1. Hacer poesía es un misterio, una actividad manifiesta del desconocimiento. Sin embargo, para una enorme cantidad de poetas ese quehacer, quieran que no, es una prepotencia. El prepotente no ve, y cegato o cegado del todo, pierde su capacidad de riesgo, hace del poema un recipiente de su grandilocuencia, aferrándose a la más regastada retórica, pretextando participar de una importante tradición. A la que traiciona.
2. Hay una notable distancia, en este momento, entre el trabajo poético de los peninsulares y el de los latinoamericanos (por supuesto que Brasil incluido, país de poetas proliferantes y arriesgados): ese abismo implica, a mí modo de ver, la diferencia entre quien arriesga y quien se ciñe, acomodado, a lo recocido. Puedo, casi con los ojos cerrados, nombrar treinta, cuarenta poetas latinoamericanos que me interesan, que leo con fruición, curiosidad; con tristeza, con la mayor tristeza, y dentro de los límites de mi conocimiento (o más bien desconocimiento) no puedo decir lo mismo respecto a poetas españoles y portugueses. Claro que hay excepciones, cómo no: pero donde veo viva la poesía en lengua castellana es en América.
3. Sólo puedo hablar de lo que he vivido en carne propia. En mi caso, y dentro de lo que intuyo y entiendo del caso, hay un proceso, largo, continuo, nunca para mí tedioso, que comienza, digamos, por el acto voluntario de hacer poesía. De joven, y desde que necesité escribir poemas, ejercí la consciente voluntad de querer hacerlos: los impuse, digamos, sobre la hoja de papel. Quería escribir y escribía: por encima de todo. Organicé mi vida para llevar a cabo esa voluntad de hacer poesía. Ese "principio" estuvo presente por encima de todo, era feroz y feraz, y de su mano produje contra viento y marea, desde mi voluntad hacia la escritura, centenares y centenares de poemas. Mas, con el paso de los años todo cambió. Y puedo decir que desde hace varios lustros, más que querer escribir poemas (que sin duda deseo hacerlos) no quiero ni dejo de querer escribirlos.
4. La escritura de poemas se ha vuelto para mí algo natural: escribo apenas sin darme cuenta de que lo hago. De pronto, y casi a diario (últimamente, a diario) surge un estado que voy a llamar poético a falta de mejor definición, y en ese trance, empieza a fluir un poema, que controlo y me controla, del que no sé absolutamente nada, y que en un momento dado, tal como empezó, termina. Lo corrijo al día siguiente, distanciado, tranquilo, lo encarpeto y olvido. De modo que mi experiencia del proceso poético tiene dos momentos fundamentales: aquél en que la voluntad se ejerce y éste en que la voluntad pasa a un segundo plano y queda inmersa en la bruma del propio quehacer, vuelto natural: así, la voluntad participa más del olvido que de su función elemental de imponerse.
5. Una fórmula clara, que despeje metódica y sistemáticamente el alto valor y la autenticidad de un poema no existe. Sin embargo, hay un consenso general (con sus excepciones que confirman la regla) respecto a la autenticidad de muchos poemas gestados a través de la historia de la poesía y que conforman, entre todos, un canon.
Se trata de un saber ante todo intuitivo; saber que luego del chispazo que juzga y estatuye, se afinca con mayor firmeza a través de la relectura en el tiempo y la investigación analítica del texto. Si éste no sucumbe, tras el cernir constante del tamiz del tiempo, tenemos lo que Bloom denomina un texto fuerte. Prefiero no hablar de poetas fuertes (aunque existan) ni de poemas fuertes en su totalidad, sino mirar con atención, con concentración, los textos de los poemas considerados como fuertes por el canon, y en cada caso, pensar para mí, si lo que leo y releo me convence, verso a verso y enunciado poético tras enunciado poético. Un poeta magnífico como Vallejo tiene un poema para mí fofo y pueril, que es Masa, y versos, en ese gran libro que es Trilce, que me resultan deleznables. Las Coplas de Jorge Manrique tiene momentos de "relleno" que no me interesan, y sin embargo, creo estar ante un poema auténtico y logrado. Amo el poema en cuatro partes que Lorca dedica a Ignacio Sánchez Mejías (Llanto): un poema, a mi juicio, que de cabo a rabo funciona con sostenida fuerza, y cuya calidad todo el tiempo sostiene su emotiva altura, su inteligencia máxima. No obstante, el final de dicho poema siempre me ha parecido soso, malo. Me molesta, me repatea, y hasta el extremo que mil veces me he dicho, ¿pero no vio Lorca que había que trabajarlo? Por supuesto que puedo estar equivocado, que quizás otros lectores serios y capacitados vean en ese remate al poema lo mejor del mismo: pero mi instinto poético lo rechaza, y el análisis que he hecho de ese final, muchas veces, me confirma que mi instinto no está desencaminado.
6. La poesía, ante todo, se da a conocer de viva voz. Y son los poetas quienes recomiendan. No son siempre los mejores críticos, pero dado que están en el oficio, se les debe escuchar. Y se les escucha, al menos, entre los poetas. Si a mí un poeta me recomienda leer a otro poeta, corro a hacerlo. Si me lo recomienda un librero o un crítico académico me tomo mi tiempo: no descarto la recomendación, sólo que me apresuro menos pues confío menos en su juicio. Ahora bien, dado que vivimos en el mundo de la publicidad y del mercadeo, la poesía debería encontrar medios de promoción de los que evidentemente carece: los tiene, acaparando, la ficción; le sigue, con la misma avidez y avaricia editorial, el ensayo: la poesía, cenicienta arrinconada y poco auscultada, permanece en las sombras. Se ha creado un infundio: la poesía no vende porque no se entiende; la poesía no interesa porque se ha separado, autosuficiente, del lector. Y no es posible animar a los lectores a comprar y leer poesía porque éstos, en su mayoría, ya están fuera de la práctica lectora de la poesía, habiéndose creado lo que a todas luces es un círculo vicioso, un "catch- 22."
¿Qué hacer ante el desinterés generalizado del lector cuando se trata de leer poesía? ¿Cómo convencer al editor de turno que la poesía puede vender y que para ello debe invertir esfuerzo y dinero como lo hace a la hora de promocionar la venta de novelas y ensayos? Unas estrategias mínimas son: a) crear talleres de lectura en que el poeta explique sus poemas y los
poemas de otros poetas que le interesan. La prepotencia del poeta que se siente más allá del bien y del mal explicativo, ese falso romanticismo autosuficiente, daña la diseminación de los poemas entre posibles lectores que creo están necesitados, hoy más que nunca, de leer poesía, descubriéndola. Necesitados, dado que la falta de espiritualidad generalizada de cuanto en literatura vende, exige un contrapunto espiritual que sin duda la poesía actual, y de todos los tiempos, brinda: su riqueza abarca la risa, la ligereza, la alegría, lo desgarrado, el lenguaje múltiple y disímil, la asimetría enriquecedora, la descentralización y desterritorialización que tan bien le vendría al mundo de la política. Si un poeta explica poesía a un público lector que no lee poesía, y si ese poeta se comporta con cordialidad (de cor, corazón) y actúa con apasionada honradez, inteligencia y salero, ese poeta ganará para nuestro trabajo a una "clientela". Se debe, entre otras cosas, invitar al lector potencial a dedicar a diario un espacio mínimo de tiempo a la lectura de poesía, luego de verse "iniciado" exegéticamente en su práctica lectora. Si ese ciudadano lector pasa, digamos, media hora leyendo a un poeta fuerte, y a la vez dedica otra media hora a escuchar música clásica (Bach y asimismo Schoenberg) dicho lector ya podrá seguir por su propio camino viviendo intensamente la vida profunda de la lectura poética. Y b) me parece fundamental que los poetas dejen de regalar sus libros, de modo generalizado y como sistema. Está bien obsequiar a un buen amigo un libro, o por ejemplo, a un estudiante que de veras tiene interés y de veras no tiene medios para comprar el libro. Por lo demás, por Dios, no nos regalemos entre nosotros un libro más de poesía; que el amigo lo compre, de viva voz lo recomiende, por supuesto que si le interesa dicho poeta. Hay una miríada de poetas practicantes en este momento en toda América Latina: si tan sólo el diez por ciento de dichos poetas comprara dos o tres libros de poemas de poetas actuales al mes, un gasto mensual no mayor de 30 dólares, veríamos a los editores correr a publicar poesía.
7. La poesía, en sí, no está hoy más amenazada que en otras épocas históricas. Lo que está amenazada es la cultura de alto vuelo, que incluye a mi modo de ver las manifestaciones culturales "populares" mas no populistas u oportunistas. El grado de desfachatez del Poder es tal que ya a cajas destempladas hace lo que tiene que hacer para cegar todo brote auténtico cultural. Con lo que el Poder se está cavando su propia tumba. Sin cultura no hay país. Y lo que a la postre queda de un país, y de un momento histórico en la trayectoria de un país, es su cultura. La música llamada popular tiene su sitio, y ese sitio ha de ser compartido con la música clásica barroca. Se puede leer con gusto, y hasta con descanso, a Corín Tellado (yo no lo hago pero considero que se puede hacer) y por otra parte, leer a Musil. Como método, gusto descansar leyendo, pongamos, una novela de Víctor Hugo o de Zola, alternando con Joyce o Virginia Woolf. Pas de problème. El problema estriba en que se ha banalizado al pueblo, se le ha comido el coco, alejándolo por completo del esfuerzo de leer, que arroja como "recompensa" una fruición, una intensidad de vida que otros medios de difusión no ofrecen. Y la gente, lo que se llama la gente, está aburrida. Corren, jadean, se agitan, no saben caminar, mucho menos sentarse, qué diablos van a leer. Y así, vivimos abocados a un desastre internacional de mucha monta. La falta de educación, la sistemática destrucción de la educación como fuente de búsqueda, de conocimiento, hace que las funciones más elementales se vean amenazadas: así, por ejemplo, la memoria, que al no ejercerse empieza, peligrosamente, a mermar, quizás vaya a desaparecer.
Noto una necesidad imperiosa entre la gente de hacer un tipo de vida que no sea la actual: una vida donde no todo sea trabajo ganapán, esfuerzo material, y donde la finura, la cortesía, la espiritualidad, el estudio, la compenetración amorosa con la tradición, sustituya en parte al trabajo mecánico, aburrido, al que la gente, el ciudadano de a pie, está sometido. El papel que puede jugar a este nivel el intelectual, y en particular el poeta, es tremendo. Pero para ello hay que organizarse, tampoco demasiado, más bien aprender a jugar unos amigos, dispuestos a hacer cosas, con la gente y entre la gente; y por ahí "convencer" de los peligros a los que estamos todos sometidos, así como de la riqueza que se pierde, y del tiempo irrecuperable que pierde la gente, al no saber cómo acceder a lo mejor que ha producido el ser humano a través de los tiempos: no comida rápida ni comida basura sino Altamira, Velázquez, Vallejo, Trakl y Bach. Mucho Bach.
Ése es el alimento que debe dispensarse.
8. Hacer poemas heterogéneos.
9. Reflexionar sobre la poesía me interesa como trabajo de segundo orden. O sea, me interesa hacer poemas, soltarlos, saber que se zafan de mí y que ahí se encuentran: mirarlos luego, más que una curiosidad, es un deber, ya que lo que se excreta está plagado de falsos momentos, y la reflexión, permite corregirlos. Corregir en Cuba es defecar. Toda defecación contiene el detrito de lo mortal. Y un poema no reflexionado a posteriori (críticamente) para ser corregido, es un poema, casi siempre, plagado de falsos movimientos retóricos que lo desmejoran, y tanto, que ese detrito puede resultar fatal para el poema. He visto montones de textos con aciertos donde el poema no cuaja y, estoy convencido, con aplicación, el autor haría de todo el poema un acierto. A este nivel la reflexión poética es fundamental. Y lo es asimismo, con respecto a los poemas que leemos, como divertimento, y como aprendizaje. Desmontar poemas, reflexionando, es vivir el esqueleto íntimo, el tuétano circulatorio y misterioso del poema: entenderlo parcialmente. Lo que a mí me produce un enorme regusto, un saboreo que me hace dichoso cuando lo ejerzo. Recuerdo que en los años en que fui profesor universitario leía con mis alumnos el Romance del prisionero, poema "sencillo" al que dedicábamos críticamente, a veces, hasta cuatro y cinco clases de una hora cada una, y participatoriamente (celebratoriamente) encontrábamos, a través de la reflexión conjunta, mil y un aspectos escondidos del texto que al sacarlos a la luz nos producía un auténtico placer descubridor. Eramos, en efecto, en ese contexto, unos aventureros; no unos conquistadores sino unos aventureros.
10. La poesía está ahí para quien la lee: su consumo es su función. No creo que en principio necesite un para qué, sin que ello implique que la lectura es gratuita o carente de sentido: por el contrario, la función de la lectura de un poema es asimétrica, sibilina, cercana a lo encantatorio y "sirenaico". Participa de lo inesperado; sorprende. Sorprende si permanecemos abiertos y ajenos a todo prejuicio lector. Entonces, un buen poema nos encandila, nos trae a la mente misterios, entrejuegos, cánticos. Nos plegamos al poema como nos plegamos, plegadizos, a la plegaria. Así, en soledad, la poesía tiene una función vasta, que participa de lo basto y de lo refinado, imanta sutilezas y desafueros, nos acerca a la musiquilla de las esferas, nos vuelve seres comunitarios e históricos, transhistóricos (momentáneamente). Esta riqueza, debo decir, mejora el alma. Y mejorándola, de algún modo real y verdadero, ayuda a crear un mundo mejor. No creo, por supuesto, a estas alturas de la historia de la poesía, en el poema didáctico ni panfletario, pero sí creo que un poema, por ejemplo, de Lezama o de Mallarmé, leído y releído a solas, y de algún modo misterioso dilucidado en el espíritu del lector, sirve, entre otras cosas, para crear un mundo mejor.
16. El poeta moderno, dada su situación diaspórica, su visión polimorfa y rizomática, su estancia en un mundo plural y multirreferencial, recibe lenguaje de toda índole en esa vasija o receptáculo poroso que es su "cuerpo". Quizás, por ello, su papel ante el lenguaje sea el de sintetizador de lenguajes, regurgitador de diversidades lingüísticas, voz ábrete sésamo que procesa y devuelve transformado lo que recibe en cuanto multiplicación de voces, poliglotismo, monocordismo, disimilitud. El poeta es responsable ante el lenguaje, y su responsabilidad estriba, como ente moderno, en utilizarlo abierta y organizadamente, con el respeto que se siente ante un organismo de cualquier índole que esté vivo, que arroje de sí, y que demande para sí ese respeto que todo ser vivo desea y merece. Un lenguaje vivo en la actualidad contiene entre sus capas superpuestas arcaísmos, lucidez lúdica, palabras valija, purismos, invenciones, neologismos, excrecencias lingüísticas, deformaciones y reconversiones. La responsabilidad del poeta actual en este sentido es la del sabio que en la Antigüedad escuchaba al oráculo y transmitía sus palabras: sólo que en vez de ser hoy en día el poeta santo o sabio es un hachero (y aquí los no cubanos tendrán que salir corriendo a buscar esta palabra en un diccionario de cubanismos).
José Kozer (Cuba, 1940)
(el poeta y su trabajo/13,
México, otoño 2003)
México, otoño 2003)
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