domingo, 3 de agosto de 2008

ANTISTROFA






























Para César Rodríguez Chicharro,
veintiséis años después
COMO un vino feroz entre las cosas o un gran deseo de hembra,
como la luna sobre las islas que piensa el bonzo errante,
por la tarde que guarda en ánforas selladas el poema,
la niebla al acecho entre los pinos,
qué inminencia del canto palpando su flagrante desnudez:
cosas con lumbre, cosas con tetas, cosas cubiertas de liquen;
reconocer el relincho del caballo de Godiva, así el amante saliva de la
amante
-
así también los charcos erizados por la lluvia en la ciudad obtusa,
animal doméstico y blando en el atrio del monte,
lago de yesca y alcoholes, pobre mar sin Magallanes,
momento de aves planas las veletas: ni lección rota en espuma,
ni insectos con tabacos fugitivos —aquí y ahora,
en cualquier nimbo gris es la estación sin duda menos vasta que un

designio de dioses
—no importa que el oficiar sea poco ortodoxo—,
pero al oírla llegar se avivan colmenas de votos y preces:
que siga siendo la muchacha flaca y puta, llegue y regale
—en la cama, en la alfombra, bajo el pavorreal al bañarse—
escorzos para mejor saber el clima que aumenta hasta los dientes,
sésamo que entreabre lacas rojas de caracol salado
a la noche total de nectarios y espádices,
la noche toda agosto —allí la riña tumultuaria
de tantas potestades sin sentido: Cazador, Cinosura,
imagen, paloma de huesos huecos que sostiene el azar
sobre el largo desdén con que el río se entrega hasta la encordadura
de la cascada entera. —Poesía la llamarán, oh indecisa
mordiéndose los labios cada pocas palabras. Y será si perdura
—dilatados alcances de mañana—
nervio y olfato como la tarde tras la lluvia
o cuando es ley el viaje pero dudoso el rastro —acaso el suroeste

una vez más, o algunas, moviendo su tibieza bajo el agua que surcan
coros punitivos,
y las tripulaciones la cubrirán de brea, y el mar mismo ha de anegar

sus sílabas escasas
en un pecho viscoso. Rumbo será, no más, y tal vez
para nadie. Vuelve a casa, donde la fiesta humea,
a tus prestigios de victoria áptera, espasmo de unos cuantos. Duda

siempre:
hay que pesar tus faltas, adolescente torpe; difícil archipiélago
de estigmas estivales, fruta verde que derribó el granizo sobre la

hierba nueva;
credo en tu axila, piñón en tu sexo,
largas manos para cubrirte el vientre mientras en tu piel duran los

caminos rojizos de ir vestida;
y tu menstruo es modesto. Cuando el viento cede
y la ciudad como un tifus muy logrado establece en todas sus buenas

obras
ese halo urinario del cemento reciente;
cuando retorna como un cometa puntual la confianza de aún no

haber dicho nada,
el mundo —al menos éste— se vuelve una tela de juicio, y el Ser
la hipóstasis de un verbo auxiliar, la Historia
tan discutible como el penúltimo empalado sobre el Bosforo, y la

Poesía
un mercado de sustancias pegajosas. Y así son, en efecto. Lo demás:

buenaventura, cópula,
razonable placer al vislumbrar una estrella entre el follaje
—incluso al recordarla— y la costumbre grecolatina de mentir. A

veces la fractura es conminuta
o la urgencia del chancro entrega alas y caduceo al que pensaba hacer

otra cosa. Pero ésas son
incidencias, aunque a menudo costosas; también cuesta el lenguaje,
que no es, con todo, sino lo mismo pero mal puesto,
efusión gratuita que escala de cuando en cuando cierto rigor aparente
por que lo llamen sereno o algo peor —pues ahí está,
entre otras, la Fe. Las montañas diversas y siempre suburbanas,
dentadas por árboles lejos —allá el día reclina la sien

al conseguir repetirse sin nombrarse—, son estables como la injusticia
y a su diestra permanecen. Ningún mártir podrá
lo que un siglo en la brisa o un periplo de hormigas llevándose los
granos uno a uno. Pero eso es la paciencia
—y más, la certidumbre edificando a solas castillos improbables y

desiertos, armerías de aire
donde afila sus lanzas el alba deshabitada, casi idéntica; luego,
en la terraza abierta, ante el trono de un emperador que no ha de

llegar nunca,
el grillo cante y por la pauta complicada de los fosos corra
el azogue sin fin del no saber. Entre una grima de vajilla rota,
la Doctrina inútil con sus mirras, inútil con sus profetas, inútil con

sus almuédanos,
inútil como acercar la mano hasta una luz muy fuerte
y verla traslúcida y roja y atroz. Sosiego
por los senderos curvos de la elipsis,

línea de piedras blancas sobre el trébol —oh falso meridiano
encaminado al neuma de las proas en el atardecer,
juglar o Jerjes con vestiduras de color dudoso
—vaya por los muelles poblados de plática,
hacia visitaciones de aminas brutales repasando el salterio de las olas;

vuelva por los cauces
del ocaso que huele a pólvora, a la orilla caída entre las sábanas:
y soportar la estolidez del Pueblo cargado de sabiduría subliminal,

replegándose
hasta el umbral frecuente, la escalera, el santo y seña; los amores
con su grotesca lógica gris de límite impreciso como cualquier viejo

reino oriental,
como la del Espíritu cretino escandalizado en el piso de arriba:
cuántas faldas en los tendederos de la Historia mientras ardían las

hojas muertas,
cuánto Ser secándose sobre las azoteas altas. Ultima voluntad:
una procesión de archimandritas a galeras. Se iba del puerto el otoño
por balcones mohosos de parteras y sastres. Gusto a canela
y esa forma femenina como un mapa de América del Sur en plena calle
a la hora del mucho calor, cuando el ámbar se ablanda y los diez mil
honorables insectos concursan otra vez

en los solfeos del recato, en los libelos de la noche; dones nupciales,
mancha de aceite que crece despacio por el papel.
Este brusco olor a cuadra en medio del silencio húmedo



Gerardo Deniz (España, Madrid, 1934- Ciudad de México, 2014)





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