Fragmentos
Una tarde me cuenta que su abuela Lucía, madre de Roberto, era más brava que sus once hijos varones juntos. Los días de semana, a las siete, les sacaba las llaves de la casa y las guardaba en su cajón, bajo llave escondida no se sabía dónde. Después de cenar en absoluto silencio y esperar que el padre se retirara a su habitación para acostarse, los hijos, de entre nueve y veinticinco años, se escabullían por el balcón, bajaban por la fachada aferrándose a las molduras y salían corriendo en diferentes direcciones. De madrugada, cuando los mayores empezaban a volver, la, que había estado esperándolos sentada en el piso hojeando una novela, pegaba un salto y se asomaba con un zapato en cada mano. Y mientras sus hijos escalaban con esfuerzo, un poco borrachos y excitados por la milonga, apuntaba y les tiraba a la cabeza los zapatos que les había robado en su ausencia y se reía a carcajadas. A veces dibujaba una cucaracha o un gusano retorcido en la pared a la altura de la cabecera de la cama de alguno de los más chicos. Elegía la víctima al azar. Armado de coraje, porque nunca se sabía si el bicho era real o no, el menor era el único que se atrevía a mirarlo de cerca.
Ía, surrealista de pura cepa, ponía a prueba las jerarquías y las normas de la vida social. De chicas, ella y su inseparable hermana Catalina decidieron desconocer cualquier autoridad: en el campo de General Rodríguez, donde se criaron, subían a su abuela centenaria a un caballo bravo, le daban un rebencazo y la vieja salía volando a los gritos. Cuando dormía la siesta en la mecedora se le acercaban con sigilo, cargando dos gallinas cada una para arrojárselas y despertarla salvajemente. Empezaron a fumar delante de sus padres, los peones y las visitas a los once años de edad, y más tarde la les enseñó a fumar a sus hijos en sus respectivos cumpleaños número once. Ya adultas y casadas, continuaron perpetrando maldades que quizás debían concebir como bromas inocentes: sazonar las ensaladas con kerosene, ponerle sal al café y cambiar los muebles de lugar noche por medio. Mi abuelo Roberto, su segundo hijo, me educó, igual que a mamá, en la escuela del humor absurdo, cándido y rayano con el delirio. Con él también el mundo era infinito.
De los seis a los veintiséis años mamá pasó cinco horas sentada al piano, los siete días de la semana, tocando de corrido. La práctica empezaba al alba, cuando la casa dormía. En el aula que daba a la avenida San Juan, la de las ventanas con vitrales. Una lámpara con tulipa de vidrio esmerilado enfocaba la partitura. No el teclado. Como tiene que ser. Mejoraba la digitación y la técnica. Perfeccionaba las cualidades expresivas, un estilo propio de interpretación. Ampliaba el repertorio. Aprendía de su madre y de las transmisiones en directo de los conciertos de Horowitz, el Maestro con mayúscula, que escuchaba a los pies de la radio capilla. A los doce empezó a dar clases y recitales y a los quince grabó un disco con su rostro en la portada. Pero las madrugadas del invierno eran tan frías que a pesar del baile sobre las teclas los dedos se le teñían de azul. Manos fantasmas con guantes de piel de becerro, suaves, ceñidos, color cobalto.
Nunca quise ser cabeza de familia. Ser el jefe de una familia. Yo no nací para eso. Tu madre sí quería, me insistía, pero yo lo evité todo lo que pude.
Está todo bien, papá, te comprendo perfectamente. Lo lograste. Quedate tranquilo.
Vos tenés que hacer lo que querés, hija. No le hagas caso a nadie. Seguí tu camino. Todos nos movemos entre la aparición de la muerte y la desaparición de la muerte.
(Del libro Homónimo, Random
House, 2023)
Bárbara Belloc (Argentina, Buenos Aires, 1968)
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