lunes, 29 de septiembre de 2008

SATÉLITE





Anticipos de otoño. La vidriera de la pharmacie

cambia la loción solar por la colonia antipiojos. La luz
parece musgo. En la cabina telefónica, como un escarabajo
en una gota de resina, un hombre gesticula contra el polvo,
el límite, los desaciertos del reloj. La mano libre
acaricia un cuello en el vacío, aunque el puño,
cuando se cierra, podría estamparse en el vidrio.
La espalda se encona o se endereza. A veces la boca ríe.
Fuera, un afiche de nubes adorna el cielo rugoso.
Desde el criadero de pollos, el macadán cede al ripio
y el camino, que empieza a zigzaguear, se aleja de las granjas
para trepar entre prados hacia la hosquedad
de los peñascos, las esponjosas turbas de abetos.
"Sí hay halcones acá, y castaños, y el pastor ofrece vino.
Pero entonces pienso que ningún lugar es realmente hermoso
si no..."Pasa un camión de leña. El viento recrudece. Del techo
del criadero se ha desprendido una teja. La boca del hombre
roza el auricular como si así se explicara. Las ondas
intercalan una música tenue, adventicia, Aznavour tal vez,
o un noticiero. Esto pasa. Desde otro país, otra hora,
otro continente, otra vida -desde el frenesí violeta
que empieza a estallar en los jacarandáes- la voz
de una mujer aún en duermevela irrumpe en la cabina:
"Un momento... Besos, besos." Parece la palabra justa.
Truncas láminas de sol entre las nubes. La mano del hombre
no ceja. "Besos." Parece suficiente. Para la sensación
no es suficiente. Ayer, subiendo una colina, ese hombre
vio aglutinarse establos, cabras, castaños y barrancos
en una comarca satisfecha en la palabra que la nombra;
así, en la altura eficiente del satélite, él y la mujer
podrían unirse en un emblema sonoro del amor -así piensa-,
especie de yin y yang grabado en la fugacidad.
El hombre escucha o calla, sorprendido una vez más
de que dicha y carencia elijan suceder al mismo tiempo.
Porque el satélite sigue su trayectoria curva
y el ángulo de las voces cambia, dislocando el deseo
de presencia. La sensación quiere adaptarse a todo.
Pero el satélite viaja, las voces se desplazan
y el único emblema de un ahora doble es el transcurso.
Acaso baste; aunque no hay una palabra sola
que lo satisfaga, el momento dura en su fundido,
como la idea de una constelación alimentada
por un alma que a fuerza de mirar da a luz una constancia.
Pero entonces se acaba la tarjeta. El hombre se despide y cuelga.
Algunas cosas, nunca sabe cuáles, están decididas.
Sale al camino, al mediodía, a las urracas, que lo llaman
a suspender una credulidad de almanaque. Echa a andar.
A medida que ocurren el espliego y el humo
de los setos quemados, el campo pierde nitidez
o coordenadas de distancia y el pensamiento desecha
un sinfín de contenidos. El hombre imagina el satélite
recorriendo un azul homogéneo donde cada sentido humano
puede sustituir a los otros y la voz realmente toca,
y entonces mira las hojas de un castaño, la marca
en la carrocería de un tractor, como si no hicieran
falta muchos versos para transmitirlas en un rapto.
Pero tampoco basta. Lo mismo que esa araña oculta
entre dos piedras, el alma estupefacta está en un lapso,
reacia a la abeja de lo inmediato, y la imaginación
absorta en el vigor de un deseo perspicaz.
Del biombo sideral de la distancia,
como un camisón fragante, cuelga aún la voz
de una mujer arrancada del sueño, pero el satélite
la aleja. Sólo esa diferencia dura. El hombre que quiere
las montañas, se da cuenta, está repleto de mirar, de oír.
La distancia ya no ofrece lugares despejados
para una imagen poderosa. El amor inició su abrupta
reducción del mundo y pide la cercanía del cuerpo
para devolver la variedad del mundo refrescada.
La noria del satélite conservará siempre alguna frase
-en tu pelo tiembla un bosque. Pero desbrozar un lugar nuevo
será tanto tarea de la voz como, ya, labor de un corazón.




Marcelo Cohen (Buenos Aires, Argentina, 1951)



El texto que presentamos fue publicado en Diario de Poesía Nº37, Otoño de 2006, año en que Cohen regresó de España a la Argentina.





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