lunes, 15 de septiembre de 2008

LA HABITACIÓN VACÍA





Escribo, y esto es igual a demorarse en el interior de una casa abandonada por cuyas ventanas se filtrara la luz.

Siento el encanto de ese vacío que no exige ser llenado, y me quedo quieto allí: en el silencio que los pasos sellan, esperando la dignidad, la excelencia, el realce de unos pétalos o el acorde de una música tan delicada como la penumbra.

Palpo la rara infinitud de la materia en unas pocas palabras que asiento en el papel: ya vueltas a lo extraño de sí mismas, con sus coloraciones encendiéndose y sus sonoridades mantenidas largamente.


Allí me martiriza tu sonrisa, la afelpada piel del durazno que aún perfuma el tiempo. La otredad de la sangre y de los días aparece, se detiene vagamente en el teatro de la memoria. Y en esa lejanía lo corpóreo, la sugestión que emana de lo hermético, deja fija la fugacidad de su sombra. El tiempo se desborda y se abre al infinito por un susurro apenas, por la húmeda diafanidad de una mirada amorosa y hechizante. Por un aroma.


Poesía sola, solitaria.


Y luego, cada vez más distante y abstraído, cuento sílabas, leo a los poetas que ya nadie lee, atizo el fuego de mi casa de campo; aquí, en medio de la noche urbana, lejano y transparente.


Memoria henchida, memoria agradecida de la vida: fortaléceme. Aumenta, naciente encanto, con la exquisita saciedad que es sólo tuya, mi confianza y mi fe.

Ricardo Herrera (Buenos Aires, Argentina, 1949)


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