Fuente: Diario Perfil.com
El filósofo Byung-Chul Han advierte que la
pandemia nos hace preocupar solo por la supervivencia y nos hace parecidos al
virus, ese ser no muerto que no hace más que multiplicarse, que sobrevive sin
vivir realmente. |
El
dolor es una compleja configuración cultural. Su presencia y su significado en
la sociedad dependen también de las formas del poder. La sociedad premoderna de
los mártires tiene una relación muy íntima con el dolor. Sus espacios de poder
rebosan de gritos de dolor. El dolor sirve como medio de poder. La tenebrosa fiesta,
el cruel ritual de los mártires, las fastuosas escenificaciones del dolor dan
estabilidad a la sociedad. Los cuerpos mortificados son insignias del
poder.
En la transición
de la sociedad de los mártires a la sociedad disciplinaria cambia también la relación
con el dolor. En Vigilar y castigar, Foucault señala que la sociedad
disciplinaria aplica el dolor de una manera más discreta. El dolor se somete a
un cálculo disciplinario: “Unos castigos menos inmediatamente físicos, cierta
discreción en el arte de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles, más
silenciosos, y despojados de su fasto visible [...]: en unas cuantas décadas,
ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado
simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en
espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión
penal”.
Los cuerpos
mortificados ya no encajan en la sociedad disciplinaria, que está organizada en
función de la producción industrial. El poder disciplinario fabrica cuerpos
capaces de aprender como medios de producción. También el dolor es integrado en
la técnica disciplinaria. El poder sigue manteniendo una relación con el dolor.
Las obligaciones y las prohibiciones se inculcan infligiendo dolor al sujeto
que debe obedecer, hasta que se afianzan en su cuerpo. En la sociedad
disciplinaria el dolor sigue teniendo un papel constructivo. Forma al hombre
como medio de producción. Pero ya no se exhibe públicamente, sino que se relega
a espacios disciplinarios cerrados, tales como cárceles, cuarteles, manicomios,
fábricas o escuelas.
La sociedad
disciplinaria tiene una relación básicamente afirmativa con el dolor. Jünger
designa como “disciplina” aquella “forma mediante la cual el ser humano
mantiene el contacto con el dolor”. Precisamente el “trabajador” de Jünger es
una figura de la disciplina. Con el dolor se endurece. La vida heroica, que
“aspira incesantemente a mantener el contacto con el dolor”, busca el
“robustecimiento” o la “aceración”. El “rostro disciplinado” está
“concentrado”. Concentra “su mirada en un punto fijo”, mientras que el “rostro
refinado” de un individuo sensible es “nervioso, inquieto, mutable” y está
sometido “a influencias y estímulos de todo tipo”.
De
la cosmovisión heroica necesariamente forma parte el dolor. En un manifiesto
futurista de Aldo Palazzeschi titulado El antidolor se lee: “Cuanta mayor
cantidad de risa sea capaz de descubrir un hombre en el dolor, tanto más
profundo será ese hombre. Uno no puede reír desde lo más hondo del corazón si
antes no ha escarbado profundamente en el dolor humano”. En la cosmovisión
heroica hay que organizar la vida de tal modo que en todo momento esté
“pertrechada” para encontrarse con el dolor. El cuerpo como lugar del dolor es
subsumido bajo un orden superior: “Ese procedimiento presupone ciertamente la
existencia de un puesto de mando situado a una altura tal que, desde ella, el
cuerpo se considera un puesto avanzado que el ser humano es capaz de lanzar al
combate y sacrificar manteniéndose a gran distancia”.
Jünger
contrapone la disciplina heroica a la sentimentalidad del sujeto burgués, cuyo
cuerpo no es una avanzadilla ni un medio para un fin superior. Su cuerpo
sensible es más bien un fin en sí mismo. Pierde aquel horizonte de significado
que muestra el sentido que tiene el dolor: “El secreto de la sentimentalidad
moderna reside en que esa sentimentalidad corresponde a un mundo en el que el
cuerpo es idéntico al valor. Lo dicho explica que la relación de tal mundo con
el dolor sea la relación con un poder que ante todo hay que evitar, pues en él
el dolor golpea al cuerpo no acaso como a un puesto avanzado, sino como al
poder principal y al núcleo esencial de la vida misma”.
En
la época posindustrial y posheroica el cuerpo no es avanzadilla ni medio de
producción. A diferencia del cuerpo disciplinado, el cuerpo hedonista, que se
gusta y se disfruta a sí mismo sin orientarse de ninguna manera a un fin
superior, desarrolla una postura de rechazo hacia el dolor. Le parece que el
dolor carece por completo de sentido y de utilidad.
El actual sujeto
del rendimiento se diferencia radicalmente del sujeto disciplinario. Tampoco es
un “trabajador” en el sentido de Jünger. En la sociedad neoliberal del
rendimiento, las negatividades, tales como las obligaciones, las prohibiciones
o los castigos, dejan paso a positividades tales como la motivación, la
autooptimización o la autorrealización. Los espacios disciplinarios son
sustituidos por zonas de bienestar. El dolor pierde toda referencia al poder y
al dominio. Se despolitiza y pasa a convertirse en un asunto médico.
La nueva fórmula
de dominación es “sé feliz”. La positividad de la felicidad desbanca a la
negatividad del dolor. Como capital emocional positivo, la felicidad debe
proporcionar una ininterrumpida capacidad de rendimiento. La automotivación y
la autooptimización hacen que el dispositivo neoliberal de felicidad sea muy
eficaz, pues el poder se las arregla entonces muy bien sin necesidad de hacer
demasiado. El sometido ni siquiera es consciente de su sometimiento. Se figura
que es muy libre. Sin necesidad de que lo obliguen desde afuera, se explota
voluntariamente a sí mismo creyendo que se está realizando. La libertad no se
reprime, sino que se explota. El imperativo de ser feliz genera una presión que
es más devastadora que el imperativo de ser obediente.
En
el régimen neoliberal también el poder asume una forma positiva. Se vuelve
elegante. A diferencia del represivo poder disciplinario, el poder elegante no
duele. El poder se desvincula por completo del dolor. Se las arregla sin
necesidad de ejercer ninguna represión. La sumisión se lleva a cabo como autooptimización
y autorrealización. El poder elegante opera de forma seductora y permisiva.
Como se hace pasar por libertad, es más invisible que el represivo poder
disciplinario. También la vigilancia asume una forma elegante. Constantemente
se nos incita a que comuniquemos nuestras necesidades, nuestros deseos y
nuestras preferencias, y a que contemos nuestra vida. La comunicación total
acaba coincidiendo con la vigilancia total, el desnudamiento pornográfico acaba
siendo lo mismo que la vigilancia panóptica. La libertad y la vigilancia se
vuelven indiscernibles.
El dispositivo
neoliberal de felicidad nos distrae de la situación de dominio establecida obligándonos
a una introspección anímica. Se encarga de que cada uno se ocupe solo de sí
mismo, de su propia psicología, en lugar de cuestionar críticamente la
situación social. El sufrimiento, del cual sería responsable la sociedad, se
privatiza y se convierte en un asunto psicológico. Lo que hay que mejorar no
son las situaciones sociales, sino los estados anímicos. La exigencia de
optimizar el alma, que en realidad la obliga a ajustarse a las relaciones de
poder establecidas y oculta las injusticias sociales. Así es como la psicología
positiva consuma el final de la revolución. Los que salen al escenario ya no
son los revolucionarios, sino unos entrenadores motivacionales que se encargan
de que no aflore el descontento, y mucho menos el enojo: “En vísperas de la
crisis económica mundial de los años 20, con sus extremas contradicciones
sociales, había muchos representantes de trabajadores y activistas radicales
que denunciaban los excesos de los ricos y la miseria de los pobres. Frente a
eso, en el siglo XXI una camada muy distinta y mucho más numerosa de ideólogos
propagaba lo contrario: que en nuestra sociedad profundamente desigual todo
estaría en orden y que a todo aquel que se esforzara le iría muchísimo mejor.
Los motivadores y otros representantes del pensamiento positivo traían una
buena nueva para las personas que, a causa de las permanentes convulsiones del
mercado laboral, se hallaban al borde de la ruina económica: dad la bienvenida
a todo ‘cambio’, por mucho que asuste, y vedlo como una oportunidad”.
También
la voluntad de combatir el dolor a toda costa hace olvidar que el dolor se
transmite socialmente. El dolor refleja desajustes socioeconómicos de los que
se resiente tanto la psique como el cuerpo. Los analgésicos, prescriptos
masivamente, ocultan las situaciones sociales causantes de dolores. Reducir el
tratamiento del dolor exclusivamente a los ámbitos de la medicación y la
farmacia impide que el dolor se haga lenguaje e incluso crítica. Con ello el
dolor queda privado de su carácter de objeto, e incluso de su carácter social.
La sociedad paliativa se inmuniza frente a la crítica insensibilizando mediante
medicamentos o induciendo un embotamiento con ayuda de los medios. También los
medios sociales y los juegos de ordenador actúan como anestésicos. La
permanente anestesia social impide el conocimiento y la reflexión, y reprime la
verdad. En su Dialéctica negativa, escribe Adorno: “La necesidad de prestar voz
al sufrimiento es condición de toda verdad. Pues el sufrimiento es objetividad
que pesa sobre el sujeto; lo que este experimenta como lo más subjetivo suyo,
su expresión, está objetivamente mediado”. El dispositivo de felicidad aísla a
los hombres y conduce a una despolitización de la sociedad y a una pérdida de
la solidaridad. Cada uno debe preocuparse por sí mismo de su propia felicidad.
La felicidad pasa a ser un asunto privado. También el sufrimiento se interpreta
como resultado del propio fracaso. Por eso, en lugar de revolución, lo que hay
es depresión. Mientras nos esforzamos en vano por curar la propia alma,
perdemos de vista las situaciones colectivas que causan los desajustes
sociales. Cuando nos sentimos afligidos por la angustia y la inseguridad, no responsabilizamos
a la sociedad sino a nosotros mismos. Pero el fermento de la revolución es el
dolor sentido en común. El dispositivo neoliberal de felicidad lo ataja de
raíz. La sociedad paliativa despolitiza el dolor sometiéndolo a tratamiento
medicinal y privatizándolo. De este modo se reprime y se desbanca la dimensión
social del dolor. Los dolores crónicos que podrían interpretarse como síntomas
patológicos de la sociedad del cansancio no lanzan ninguna protesta. En la
sociedad neoliberal del rendimiento, el cansancio es apolítico en la medida en
que representa un cansancio del yo. Es un síntoma del sujeto narcisista del
rendimiento que se ha quedado desfondado. En lugar de hacer que las personas se
asocien en un nosotros, las aísla. Hay que diferenciarlo de aquel cansancio
colectivo que configura y cohesiona una comunidad. El cansancio del yo es la
mejor profilaxis contra la revolución.
El
dispositivo neoliberal de felicidad cosifica la felicidad. La felicidad es más
que la suma de sensaciones positivas que prometen un aumento del rendimiento.
No está sujeta a la lógica de la optimización. Se caracteriza por no poder
disponer de ella. Le es inherente una negatividad. La verdadera felicidad solo
es posible en fragmentos. Es justamente el dolor lo que preserva a la felicidad
de cosificarse. Y le otorga duración. El dolor trae la felicidad y la sostiene.
Felicidad doliente no es un oxímoron. Toda intensidad es dolorosa. En la pasión
se fusionan dolor y felicidad. La dicha profunda contiene un factor de
sufrimiento. Según Nietzsche, dolor y felicidad son “dos hermanos, y gemelos,
que crecen juntos o que […] juntos siguen siendo pequeños”. Si se ataja el
dolor, la felicidad se trivializa y se convierte en un confort apático. Quien
no es receptivo para el dolor también se cierra a la felicidad profunda: “La
abundancia de especies del sufrir cae como un remolino inacabable de nieve
sobre un hombre así, al tiempo que sobre él se descargan los rayos más intensos
del dolor. Solo con esta condición, estar siempre abierto al dolor, venga de
donde venga y hasta lo más profundo, sabrá estar abierto a las especies más
delicadas y sublimes de la felicidad”.
Supervivencia
El
virus es el espejo de nuestra sociedad. Refleja la sociedad en que vivimos. Hoy
se absolutiza la supervivencia, como si nos halláramos en un permanente estado
de guerra. Todas las fuerzas vitales se emplean para prolongar la vida. La
sociedad paliativa resulta ser una sociedad de la supervivencia. En vista de la
pandemia, la enconada lucha por la supervivencia experimenta una radicalización
viral. El virus invade la zona paliativa de bienestar transformándola en una
cuarentena en la que la vida se anquilosa por completo en una supervivencia.
Cuanto más se reduce la vida a mera supervivencia, tanto más miedo se tiene de
morir. La algofobia es en último término una tanatofobia. La pandemia vuelve a
hacer visible la muerte, que meticulosamente habíamos reprimido y desterrado.
La omnipresencia de la muerte en los medios de masas pone nerviosa a la
gente.
La
sociedad de la supervivencia pierde toda la capacidad de valorar la vida buena.
Incluso el disfrute se sacrifica a una salud elevada a fin en sí mismo. El
rigor de la prohibición de fumar es un testimonio paradigmático de la histeria
por sobrevivir. También el disfrute debe ceder a la supervivencia. La
prolongación de la vida a cualquier precio se acaba convirtiendo a nivel global
en el valor supremo, que relega todos los demás valores. De buena gana
sacrificamos a la supervivencia todo lo que hace a la vida digna de ser vivida.
A causa de la pandemia se asume, sin hacer preguntas incluso, la restricción
radical de derechos fundamentales. Acatamos sin rechistar el estado de
excepción, que reduce la vida a la pura supervivencia. Bajo el estado de
excepción viral nos confinamos voluntariamente en la cuarentena. La cuarentena
es una modalidad viral del campo de internamiento en el que impera la pura
supervivencia. En tiempos de pandemia, el campo de trabajo neoliberal se llama
“teletrabajo”. Lo único que lo diferencia del campo de trabajo del régimen
despótico es la ideología de la salud y la paradójica libertad de la
autoexplotación.
Como
consecuencia de la pandemia, la sociedad de la supervivencia prohíbe las misas,
incluso en Pascua. Hasta los sacerdotes guardan la distancia social y llevan
mascarillas protectoras. Sacrifican completamente la fe a la supervivencia.
Paradójicamente, la caridad se expresa guardando la distancia. El prójimo es un
potencial portador del virus. La virología derroca a la teología. Todo el mundo
está pendiente de lo que dicen los virólogos, que de este modo pasan a ser
quienes tienen la última palabra. La narrativa de la resurrección queda
totalmente desbancada por la ideología de la salud y de la supervivencia. En
vista del virus, la fe degenera en farsa. Es sustituida por la unidad de
cuidados intensivos y por respiradores. Se cuentan los muertos a diario. La
muerte domina por completo la vida. La vacía convirtiéndola en
supervivencia.
La
histeria por sobrevivir hace que la vida sea radicalmente pasajera. La vida se
reduce a un proceso biológico que hay que optimizar. Pierde toda dimensión
meta-física. El self-tracking o autorrastreo se acaba convirtiendo en culto. La
hipocondría digital, la permanente automedición con aplicaciones de salud y de
fitness degrada la vida a una función. La vida es despojada de toda narrativa
que le otorgue sentido. Ya no es lo narrable, sino lo medible y numerable. La
vida se queda desnuda y hasta se vuelve obscena. Nada promete duración. También
se han desvanecido por completo todos aquellos símbolos, narrativas o rituales
que hacían que la vida fuera más que mera supervivencia. Prácticas culturales
como el culto a los antepasados dan una vitalidad también a los muertos. La
vida y la muerte se asocian en un intercambio simbólico. Como hemos perdido por
completo aquellas prácticas culturales que dan estabilidad a la vida, impera la
histeria por sobrevivir. Si hoy nos resulta especialmente difícil morir, se
debe a que ya no es posible hacer que el final de la vida llene a la muerte de
sentido. La vida es interrumpida a destiempo. Quien no es capaz de morir en el
momento oportuno forzosamente perecerá a deshora. Envejecemos sin hacernos
mayores. El capitalismo carece de la narrativa de la vida buena. Absolutiza la
supervivencia. Vive de la fe inconsciente en que un aumento de capital
significa una disminución de muerte. Se acumula capital para escapar de la
muerte. Nos imaginamos el capital como
la capacidad de sobrevivir. Dado que el tiempo de vida es limitado, se hace
acumulación del tiempo del capital. La pandemia conmociona al capitalismo, pero
no lo elimina. No aporta ninguna narrativa contraria al capitalismo. La
revolución viral no llegará a producirse. La producción capitalista no se
desacelera, sino que se detiene a la fuerza. Reina una paralización nerviosa,
una calma tensa. La cuarentena no conduce a la ociosidad, sino a una inactividad
impuesta. No es un lugar en el que demorarse. Lo que sucede en vista de la
pandemia no es simplemente que se priorice la salud por encima de la economía,
sino que incluso toda la economía del crecimiento y del rendimiento se
subordina a la supervivencia. Hay que oponer la preocupación por la vida buena
a la lucha por la supervivencia. La sociedad dominada por la histeria de la
supervivencia es una sociedad de muertos vivientes. Somos demasiado vitales
como para morir, y estamos demasiado muertos como para vivir. Cuando nos
preocupamos exclusivamente por la supervivencia, nos parecemos al virus, ese
ser no muerto que no hace más que multiplicarse, es decir, que sobrevive sin
vivir realmente.
La
sociedad paliativa es una sociedad de la positividad. Se caracteriza por una
permisividad ilimitada. Sus lemas son “diversidad”, “comunidad” o “compartir”.
Se hace desparecer al otro en cuanto que enemigo. La circulación de información
y capital, que hay que acelerar, alcanza su máxima velocidad cuando no se topa
con ninguna resistencia inmunológica en lo distinto. Por eso se allanan las
transiciones y se convierten en meros pasos. Se eliminan las fronteras. Se
derriban los umbrales. Se desactiva radicalmente el rechazo inmunológico de lo
distinto.
Como
en los tiempos de la Guerra Fría, la sociedad organizada inmunológicamente vive
rodeada de vallas y de muros. El espacio consta de bloques separados. Pero las
barreras inmunológicas ralentizan la circulación de mercancías y de capital. La
globalización, que se puso en marcha con gran fuerza tras el fin de la Guerra
Fría como un proceso de desinmunización, suprime radicalmente esas barreras
para acelerar el flujo de mercancías y de capital. La negatividad del enemigo,
que tiene mucha eficacia inmunológica, no tiene cabida en la constitución de la
sociedad neoliberal del rendimiento. Aquí uno guerrea sobre todo contra sí
mismo. La explotación por otros da paso a la autoexplotación voluntaria.
Pues
bien, el virus desencadena una crisis inmunológica. Invade la sociedad
permisiva, que está muy debilitada inmunológicamente, y la sume en un estado de
shock que la paraliza. En medio del pánico las fronteras se vuelven a cerrar.
Los espacios se aíslan unos de otros. Se restringen radicalmente los
movimientos y los contactos. La sociedad entera retrocede a la modalidad de rechazo
inmunológico. Aquí nos hallamos ante un regreso del enemigo. Guerreamos contra
el virus como enemigo invisible.
La
pandemia actúa como el terrorismo, que también ataca a la pura supervivencia
trayéndole la pura muerte, provocando con ello una enérgica reacción
inmunológica. En los aeropuertos se trata a todo el mundo como si fuera un
terrorista potencial. Nos sometemos sin rechistar a unas humillantes medidas de
seguridad. Permitimos que cacheen nuestro cuerpo en busca de armas escondidas.
El virus es un terror que viene del aire. Cada uno de nosotros es sospechoso de
ser un potencial portador del virus, lo cual genera una sociedad en cuarentena
y acabará trayendo un régimen policial biopolítico. La pandemia no pone en
perspectiva ninguna otra forma de vida. En la guerra contra el virus, la vida
es más que nunca mera supervivencia. La histeria por sobrevivir se recrudece
viralmente.
(Fragmento
del libro La sociedad paliativa,
Editorial
Herder, 2021)
Byung-Chul Han (Corea del Sur, 1959)
Datos sobre el autor: Byung-Chul Han es un
filósofo y ensayista experto en estudios culturales y profesor de la
Universidad de las Artes de Berlín. Está considerado como uno de los filósofos
más destacados del pensamiento contemporáneo por su crítica al capitalismo, la
sociedad del trabajo, la tecnología y la hipertransparencia.
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