, no.
La sirvienta no
está e Iván abre la verja de golpe como si los hubiera visto llegar desde la
ventana: el señor funcionario Iván Espejo Zamora, médico, que se ha recibido
en California muy joven y trabaja para el Ejército Argentino. Hay unas
campanadas de iglesia. El pendejo, que no esperaba encontrarlo de súbito, mira
a la señora Etchebarne, como si se tratara de una traición.
-No quería volver
a verlo -dice en voz muy baja, pero después entra, resignado a la suerte.
El señor
funcionario, el doctor Iván, tiene algo de pez en una pecera, cierta elegancia
de pez. Afila sus dientes de pez. Apenas mira con ojos de pez hacia los
costados. El pez nada y se ondula en el agua fría. Es un pez de agua muy fría.
-Hola, Miguel
-dice con simpleza como si lo hubiera visto el día anterior.
-¿Qué quieren de
mí? -pregunta incansablemente el que llaman Miguel-. No volveré a esta casa.
-Nadie te pide
que vuelvas. Es un juego -dice ella.
-¿Para qué me
quieren? -hay cierto aire próximo a la desesperación.
-Para custodio.
Para ángel custodio. El juego puede ser peligroso y vos tendrás que cuidarnos.
Que no nos matemos, ¿entendés? Se acabaría el juego
-es el señor funcionario el que habla, el doctor Iván, el pez de agua fría.
Entran en la sala
de espera del consultorio que está adelante. Después están los tres sentados en
el suelo entre almohadones en la vieja Casa Muerta. Libros por el suelo, la
costumbre del desorden. Cerca, dos veladores. Cerca, reproducciones del Beato
Angélico: detalles. Cerca, una
mesita con un Cinzano, algunas aceitunas, queso, maní, caracoles. Cerca, la música de Gershwin.
-Yo no juego
-dice el que llaman Miguel-, porque los ayude en esto que no sé qué es, porque
venga, no piensen que juego. Lamentablemente siempre me han dado el papel de
perro guardián. No llegaré jamás al otro lado, a ése donde ustedes están
verdaderamente.
Ella ha decidido
no hablar y no habla.
-Son nada más que
cinco noches y te pediremos que vengas -le explica a Miguel, el señor
funcionario con ese brillo apagado de la herrumbre, el doctor Iván, veintiocho
altos, casi veintinueve, pelo muy rubio-. En estas noches ella y yo contaremos
detalladamente una historia íntima, algo que nos sucedió y nunca nos atrevimos
a contar. Dos historias personales cada uno: dos jugadas. El otro aguantará
sin comentarios. Le estará prohibido hablar. Nos despediremos en silencio.
-¿Que yo venga?
¿Y para qué? -pregunta el que llaman Miguel.
—Para juez —dice
Iván—. En la última noche, la quinta, el arcángel de Dios dará su veredicto.
Habrá un Gran Premio y un Gran Castigo, y vos podrás disponer. Lo que se
juzgará es el grado de destripamiento de cada uno. Perderá aquel que no es
capaz de mostrarse desnudo, muy desnudo. O por lo menos perderá el que se
muestre menos desnudo que el otro. Vos decidirás premios y castigos.
-Lo de siempre,
el perro guardián.
El señor
funcionario está borracho desde antes que ellos caminaran por la calle Salta,
desde antes de que se comunicaran en un café del centro, desde mucho antes. A
Miguel se le ha puesto la cara tan inexpresiva como la de un lagarto bajo el
sol. Gabriela imagina un pasillo, un largo corredor donde al final hay olor a
encierro. Ella ha decidido no hablar y no habla.
-Siempre me
pregunté qué era el pecado -dice el señor funcionario con voz de pez de agua
fría, de largo corredor hacia ninguna parte-. Una transgresión a la ley
divina: la mayor es no decir la verdad. El dragón se especializaba en eso, en
decir a medias. Quién dice más verdad, quién miente, quién oculta, quién
simula. A un ángel como representante de una supuesta verdad, le corresponde
juzgar. La vida es fácil, sólo hay que decir la verdad.
Ella, Gabriela,
prefiere callar. O masca un chicle.
-Ganará el que
logre expresar o sugerir lo más insoportable, lo que nadie quiere escuchar
porque así es la verdad -dice Iván.
Miguel mira a
Gabriela. Se ríe seguramente recordando el fin del invierno y la primavera del
setenta y nueve.
-Lo indecible,
¿se acuerda?
Ella piensa que
es un pobre ángel protector caído en una boca de tormenta. Catorce años a
contracorriente, ahora desparramados en el piso. Al señor funcionario le
gustan los ángeles -piensa Gabriela que observa a Beato Angélico y frunce la
nariz -en otro tiempo el funcionario se leía tratados completos de angelologia. Le toca apenas el cabello al pobre ángel.
-¿Podré decidir
el castigo que se me ocurra? ¿Sea el que sea? ¿Lo cumplirán? -pregunta
asombrado.
Enrollado, por
embestir, la lengua afuera, los dientes, el centelleo de los ojos, el señor funcionario
elige afirmar.
No se sabe qué
piensa Miguel. Quizá piensa que es una idiotez, pero que en esa idiotez, en esa
cornisa idiota hay algo de precario y de espantoso. Que desea huir, pero que
el
espesor de cierta
angustia lo deja intacto en el lugar intacto. O es lo que piensa Gabriela. El
otro es una puerta cerrada, un pez.
Elegí el que empezará esta noche.
Probablemente el
pendejo se sienta con poder. Mira a las dos caras. El pez cerrado, la puerta
cerrada. Ella que no quiere hablar y que es un agujero.
-Si sale cara
hablará Gabriela. Ceca será Iván.
Salta la moneda y
es como si creciera la flor del sufrimiento.
-Ceca.
Y después tira la
moneda otras veces. Decide:
-La segunda y la
tercera noche serán de Gabriela. La marta será tuya, Dragón.
-¿Tenés miedo?
-pregunta Gabriela a Iván, a ése que Miguel llama Dragón.
El señor
funcionario hace un gesto incomprensible.
Es miedo, decide
ella en el pensamiento.
Él traga saliva.
Se encoge. Lo rodean. El señor funcionario decide apagar la luz para que nadie
mire a nadie. Para que se hable con la ilusión de estar solo. Tapar la jaula
de los pájaros, es de noche: cerrar el escenario para abrirlo en la penumbra.
Lo último que
hace Miguel antes del corte de luz es dibujar una torre. La torre desde donde
los perros vigilan. Le hace unos comentarios a Gabriela sobre unos cuadros que
ella ha pintado con crucifixiones azules cercadas por nubes de moscas. Ella le dice que detrás de las
crucifixiones, precisamente hay una torre, como ésa. “La vida es fácil”, ríe
Iván, “como en la canción”.
La señora
Etchebarne elige comer aceitunas y queso. Se toca el pelo como si estuviera
enmarañado, los zapatos como si tuviera un taco roto.
Lo último que
hace el señor funcionario es beber un vaso de whisky y sonreír por adelantado,
sonreír.
La voz de Iván (o mi voz porque eso sucedió en el pasado,
un 2 de febrero de un lejano 1982 y entonces es como si esa voz se llenara de
mi voz) es lenta, arrastrada, un poco monótona al principio. Después se va
transformando en grave, profunda, un ronquido, se va mojando, va devorando
ruidos, va volviéndose enorme, doliendo en el estómago y es como si uno
tragara un pedazo de flor cada vez más espinosa, más desgreñada, un pedazo de
colmillo, la violencia de un disparo en las fauces.
(RECUERDO DEL
RELATO DE IVÁN)
(Que parezca que todo sucedió así.)
Que parezca la
extrañeza de lo que se va a contar como la verdad aunque la verdad nunca se
termina de entender hasta dónde es, hasta dónde parece, hasta
dónde se juntan las fronteras de lo que parece que es y de lo que es
lo que parece aunque no parece que es.
No es un
trabalengua. Es que Argentina es un país de cosas simuladas, de cosas que
parecen. El mundo también, claro, Todo es el cartón pintado de la sospecha.
Pero me gusta Argentina porque es casi una metáfora. Y más las historias de
Infancia en la Argentina. La vida es fácil en tiempos de verano. Es que voy a
contar una vieja historia de infancia. Con olor a viejo. Repugnante como
cualquier historia de infancia.
Iván tiene doce
años. Marzo de 1966.
Iván me contó la
historia con gran esmero, tratando de reproducir el detalle de lo dicho aquella
noche de verano, en que la contó a Gabriela. La noche de Gershwin. Te levantarás cantando.
Dijo: Me gusta
por ejemplo que se vea que la escena es en la Casa Muerta.
Que se vea que la
escena es en la Casa Muerta, donde vive Diana Zamora, la médica. Una verja, un
jardín con olor a cansancio y ya se entra en la Casa de los Enfermos. Esta Casa
abarca todo eso que digo, la sala donde gente con aspecto de morirse pronto
espera a que la atiendan; el escritorio donde hace las historias clínicas, pone
cara especial, intenta el diagnóstico, el tratamiento; el consultorio
propiamente dicho con la camilla y los instrumentos de tortura; un baño chico.
Hay un patio y ya se pasa a la Casa Muerta propiamente dicha, ima casa muy propia del País de los Muertos. Un
comedor donde comen los muertos, un dormitorio donde agoniza el coronel
retirado Rafael Espejo, siempre a punto de morir, un baño grande, el cuarto de
Gabriela, el de Iván, el antiguo escritorio del coronel que le llaman
Biblioteca, un jardín, un desván que hace las veces de cuarto de servicio con
su baño, la pieza de arriba o el Cuarto Misterioso al que no se puede entrar.
Finalmente una terraza grande con macetas donde crecen plantas a punto de
secarse porque nadie las riega.)
Que parezca que
hay un gemido continuo que se mezcla con el ruido de trenes que van y vienen.
Es el coronel Espejo que se muere y gime. Gime por el Orden, porque se acaba
el Orden, porque perforan el Orden. Y hay que volver al Orden. Ya están
acostumbrados. Cuando duerme no gime. Duerme poco.
Son largas
habitaciones donde es posible imaginar la muerte.
Aún no ha llegado
el Sujeto, como le llaman los vecinos a Eugenio Reyes Dragón, no es todavía
hora de visitas.
La Guadalupe
(niñera, sirvienta con cama, cuidaenfermos, secretaria) se ha ido una semana
antes. Yo no puedo hacer todo, me vuelvo loca. Ese pobre hombre muriéndose.
Me vuelvo loca, me vuelvo loca. Esos mellizos que no son niños, son monstruos.
Porque usted perdone, doctora, no son niños. No serán nunca niños. Y cuando
sean grandes serán enormes monstruos. Se necesita urgente
reemplazante. Atender al que j se muere. Al consultorio especialmente: Gabriela
resulta inútil. Esta criatura del demonio me espanta a la gente y hacer la
comida y cuidar que los mellizos (los dulces mellizos) no se envenenen o decapiten,
limpiar el caserón, lavar la ropa, planchar y todo lo demás.
Diana espera que
ese día llegue la chica recomendada por la agencia. De Suipacha. Hasta ese
momento gruñe: mastica las palabras y las alinea sobre la mesa. La boca se le
vuelve oscura.
Timbre.
Es ella. Iván,
atendé por favor.
Una mujer rara,
aspecto de aguaviva, blanca como lluvia de cal, tiesa.
Debe ser la de
Suipacha. Iván la mira con la mano en el portón. Un poco asustada. Viste
uniforme de gala para entierro. Le mira los rizos teñidos y esas cosas redondas
y claras en el lugar de los ojos.
Pase.
La hace cruzar el
jardín, atravesar la Casa de los Enfermos, el patio, hasta el comedor de los
muertos. Gabriela se ríe.
Es una
muñequita para jugar a las visitas. La Bella Durmiente. Cuidado que se
desmorona.
Cric-cric,
Gabriela mastica galletitas.
¿Hay niños en
su casa?
La pregunta resulta
extraña. Gabriela se toca con el índice la sien. La Bella Durmiente se pone la
mano en la cabeza y después en la boca.
Perdón. Es la
costumbre. Quisiera hablar con tu madre.
Qué rara es esa
mujer. Iván llama a Diana. Gabriela sigue con el índice de la zarpa en la
sien.
Qué linda
casa.
Mira unos cuadros
de Beato Angélico, regalo de la Giuadalupe. En cambio no le interesa la
elegancia de un fino barómetro.
¿Son reales?
Diana oculta la
carcajada. Avejentada de tantas ganas de largar la risa y reprimirla. Hay olor a ropa sucia, a tristeza, a noches sin nadie y
con el cuerpo extendido sobre las sábanas.
Es un dogma de
Iván: el imbécil exquisito es un cristal que hay que cuidar con delicadeza
extrema.
Reales por
supuesto, no son soñados. Querrá decir si son
auténticos. Tenga en cuenta que los pintó un pintor italiano en el siglo quince
así que...
La mujer de
uniforme de gala para entierro, se anima a interrumpir.
Sí, sí, ya sé,
el Beato Angélico. Pertenecen al Tabernáculo de los Tejedores de Florencia y
al cuadro Virgen con Niño de la Galería de Perusa.
Y se empieza a
despachar con las opiniones de
Vasari y las
teorías de Masaccio, y el Convento de Fiésole y el Papa
Eugenio Cuarto y no sé qué más. Cada vez entienden menos: demasiado para una
doméstica que viene de Suipacha. Parece un monstruo, como Gabriela, como Iván.
Usted que sabe
tanto de pintura, ¿cómo me pregunta si son auténticos? A menos que lo de reales
sea un modo de decir.
Pero la mujer de
uniforme de gala para entierro da por terminado el diálogo. Toma un papel y
repite:
¿Hay niños en
su casa?
Diana mira a
Iván, mira a Gabriela, Iván y Gabriela se miran, todos miran a la mujer. El
monstruo se burla o tiene un ataque de locura.
Bueno, aquí
los ve a los
mellizos. Creo que son niños, no enanos. Pero no se preocupe, señorita. Se
portan bastante bien. Como niños, claro está.
El monstruo se
pone las manos en la frente y después en la boca:
Perdón. Es la
costumbre.
Entiendo. Pero
ya le digo, no molestan. ¿Cuál es su nombre?
Felisa. Felisa
Estarli, viuda de Gómez, para servirla, señora.
Diana se va a preparar té
con anís. Gemidos del enfermo. Desde la cocina le explica del trabajo, del
consultorio lunes
y miércoles, hacer pasar a la gente, cobrarle, limpieza de toda la casa y del
consultorio en especial, cocina, lavado de ropa, planchado, cuidar que los
mellizos no hagan desmanes, cuidar al enfermo, alcanzarle las medicinas,
lavarlo, llevarlo hasta el baño, franco domingos y viernes porque esos días los
niños se ocupan del enfermo. Que además hay casa y comida, buen trato, sueldo
decente. La mujer rara no escucha el discurso, ocupada como está con los
angelitos del Beato. Toma un sorbo del té de anís y después de un
perdón-perdón regresa a los disparates y hasta pone esa cara que ponen los
locos, esa cara de moscardón azul. Iván tiene miedo de que te deshaga y salga
licuada por la rejilla. Gemidos del enfermo. Así nace el fárrago de asombrosas
preguntas:
¿Sabe actuar
en caso de falso krupp? ¿Y en caso de shock eléctrico? ¿Y cuando hay
intoxicación? ¿Y cortadura con hemorragia? ¿Cree importante actuar ante estos
casos y mil quinientos más? ¿Cree que la población está informada al respecto?
¿Cómo piensa que podemos informarla? ¿A través de qué medios?
Los ojos de Diana
se abren hasta el límite, se le salen como granos de maíz. Iván se sienta:
aquello es mejor que saborear una torta de crema y chocolate.
Gemidos del enfermo.
Bueno, sí, yo
soy médica. ¿Por qué me pregunta eso? ¿Quiere decirme que si a los chicos les
pasa algo usted no desea cargar con la responsabilidad? De eso no se preocupe,
yo...
Gemidos del
enfermo.
No, no, interrumpe la mujer rara, yo sólo
le hago las preguntas que a mí me encargaron que le hiciera.
¿Que le
encargaron quiénes? ¿Los de la agencia?
¿Agencia se
dice? Yo vengo por DACAIi.
¿Así que la
agencia se llama DACAI? No sabía. Escúcheme, Felisa. Yo la desligo de esas
responsabilidades. Además no entiendo qué puede tener que ver la agencia con...
La mujer rara, el
monstruo, se pone la mano en la cabeza y después en
la boca.
Claro. Es que yo hago todo mal. No le explico bien. Esto tenía que venir antes que
nada. Dacai es el Departamento Asesor Contra Accidentes de la Infancia.
Ah, y a usted
la asesoraron sobre los peligros de las casas con niños. Dígale a Dacai o a
quién sea, que usted trabajando aquí debe olvidarse de ese miedo a los posibles
accidentes. Que yo soy médica y si no estoy la desligo de responsabilidades.
¿Trabajando
aquí?, pregunta
la mujer rara. Suspira.
Sí, sí.
La mujer rara se
pone las manos en la frente tratando de acordarse de algún esquema aprendido de
memoria. Empieza a transpirar, a retorcer las manos. Diana le mira lo claro y
redondo que tiene donde los ojos y le dice:
Se le enfría
el té, Felisa.
Y antes que la
mujer elija un nuevo discurso de cerebro cerrado y comprensión retorcida,
Diana empieza a decirle que no le importa si la población está informada o no,
que la población sólo está informada de que viene pronto el fin de semana. Y
que, bueno, si un niño debe morir no está del todo mal. Que le va a parecer
bien al sanatorio cuando lo reciban de urgencia, a la empresa fúnebre cuando
reviente y a la naturaleza, porque los humanos son parásitos. Y que uno menos
significa menos competidores, porque un niño es una carga, digamos la
verdad. Que, claro, eso no lo va a comentar en el velorio y que por lógica
elemental la familia prorrumpirá en ostentosos llantos. Y que le diga a Dacai
(aunque en verdad, eso como médica ella no lo debe decir, pero después de
todo ella vive de la enfermedad y el accidente, agrega de costado) que ella,
la doctora Diana Zamora, está a favor de los accidentes y que le gustaría un
Departamento Asesor Pro Accidentes Infantiles para que sus plagas sufran
accidentes sin tener incómodos problemas carcelarios. Y que, bueno, que no se
ponga así, es una bromita, pero si trabaja con ella debe olvidar lo de los accidentes. Le basta con cumplir sus órdenes.
¿Trabajar con
usted?, repite
la mujer rara a punto de llorar. Vuelve a poner las manos en la cabeza y
después en la boca y a decirse entre dientes me he equivocado.
¿Cuál es su
problema, Felisa? ¿Es que tiene que llenar una encuesta para la agencia?
Escriba a Dacai que yo soy médica y basta. A usted sólo le importa su trabajo.
La mujer rara se
aplasta contra la pared, consternada. Titubea:
Es que mi
trabajo es vender un manual sobre accidentes de niños en diez cómodas cuotas
mensuales. Y no sé qué es lo que pretende decirme con eso de trabajar aquí con usted.
A Diana se le cae
el té. Un chillido como el que hace una puerta sin aceite, un gato en la
culminación de su acto erótico.
Pero, ¿usted
no es la recomendada que viene de Suipacha?
¿Yo? Yo vivo
en San Telmo.
¿Y qué hace
aquí, infeliz?
La mujer ejecuta
una especie de salto acrobático y las mejillas se le vuelven incendio, duelo,
eczema repentino.
Huele a encierro,
a lástima. La cabeza de Diana se cae para atrás, los gestos se le mezclan,
pisoteada por su propia furia. Le arranca el papel de la mano, las
instrucciones para vender el manual después de preguntar “¿Hay niños en su
cusa?” y toda la encuesta DACAI. La Bella Durmiente grita como si
alguien hubiera descubierto su llaga, su muñón, su enfermedad secreta y
vergonzante y es necesario, urgente, enmendar el acto o decretarse el fin del
mundo.
A Iván le causa
gracia. Es la ruina del sentido, un agujero en el sentido, una quebradura en
las cosas.
Ya le empieza a
doler la cabeza, una aguja horadando el cráneo, las cosas que se vuelven
puntiagudas, púas, ortigas.
La minuciosidad
del horror. Un escorpión en el cerebro, una araña incrustada que cuando no hay
dolor, duerme. En esos momentos la araña y el escorpión dejan de vigilar.
(Fragmento del libro, Summertime, Seix Barral, 2000) Liliana Díaz Mindurry (Buenos Aires, Argentina, 1953)
Pueden LEER la biografía en entrada anterior de la autora.
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